sábado, 9 de agosto de 2008

Los diez números de Dios (V): 42 = Eloha (refugio)




"Sabio es aquél que, lejos de despreciar a un individuo, lo examina con mirada penetrante y busca el fondo de su ser" (Nikolái Gógol, "Almas muertas").

Primeras navidades sin ti. Las gentes que antaño frecuentaban la casa, terminaron por batirse en retirada. Era normal: ninguno de los que quedábamos allí contaba con tu encanto y carisma para atraer a la gente. Sonaban llantos muy frecuentemente. No había ánimos para celebraciones. Yo pasaba las horas muertas en los desvanes de arriba, rodeado de cosas que te pertenecieron, estrechando vínculos con la soledad. Empezaron a pensar raro de mí; me aconsejaban que saliera de casa en busca de amigos. Como si esto fuera tan sencillo. ¿Qué debía de hacer? ¿Acaso marchar solitario por las calles de Aldea, allegarme al primer grupo de gente de mi edad y preguntarle si querían ser mis amigos? ¡Vamos! Sólo de pensarlo se me comía la vergüenza por dentro. Yo no podía ir por el mundo dando palos de ciego, carente de tu apoyo y orientación... Debía de haber otras formas de vivir, y no me quedaba más solución que explorarlas.

Hizo mucho frío aquellas navidades. Muy de mañana, la escarcha azuleaba en los tejados de Aldea. Yo subía a los desvanes bien abrigado, con triples calcetines y un grueso jersey de lana. Empecé a investigar en tus cosas. Había cartas de muy distintas partes de España y del extranjero; cartas de caligrafía juvenil; postales llenas de sol y colorido; confidencias que a buen seguro te sonrojarían si yo las fuera divulgando por ahí... En muchas de esas cartas aparecían estas siglas: "SDQ" (Si Dios Quiere). Y Dios había querido que te conociera como nunca antes te había conocido nadie, introduciéndome de forma casi clandestina en los vericuetos de tu intimidad. Y fue que mi dolor se enconó más todavía, apercibiéndome de lo mucho que había perdido. Aparecieron fotografías tuyas entre viejos rimeros de papel, y mis ojos se volvieron tan turbios como el cielo del invierno.

El viento gemía fuera de casa, y hacía vibrar los vidrios de las ventanas del desván. Hacía tanto frío que ni el polvo tenía ánimos para flotar en el aire. Entre tus recuerdos había libros, muchos de ellos de religión, y mis dedos los acariciaban, como si quisieran rescatar el añejo contacto de tus propios dedos.

En Aldea celebraron la Nochebuena y la Nochevieja con el jolgorio que le era propio a nuestras calles de adoquín en tan señaladas fechas. Reparé en cómo era ahora mi vida y en cómo sería a lo largo de los próximos años, y recuerdo que sentí con especial intensidad el olor a polvo del desván. Las historias de amor quedaban limitadas a los libros que me rodeaban. Si en Aldea era difícil para mí encontrar amigos, ¡cuánto más el amor!... Bueno, siempre quedaría el opio de los sueños para consolarme.

El sol se despabiló en el transcurso de aquellos primeros días de enero. Incluso acertó a oírse el zumbido de algún moscardón inoportuno. La gente que iba a recoger la aceituna ya no se quejaba de tener que agarrar el fruto encostrado en hielo. Y en el aire pervivía una agradable fragancia a fuego de leña, a cebolla pelada y a embutidos recién hechos y colgados en las cámaras para orearse. En alguna cocina cercana estaban guisando un "tiznao" (típico plato manchego a base de bacalao desmenuzado, pimiento seco, ajo, cebolla, aceite de oliva y agua).

El sol prometía tanto que después de comer subí al terrado, y, ni corto ni perezoso, me planté en el tejado. Me sentí renacido, después de tantos días de enclaustramiento voluntario. Me tumbé sobre las tejas, y me di un atracón de cielo y aire salutífero. Después, tras un rato prudencial, me puse en pie para contemplar los lugares de alrededor. Había como leves brochazos de leche en el horizonte de los Cerros de Poniente. Abajo, en la calle, brillaba un charco de lluvia como un redondel de cobre. Era bonito el mundo a vista de tejado; ofrecía variadas posibilidades de exploración, y mi curiosidad era imperiosa.

Fíjate: si alguien me hubiera visto recorrer los tejados de las inmediaciones los días siguientes, a no dudar hubiera acabado pensando que yo era un ratero; pero, como quiera que escogí las horas apropiadas para hacerlo (después de las comidas), nadie me detectó. Sentía una emoción desconocida caminando por los tejados. ¡Qué hermoso se veía todo! Entonces me di cuenta de que, si no me quedaba más opción que estar apartado del trato de las gentes, mi soledad habría de tener tanto de enclaustramiento como de aire libre.

Y ahora, ¡explícame si no vi alguna vez tu sonrisa dibujada en alguna de las nubes que admiré desde los tejados! ¿Acaso te alegrabas de verme salir de las sombras de mi melancolía?

¡Qué grande era el refugio de soledad que Dios me había preparado!

El jardinero de las nubes.

2 comentarios:

Terechuli dijo...

¡Vaya! ¿No me digas que también has huido por los tejados cuando te has sentido encorsetado y asfixiado en tu pueblo y al único abrigo de la noche y las estrellas? Ya no me sentiré singular como catgirl jejej, pero no te imaginaba con estas tendencias escapistas que tan bien entiendo.
Me está emocionando mucho tu relato, describes ese dolor tan visceral con todo lujo de detalles sensoriales y de sensaciones anímicas. Sigo en ello...

Anónimo dijo...

Leer estos escritos de tiempo atras me deja una emoción muy profunda deseando comprender tu sentir en aquellos momentos ya que se siente la gran sensibilidad con q fueron escritos, misma q trasmites profundamente, la cual hace brotar los arrollitos del alma.
Muy emocionada y feliz de leerte.