Ahora, al escribir estas palabras, es una hora avanzada de la noche y necesito que se me abran las puertas de la iglesita de Aldea. Se ven las vidrieras repujadas de plata de luna, pero es un fulgor que me despierta pavor en el interior de una iglesia solitaria. Aunque no lo merezca, desearía que se estableciese ese ambiente de luz atenuada propio de la Misa del Gallo.
Gracias, ahora está mejor.
Me he sentado en el último banco de la hilera más interna, cerca de la imagen de San Antón y su guarrillo, donde se ve todo y nadie te ve. ¿Y ahora qué? ¿Está Dios aquí? Sin duda, porque su milagrosa ubicuidad le permite estar acompañando incluso a este indigno. ¿Qué le puedo decir? No se me ocurre nada, si bien Él conoce mis pensamientos y mis necesidades mucho antes de que yo se los formule. ¿Le pareceré un hijo digno? Indudablemente, su amor de Padre llega a eso y mucho más. Y yo, ¿qué me parezco a mí mismo? Indudablemente, mucho menos de lo que El piensa de mí. Es que mis pecados son un lastre inmenso en el fondo de mi alma, y no soy en apariencia de virtudes lo que algunos me quieren atribuir. Tengo mucha necesidad de perdón. Lo que me vale es que mis pecados no han trascendido las paredes que me cobijan, ni siquiera las fronteras de mi pensamiento. Pero, seamos positivos, virtudes tampoco me faltan.
Señor amado, ¿cómo estaríamos si siguiésemos solos Tú y yo, y yo no hubiera abierto la boca en este foro de la tierra añorada? Acaso nos encontrásemos en un momento de tanta paz como el que estamos pasando entre los silentes muros de esta iglesita de Aldea, por la que no dejo de suspirar. Quiero creer, sin embargo, que yo me encontraría más triste de lo que ahora me encuentro, que ya es casi nada. Seguro que no conocería a tantas gentes maravillosas como las que ahora he tenido la fortuna de conocer, y a quienes estimo, en honor de Jesús, como si fueran superiores a mí mismo (Flp 2, 3).
Yo, al principio, no quería expresar todo lo que se me viene a la cabeza como por ensalmo, pero me hiciste ver, Dios amado, que mi alma tenía que ser una cascada y no un mero hilillo de agua; por mucho caudal que tenga la cascada, jamás se agota (no habiendo sequías pertinaces, claro está), y algo similar podría ocurrir con mis pensamientos. Ayúdame, Señor, porque mis defectos son muchos y sin tu auxilio me quedaré tirado en la cuneta, aunque eso es lo que tendrá que suceder algún día: el jardinero no puede ser eterno; las nubes nunca han necesitado jardinero, y bien pueden prescindir de mis cuidados en lo sucesivo.
El sueño me asedia. Realmente estoy muy cansado, y desde que soy el jardinero las siestas han terminado para mí y las noches se han hecho muy cortas. Pero más allá de estas palabras hay voces que me necesitan tanto como yo las necesito a ellas. Esto nunca me había pasado: ser útil a alguien desconocido, y, en el nombre de mi señor Jesucristo, intentaré dar cumplimiento a este cometido.
Los párpados me pesan como sendos peñascos. La luz atenuada de la misa de Nochebuena va adelgazando en mi iglesita. Sueño, acude a mí.
Algún día me iré. El jardinero no es eterno. Estoy muy cansado.
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
... cada nuevo amigo que ganamos en la carrera de la vida nos perfecciona y enriquece, más aún que por lo que él mismo nos da, por lo que de nosotros mismos nos descubre...
Unamuno.
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