sábado, 9 de agosto de 2008

Los diez números de Dios (VII): 21 = Ehyeh (seré; "ehyéh asher ehyéh", es decir, soy el que soy)







"No de de callar en tanto que no esculpa mis poesías,

encima de las tablas del corazón del mundo

para que no se borren" (Selomó ibn Gabirol).

Nueve siglos cuentan ya estos versos escritos por un autor judío de Zaragoza, y encierran por cierto una gran verdad: tal es el anhelo del poeta. Has de saber que, pese a lo que digan por ahí de mí, yo no me considero poeta, por cuanto no reconozco en mí la facultad de elaborar versos... Seré lo que sea que Dios quiera que sea.

Me di cuenta de que había crecido cuando me llegó el momento de atender a mi formación universitaria. Ya hasta me afeitaba el bozo, que crecía duro e hirsuto. Tuve que dejar la tierra donde reposabas, para explorar las innumerables calles de la urbe madrileña. Mudé los atardeceres de la Higuera por las puestas de sol en el parque del Templo de Debot. Y sí, desde las primeras veces, me declaré enamorado de las bellezas del Madrid de los Austrias. Empecé a leer como nunca antes lo había hecho, y de la lectura surgió la escritura. No frecuentaba las fiestas universitarias; prefería dedicar mis ratos libres a patear el Madrid castizo y literario. El entusiasmo que me embargaba hacia la literatura, crecía sin parar. Una vez mi desatino me llevó a la plaza de Pontejos, al lado de la famosa mercería del mismo nombre; miré todas las fachadas de en derredor, tratando de adivinar cúal sería el balcón de Juanito Santa Cruz, uno de los protagonistas de "Fortunata y Jacinta", la celebérrima novela de Benito Pérez Galdos. Yo andaba siempre al olor de los libros viejos, y frecuentaba los lugares donde sabía que los encontraría... Y no era el único que lo hacía, como te paso a contar inmediatamente.

Fue una de las épocas mágicas de mi solitaria juventud. "Violeta", así la bauticé para mi fuero íntimo. Ella no lo sabía, pero andaba mis mismos pasos: las mismas horas, los mismos lugares..., y eso en una ciudad tan enorme como el Madrid otoñal. No recuerdo si empezó a atraer mi atención en la plaza de la Cebada o en los tinglados de la Cuesta del Moyano. Se la veía tan sola como yo, pero no pareció darse cuenta de mi presencia las muchas veces que me topé con ella; llevaba los ojos como metidos para dentro. Las hojas caían de los castaños de indias del Paseo del Prado, y ella llevaba una boina parisina de color rojo y un echarpe de cachemir naranja; su falda era marrón, y calzaba botas de media caña. Me encantaban sus gafas de concha, que encerraban el azul de sus ojos. Las pecas se asentaban caprichosamente por todo su rostro, a fuer de pelirroja, y sus labios revelaban una belleza que no necesitaba realzarse con el carmín. Calculo que tendría unos tres años más que yo.

Una vez la descubrí en los jardines de Sabatini, escribiendo en un cuaderno de tapas azules. La expresión de su rostro dejaba entrever elevaciones poéticas. Estaba sola, y yo me moría por decirle que yo también estaba solo. ¡Qué envidia de los gorriones, que se acercaban a menos de un paso de ella! Creo que siguiendo de cerca a Violeta, descubrí muchas bellezas y rincones ocultos del Madrid de los Austrias. Por ella supe de la existencia de la Casa del Libro, en la Gran Vía, donde, con mis magras economías, adquirí auténticos tesoros literarios en el sótano de las ofertas. Por las noches, yo leía incansablemente, a efectos de adquirir el oportuno barniz cultural para que Violeta no me considerase un mentecato si alguno de esos días formaba conversación con ella.

Un día la vi meterse en el Ateneo de la calle Prado, y me dio vergüenza seguirla, porque se veía que aquél era un sitio principesco y nunca me sentí muy seguro con las ropas humildes que llevaba; realmente, nunca me ha abandonado la sensación de vestir ropas viejas y miserables.

Estuve un rato frente a la portada del Ateneo, esperando a que Violeta saliera, pero el aburrimiento me venció y me fui a hacer una visita a la cercana iglesia de Jesús de Medinaceli... Con el asunto de Violeta, tenía a Dios un poquito descuidado.

Durante el siguiente mes me fue imposible encontrarme con Violeta. Yo atribuía semejante circunstancia al mal tiempo, porque llovía de lo lindo. De esta suerte, me fijaba en todos los rostros que se cruzaban en mi camino, buscando ansiosamente las facciones de Violeta. Frecuentaba todos los lugares que le eran gratos. Avistaba los rostros de las personas que navegaban a bordo de las barcas del estanque del Retiro. Hasta recorrí las espesuras del jardín botánico a la espera de toparme con su grata figura tras uno de los floridos arriates. Subí en otra ocasión por la calle Génova hasta el barrio de Chamberí, donde descubrí la belleza de la iglesia de la Milagrosa. ¿Dónde estaba Violeta? No podía haber desaparecido de mi vida sin haber tenido la oportunidad de hablar con ella... Perdí la esperanza del reencuentro. Seguí mi exploración sin rumbo de los rincones del Madrid añejo. Y seguí leyendo y escribiendo sin descanso... Violeta...

Un año después, mis pasos me condujeron a la plaza de Santa Ana, con sus entrañables comercios ambulantes. Yo volvía de la calle de los Libreros, donde había comprado un texto universitario que me había costado un riñón y medio en el sitio más barato, esto es, la librería de la Felipa, y eso que la amable señora repartía caramelos para endulzar tan rotundos desembolsos. Empecé a dar paseos al acaso por los tinglados de la plaza de Santa Ana. Era una dorada tarde de otoño. Hubo un instante en que la respiración se me cortó. ¡Violeta! Su boina parisina y su echarpe inconfundibles. Más hermosa que nunca. Pero ya no iba sola: iba abrazada a un joven del que sólo recuerdo su tupé engominado. Me quedé quieto en el sitio, con el corazón encogido. Pasaron por mi lado, y Violeta ni siquiera me miró. Otra oportunidad de la vida que desaproveché. Se fueron, y no volví a verlos nunca más...

Me fui a contarles mis cuitas a los patos del estanque del Palacio de Cristal. Era otoño, y se veían ardillas correteando por las ramas de los olmos. Cogí el libro que había comprado y me puse a leer. Yo era el que era: si la vida real no me favorecía con sus placeres, yo sabría disfrutar de los placeres de la vida interior. ¡A leer todo lo que se pusiera delante de mis ojos! ¡A pasear y a no forjarme ilusiones con respecto a mis relaciones con el prójimo! Leer, leer, leer... Yo era el que era... Leer, leer, leer.

Así fue cómo se formaron las raíces literarias de mi alma. Sin ti y sin nadie más, sólo me quedaba leer como si la vida me fuera en ello. Vértigo me produce el imaginarme todo lo que habré leído en esta vida: en los años en los que aún estabas con nosotros y en tu ausencia.

Y si me preguntaran por qué fue así, yo respondería de un modo similar a como Dios respondió a Moisés en la zarza ardiente: "Porque yo era el que era".

El jardinero de las nubes.



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