En julio de 2003 el mercurio del termómetro se disparó. Comentan que fue el verano más caluroso de los últimos cincuenta años. Durante las horas de mayor insolación, no había quien parara en el interior de las casas, pues las paredes irradiaban un calor insufrible.
Harto de bregar en un mar de sudor, encontré un rincón de frescor en el parque al que yo solía ir a pasear. Un banco cercano a una fuente cantarina y bajo la frondosa copa de un pangío. Era una bendición, puesto que los pangíos expelen un gas insecticida y ese verano había especial población de moscas y mosquitos. Enfrente del banco se extendía un espacio habilitado para los juegos de los niños con toboganes, areneros, columpios y balancines... Hasta había un remedo de barco con su timón y todo, muy próximo al banco.
Yo solía ocupar ese enclave a eso de la media tarde, cuando el sol moderaba un poco sus ardientes embestidas. Me sentaba en el banco, constelado de las monedas de luz que proyectaban las ramas del pangío, y me enfrascaba en la lectura de algún libro que al efecto me trajera de casa.
Sin embargo, no tardé en descubrir que la vida es un libro de lectura más apasionante que cualquiera de los de letra impresa. Empecé a presenciar los juegos de los niños sin intenciones subversivas, por simple curiosidad.
Venía en ocasiones un grupo de niños de un campamento de verano, con sus relucientes gorras y camisetas estampadas. Podían comprarse helados y hasta hacer llamadas con teléfonos móviles. Sus padres no podían tenerlos en casa durante las vacaciones de verano, y por ello los enviaban a esos campamentos de placer. Como digo, este grupo de niños aparecía por el parque de vez en cuando.
Pero había otro grupo de niños que nunca faltaba a su cita diaria con el parque. Aparecían al punto de las seis de la tarde, con tal alharaca que enmudecían el matraqueante chirriar de las cigarras. Su aspecto no era tan esplendente como el de los otros niños. Iban acompañados por dos o tres muchachos jóvenes que tenían toda la traza de ser voluntarios de una ONG. Algunos de esos niños evidenciaban taras físicas o mentales. Eran hijos de la marginación, reunidos en un mismo centro de acogida, abandonados por unos padres que no podían cuidarlos.
Yanira era una niña traviesa y pizpireta. Llevaba los oscuros cabellos cortados en forma de tazón; sus mejillas estaban manchadas de restos de comida. Sólo tenía dos vestidos, ya de suyo muy usados: uno estampado de múltiples florecillas y el otro de color vainilla, que le venía un poquito holgado. Yanira tenía un hermano que se llamaba Florentino, y era ciego y sordomudo (como Helen Keller). Me enteré que Florentino tenía siete años y Yanira cinco.
Los niños del centro de acogida acaparaban todas las atracciones del parque. A Florentino le gustaba pasar el rato subido en lo alto de uno de los toboganes. Parecía como si el tibio sol de las últimas horas de la tarde supliera la carencia de luz que sus ojos acusaban. Yanira subía a cada nada para darle un beso y un abrazo. Pobre y dulce Yanira, con tu vestidito plagado de florecillas primaverales.
A Yanira le gustaba acercarse al barquito para manejar el timón. Desde allí comenzó a dirigirme furtivas miradas con el rabillo del ojo. Al cabo de una semana ya me sonreía, y yo aprendí a mi vez a sonreírle para que ni una nube de tristeza empañara el cielo azul de su infancia desdichada.
Recuerdo que en mitad de los juegos, uno de los voluntarios aparecía con una bolsa de gominolas y las iba repartiendo entre los niños del centro de acogida. Yanira cogía la gominola que le correspondía a su hermano, y, dando brincos de alegría, se la llevaba a lo alto del tobogán. Florentino se relamía que era un gusto verle. El rato de las golosinas era para esos niños todo un paroxismo de felicidad. Lo malo era si aparecían los del campamento de verano comiendo helados. Surgían las envidias y los agravios comparativos. Los voluntarios sólo podían encogerse de hombros cuando los niños a su cargo les pedían helados; el presupuesto que la Consejería de Bienestar Social destinaba a este efecto no daba para más.
Un día Yanira se atrevió a acercarse a mi vera, y me dijo:
-¿Por qué estás siempre solo?
Yo me sentí profundamente conmovido, registré lo profundo de mi alma y respondí:
-Porque de niño no fui niño, y ahora, de hombre, me he hecho niño.
Ella no pareció entenderme. Se fue corriendo, con su usado vestido de florecillas, al encuentro de su hermano, que parecía contemplar, aunque sin ver, las acrobacias de las golondrinas crepusculares. Cuando se fueron, Yanira encontró el momento de dirigirme una de sus sonrisas de golosina.
No volvió a acudir a mi encuentro. Se diría que la habían advertido de los peligros de aproximarse a un hombre extraño y solitario. No obstante, cuando venía a jugar con el timón del barquito, siempre encontraba ocasión de dirigirme una sonrisa de complicidad. Y yo le daba gracias al sol por arrancar destellos a sus bonitos dientes de leche.
Y aparecieron de nuevo los niños del campamento de verano comiendo helados. Surgieron otra vez las quejas y las disputas entre los del centro de acogida... y otra vez, en respuesta, los encogimientos de hombros.
Una vez en la vida sentí que debía hacerlo; una vez en la vida lo hice... Me levanté del banco y me acerqué al kiosco de helados. Pedí que me llenaran una bolsa.
Luego fui al encuentro de uno de los voluntarios, le tendí la bolsa y le dije:
-Déles un helado a estos chicos.
Las nubes del crepúsculo se llenaron de chillidos de felicidad, de sonrisas de nata y bigotes de fresa y chocolate. Sentí que el corazón se me oprimía; pensaba que no era bastante. Los adultos que allí había me miraban con extrañeza. La vergüenza me hizo empezar a alejarme del lugar a paso quedo.
Mi mirada se prendió en Yanira. Estaba con su hermano en lo alto del tobogán, comiendo ambos con delectación sus respectivos helados. Sé que si me hubiera mirado en esta ocasión, mis ojos hubieran terminado por reventar de lágrimas. Ellos eran felices. En el vestido de florecillas primaverales cayeron algunas gotas de helado.
Huí de semejante emoción, y no volví a personarme en el lugar en días sucesivos. Ya había pasado la ola de calor.
Estarás a punto de hacer tu Primera Comunión, Yanira. ¡Ojalá las florecillas de la primavera no se hayan marchitado en el fondo de tu corazón... como una vez se marchitaron en el mío!
El jardinero de las nubes.
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