sábado, 9 de agosto de 2008

Los diez números de Dios (VI): 86 = Elohim (Dios de la creación, manifestación de las fuerzas de la Naturaleza)







"En la casa de mi Padre hay muchas moradas" (Jn 14, 2).

¡Cuánta razón tenía Jesús cuando pronunció estas palabras! Habrá quien vea Aldea como un pedacito insignificante del ancho mundo, pero has de saber que sus paisajes me satisficieron por completo. Me hice caminante solitario, ya fuera a pie o en bicicleta. Me encontraba a muy poca gente en mis paseos, porque siempre escogía las horas en que los campos estaban solitarios y perezosos. Pateé trochas y senderos arcillosos; escuché el arpa plateada de los eucaliptos de la Higuera; me recosté en los esmaltados prados del Cortijillo; subí a los redondeados collados del Berrocal; vi el sangrar del cielo vespertino en los roquedales de la Cueva del Alguacil; me metí en las aguas gélidas de los Baños del Barranco; exploré las soledades de la cueva de la Minilla, donde brota en silencio una charca de agua agria; escuché el canto de la codorniz en los olivares del Bosque de las Aceitunas; calmé mi sed en la fuente del Diejo; visité las tierras feraces de Buenvecino y de Corral Moreno; subí al cerro del Convento y vi el mundo del tamaño de una hormiga; atravesé los cordales de los Cerros de Poniente; y me escondí tras los baluartes rocosos de la cima del Castillejo.

En mi mente pervive el recuerdo de las veces en que paseábamos por las inmediaciones de la fuente del Chorrillo. Tú sabes que siempre nos ha gustado la vista del agua, y no es que en nuestra tierra abunden precisamente los humedales. Muchas veces te vi contemplando el curso del río Jabalón en un rapto de fascinación: nunca olvidaré la expresión de tus ojos cuando miraban cómo el agua corriente se desgranaba en las piedras. Eran los tiempos en los que aún no existía el embalse de la Vega del Jabalón; eran los tiempos en los que tu sonrisa destellaba bajo la luz vernal de nuestra tierra. Tú me enseñaste un remanso oculto del río, confinado en una especie de graderío de piedra caliza, donde las aguas no exhibían la menor arruga y compartían la misma tonalidad con el cielo de la primavera. En el aire flotaba el jovial rumor de las alas y la dulce tibieza de los nidos en todo su mayor bullicio. El sol perforaba las nubes de gloria, y al reverberar en la superficie de nuestro remanso daba cuenta de la mirada de Dios. ¡Qué bonito fue! Estábamos lejos de saber que sería nuestro último paseo juntos por los parajes de la fuente del Chorrillo.

Desde entonces, siempre me acompañó el deseo de buscar el misterio de la mirada de Dios en la superficie de las aguas; aunque soy animal de secano, mi imaginación está poblada de horizontes marinos y de espejos de lagos profundos y azules, costeados por bosques apiñados en los que reina una penumbra nocturna y los pájaros emiten sus embriagadores arpegios. Cuando veo grandes extensiones de agua, siento el poder del Dios de la creación. Con razón Jesús dijo a Nicodemo que nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu.

Ya habían pasado dos años desde tu ida, y regresé a los parajes de la fuente del Chorrillo. Era una suave tarde de invierno. En una esquina del cielo había unos restos de nubes con los que el sol encendía su brasero. Me puse a caminar por una lengua de tierra que dividía en dos ramales el cauce del río Jabalón. Una de las orillas aparecía festoneada por masiegas, juncales y otras plantas de ribera; por la otra orilla discurría el camino en cornisa que conduce a la fuente. Ya se presentía la primavera por los alrededores, y con los rayos del sol se atrevían a asomar algunas cercetas y zampullines. En la lengua de tierra se alzaban unos cuantos álamos temblones de altura más bien baja, cuyas ramas, todavía ausentes de hojas, rutilaban con una aureola de polvo solar. El agua soltaba variado registro de murmullos entre los verdes juncos... Estoy convencido de que te hubiera gustado acompañarme en ese paseo.

"Al otro lado del río y entre los árboles, al otro lado del río y entre los árboles", iba yo salmodiando mientras caminaba sobre el barro y la hierba menuda de ese paraje ribereño. Sí, con razón te suena: es el título de una maravillosa novela de Ernest Hemingway. Yo no la había leído todavía; desconocía los detalles de la triste historia de amor del moribundo coronel Cantwell y de la bella y joven Renata. Acaso yo invocara al amor cuando, flanqueado por los dos ramales del río Jabalón, iba murmurando el título del libro: "Al otro lado del río y entre los árboles, al otro lado del río y entre los árboles". Es posible que supieras lo necesitada de amor que andaba mi juventud. Un joven que se perdía por las sendas de los ríos y que no frecuentaba los lugares que frecuentaban otros jóvenes.

Llegué al sitio de un tocón, muy cerca de nuestro remanso. Miré al Este, y me topé con la vista de los cerros perfumados de tomillo y labiérnago; también se columbraban las hendiduras rojas que dejó la explotación de las minas de plata y manganeso en tiempos de los romanos; asimismo, en un término más cercano, descollaba la imagen de la construcción en forma de domo que protege el manantial del Chorrillo, cuya agua agria es de las de sabor más punzante que he probado. Luego la mirada de mis ojos revirtió al espejo del remanso; el sol poniente lo había convertido en una lámina de oro candente. Y sentí de nuevo la ausencia de amor que presidía mi juventud. Soñaba que entre los juncos surgiría una náyade de los ríos y con sus encantos me haría explorar otros cielos desconocidos. En un olivar cercano una becada dejaba oír su tímida melodía. Cogí una piedra de la orilla, cubierta de musgo, apoyé la frente en su rugosa superficie, cerré los ojos y lentamente la noche fue avanzando. ¿Cuál era el deseo que formulé? ¿No lo sabrás tú por ventura, porque lo cierto es que se borró de mi memoria?

Abrí mis ojos, y el sol ya empezaba a morder la raya del horizonte. Los sonidos menguaron, y sólo quedó el rumor de la corriente del río. Me puse en pie, premioso, y retorné a casa.

¿Cuántos son los caminos de la vida? ¿En qué lugar apartado no se percibirá la presencia de Dios? ¿Y cuál es el camino que me llevará a ti después de tantos años?

El jardinero de las nubes.


2 comentarios:

Terechuli dijo...

Verdaderamente es una carga ser un ave raris, un extraterrestre en tu propio pueblo, y que así te consideren por ir a contracorriente desde los primeros atisbos de la juventud, cuando uno se reafirma y decide el camino. Pero, ¿Cómo evitar lo que está escrito y cómo declinar la voluntad?

Anónimo dijo...

Que escrito mas hermoso!!!😃 Lo narras con lindisimos detalles. Te dejo un abrazo. .........................