Llegó al hospital con sólo un cuarenta por ciento de oxigenación en sangre. Tenía los pulmones encharcados y las radiografías no podían revelar si había algo maligno que crecía allí dentro. Había que esperar, mis rezos no podían cesar. Mi madre y yo pasamos a verlo en la camilla de urgencias. Le habían puesto la mascarilla de oxígeno. Si no fuera tan dramática la situación, me hubiera dado por reír: mi padre parecía un elefantito con su trompa de plástico y sus ojos saltones.
Mi madre no supo controlar su emoción, sin ser consciente de que en la vida se presentan ocasiones en las que es mejor morderse la lengua para no causar daño ajeno.
-¡Cuántas veces te lo dije! ¡No fumes, no fumes!... ¡No sabemos la que te has liado!
Fue entonces cuando los ojos de mi elefantito se cuajaron de lágrimas. No podía hablar, pero corrieron arroyos por sus mejillas mal afeitadas. Yo le tomé la mano, y, asombrado de mi propia seguridad, le dije:
-Te vas a curar.
Mi madre no quiso creerlo. Empezó a hacer planes contando con lo peor. Me vi obligado a cortar el hilo de sus reflexiones.
-Va a salir de ésta. Se lo he pedido a Dios encarecidamente. Debes tener fe.
Creo que aquélla fue una de las ocasiones en que mi madre dejó de verme como un niño. Su mirada se tornó indescifrable.
-Tengo fe…
Trasladaron a mi padre a planta. Enseguida comenzaron a suministrarle antibióticos por vía intravenosa. A los pocos días, los pulmones se le aclararon, permitiendo el examen radiológico. Abordé en el pasillo al médico que lo atendía.
-Dígame, doctor, si mi padre tiene cáncer.
-No se le ve cáncer. Lo que tiene es una pulmonía como un piano.
Fue volver a la vida, pasar de las tinieblas a la más hermosa luz. El susto fue descomunal, y le sirvió de escarmiento a mi padre: prometió no volver a fumar nunca más.
Aquella quincena en el hospital nos sirvió para estrechar nuestros lazos. Paseábamos juntos por el pasillo tomados del brazo. Comentábamos los programas de televisión. Bebíamos agua hasta empanzarnos. Incluso nos permitíamos bromear con las enfermeras. Empezamos a mantener largas charlas. Nos reíamos hasta del patuco que empleaba para aliviar esfínteres. A cada momento le preguntaba en plan de guasa cómo se llamaba ese dispositivo, y él algunas veces me respondía “Patuco” y otras “Patito”. Me seguía, haciendo gala de un fingido estoicismo, todas las bromas que daban amenidad a nuestra estancia en el hospital… Estábamos muertos y habíamos resucitado.
Vino aquel familiar de todos los diablos, regodeándose de verle encamado y vaticinando que no pasaría un mes sin que retomara el vicio del tabaco. Mi padre empezó a alterarse tras su mascarilla de oxígeno. Entonces hice uso de la diplomacia más exquisita para cortar esa conversación y hacer que el intruso se fuera antes de la hora. Me había llegado el tiempo de erigirme en defensor de mis padres.
Todavía no le habían dado el alta a mi padre cuando ciertos asuntos ineludibles me obligaron a ausentarme. Durante mi viaje en automóvil, me causó extrañeza no llevarle en el asiento del copiloto; acaso por eso nunca me ha gustado conducir solo. A través del teléfono supe que la cosa iba sobre ruedas; el alta ya estaba firmada y un taxi iba a llevar a mis padres a casa. En quince días había que volver al hospital para una revisión rutinaria.
Creció en mi corazón el deseo de reencontrarme con mi padre, y aquellos días de ausencia se me hicieron interminables. ¡Qué alegre me sentía el día del regreso! Ya mediaba el mes de abril, y el tiempo se volvió de veras hermoso. Los árboles de los extremos de la carretera rompían sus yemas para liberar las hojas de un verde esmeralda. La impaciencia me devoraba. Tuve que obligarme a prestar atención a las normas de tráfico.
