"Piensa que aunque llegaras a perder a todos tus seres queridos, Dios estaría siempre contigo".
Abajo era el llanto y el crujir de dientes, mientras preparaban tu capilla ardiente. Yo no podía canalizar la sorpresa que luego se transformaría en dolor perecedero y después en sufrimiento imperecedero. Busqué, pues, los altos de la casa. Los cielos del invierno semejaban un lago oscuro y profundo sembrado de diamantes, estrellas tan frías como el frío que me oprimía el corazón como entre tenazas.
Sabía que en cuanto te depositaran en la capilla ardiente, los mares se llenarían con mis lágrimas y las de todos los demás. ¿En qué estrella estaría tu nueva morada? Era vital para mí que me escucharas. Nunca supe si oíste mi voz, pidiéndote que volvieras; la vida se me antojaba demasiado áspera para vivirla apartado de ti.
También le supliqué a Dios..., y no oí la respuesta que yo deseaba. Un insulto hacia Él pugnaba por salir de mis labios temblorosos. Me sentía como Jesús en el alero del templo: seguir a Dios o apartarme de Él para siempre; convertirme en el mejor o en el peor de los hombres... ¿Qué hacer cuando el sol que alumbraba mi vida se había apagado, supuestamente para siempre?
No sé si llegaste a verme desde tu nueva morada o llegaste a saber que mis piernas flaquearon. Caí de hinojos ante el resplandor de las estrellas, y mis labios no alumbraron ninguna promesa; la promesa salió escondida entre las lágrimas que acerté a derramar... Aunque entonces yo no podía saberlo, ya estaba todo decidido.
Abajo me esperaba añadir mi dolor al de los demás, y sabes que nunca me gustó trabajar en equipo. Pero al fin y a la postre tendría que hacerlo, y acaso encontrara consuelo y yo pudiera darlo a mi vez... Y fue irte tú y empezar a conocer la mentira y el fingimiento de las gentes cercanas.
No sería la última vez que subiría a dibujar con mis dedos caminos entre las estrellas. Y también le cogería el gusto a bañarme con los tibios rayos de luna. Y tras muchos años de noches bajo los cielos de Aldea, adquirí la certidumbre de haber ganado más que lo que había perdido... Perdí tu voz y la luz de tu mirada, pero gané tu presencia y la presencia de Dios, a quien tanto tú querías. A día de hoy, continúan los baños de luna y los dibujos sobre el fondo de las estrellas. Tan distinto entonces, tan igual ahora.
Sin ti mi vida estaba condenada (bien lo sabías), y por ello, antes de bajar a la capilla ardiente, le propuse a Dios un trueque: mi alma a cambio de la tuya, mi vida a cambio de la tuya. Y fue placentero pensar que mientras tu alma volvía y la mía iba, se cruzarían en un punto del camino de los cielos y me sería permitido decirte con mi propia voz lo que mi cortedad nunca me permitió decirte en nuestra vida terrena, las palabras que nunca se deberían pronunciar en vano:
"¡Te quiero y siempre te he querido!".
El jardinero de las nubes.
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