Por fin llegué. Desde la calzada vi a mi padre sentado al sol del balcón de casa, rodeado de flores y plantas recién regadas. Atroné con el claxon toda la calle... Mi padre estaba muy delgadito. Lo estreché entre mis brazos tan pronto lo tuve delante. Yo ya era un hombre fornido, y me impactó la fragilidad de su cuerpo convaleciente. Se sentía muy cansado; sus palabras eran las justas y necesarias. Me prometí no volver a descuidar el cariño de mi padre.
-¿Ha trabajado usted en una mina? –le preguntó el neumólogo cuando fuimos a la revisión.
-No –respondió sin poder ocultar su asombro.
El neumólogo nos enseñó una radiografía en la que aparecían los pulmones de mi padre constelados de espículas blancas, parecidas a las que muestran los enfermos de silicosis. Para nuestra tranquilidad, no eran mortales y en principio se podían achacar a casi medio siglo de tabaquismo. Llevando una vida sana y acudiendo a revisiones periódicas, no debían de temerse complicaciones.
Salimos muy contentos de la consulta de neumología. Había corrido el riesgo de perder a mi padre y Dios me lo había devuelto. Era una lección que no se me iba a olvidar fácilmente.
Mi madre no supo controlar su emoción, sin ser consciente de que en la vida se presentan ocasiones en las que es mejor morderse la lengua para no causar daño ajeno.
-¡Cuántas veces te lo dije! ¡No fumes, no fumes!... ¡No sabemos la que te has liado!
Fue entonces cuando los ojos de mi elefantito se cuajaron de lágrimas. No podía hablar, pero corrieron arroyos por sus mejillas mal afeitadas. Yo le tomé la mano, y, asombrado de mi propia seguridad, le dije:
-Te vas a curar.
Mi madre no quiso creerlo. Empezó a hacer planes contando con lo peor. Me vi obligado a cortar el hilo de sus reflexiones.
-Va a salir de ésta. Se lo he pedido a Dios encarecidamente. Debes tener fe.
Creo que aquélla fue una de las ocasiones en que mi madre dejó de verme como un niño. Su mirada se tornó indescifrable.
-Tengo fe…
Trasladaron a mi padre a planta. Enseguida comenzaron a suministrarle antibióticos por vía intravenosa. A los pocos días, los pulmones se le aclararon, permitiendo el examen radiológico. Abordé en el pasillo al médico que lo atendía.
-Dígame, doctor, si mi padre tiene cáncer.
-No se le ve cáncer. Lo que tiene es una pulmonía como un piano.
Fue volver a la vida, pasar de las tinieblas a la más hermosa luz. El susto fue descomunal, y le sirvió de escarmiento a mi padre: prometió no volver a fumar nunca más.
Aquella quincena en el hospital nos sirvió para estrechar nuestros lazos. Paseábamos juntos por el pasillo tomados del brazo. Comentábamos los programas de televisión. Bebíamos agua hasta empanzarnos. Incluso nos permitíamos bromear con las enfermeras. Empezamos a mantener largas charlas. Nos reíamos hasta del patuco que empleaba para aliviar esfínteres. A cada momento le preguntaba en plan de guasa cómo se llamaba ese dispositivo, y él algunas veces me respondía “Patuco” y otras “Patito”. Me seguía, haciendo gala de un fingido estoicismo, todas las bromas que daban amenidad a nuestra estancia en el hospital… Estábamos muertos y habíamos resucitado.
Vino aquel familiar de todos los diablos, regodeándose de verle encamado y vaticinando que no pasaría un mes sin que retomara el vicio del tabaco. Mi padre empezó a alterarse tras su mascarilla de oxígeno. Entonces hice uso de la diplomacia más exquisita para cortar esa conversación y hacer que el intruso se fuera antes de la hora. Me había llegado el tiempo de erigirme en defensor de mis padres.
Todavía no le habían dado el alta a mi padre cuando ciertos asuntos ineludibles me obligaron a ausentarme. Durante mi viaje en automóvil, me causó extrañeza no llevarle en el asiento del copiloto; acaso por eso nunca me ha gustado conducir solo. A través del teléfono supe que la cosa iba sobre ruedas; el alta ya estaba firmada y un taxi iba a llevar a mis padres a casa. En quince días había que volver al hospital para una revisión rutinaria.
Creció en mi corazón el deseo de reencontrarme con mi padre, y aquellos días de ausencia se me hicieron interminables. ¡Qué alegre me sentía el día del regreso! Ya mediaba el mes de abril, y el tiempo se volvió de veras hermoso. Los árboles de los extremos de la carretera rompían sus yemas para liberar las hojas de un verde esmeralda. La impaciencia me devoraba. Tuve que obligarme a prestar atención a las normas de tráfico.
Por fin llegué. Desde la calzada vi a mi padre sentado al sol del balcón de casa, rodeado de flores y plantas recién regadas. Atroné con el claxon toda la calle... Mi padre estaba muy delgadito. Lo estreché entre mis brazos tan pronto lo tuve delante. Yo ya era un hombre fornido, y me impactó la fragilidad de su cuerpo convaleciente. Se sentía muy cansado; sus palabras eran las justas y necesarias. Me prometí no volver a descuidar el cariño de mi padre.
-¿Ha trabajado usted en una mina? –le preguntó el neumólogo cuando fuimos a la revisión.
-No –respondió sin poder ocultar su asombro.
El neumólogo nos enseñó una radiografía en la que aparecían los pulmones de mi padre constelados de espículas blancas, parecidas a las que muestran los enfermos de silicosis. Para nuestra tranquilidad, no eran mortales y en principio se podían achacar a casi medio siglo de tabaquismo. Llevando una vida sana y acudiendo a revisiones periódicas, no debían de temerse complicaciones.
Salimos muy contentos de la consulta de neumología. Había corrido el riesgo de perder a mi padre y Dios me lo había devuelto. Era una lección que no se me iba a olvidar fácilmente.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
3 comentarios:
me impresiona notoriamente como puedes graficar a traves d tus situaciones tan personales, lo cual conmueve a cualquiera que lo lea. En mi caso, el tiempo me ha vuelto mas reservada y me es dificil expresar situaciones parecidas. Felicitaciones por tener una alma tan buena. besos
Siempre consigues con tus relatos hacer que viva la historia en una especie de primera persona...sintiendola como si hubiera estado ahi...
Me ha impresionado la escena del hospital, la del llanto...Esa en que cuando ya no tiene remedio, cuando te das cuenta de tu error(en este caso, fumar), y lo único que deseas es olvidar, alguien te recuerda que lo cometiste y que ya nada puedes hacer para remendarlo... Solo queda llorar,ante unas palabras que se clavan en el alma..Llorar en una forma callada de pedir ayuda... Uno se siente hundido, sin salida, se siente el fracaso en conjunto, por un solo hecho, que rompe todo. Nada puedes hacer... y justo lo percibes, cuando peor estás, cuando peor te sientes... Y es entonces cuando se necesita una mano amiga. Cuando buscas desesperadamente una mano tendida a la que agarrarte, que te haga vivir, y olvidar, al menos por momentos, un error sin remedio...una mano que aporte ese cariño que tanto se necesita en esos duros momentos...
Creo que tu padre tuvo suerte, pudo ver esa mano en ti... y aferrarse a ella, y recuperar ese cariño y dedicación. Imagino que debio ser muy importante. Una tabla de salvación, que nadie más que el propio interesado puede llegar a saber cuan importante y necesaria es...
Te felicito, como siempre, por el impresionante sentimiento que transmites y la naturalidad con la que elaboras tu relato.
Y te felicito también por ese amor que supiste desprender en el momento en que quizá más se necesitaba. Por tu entereza y tu firme protección, en ese duro momento, en el que no se necesitan críticas, sino apoyos.
Es dificil dar el primer paso para recuperar un cariño distanciado. Pero el resultado,generalmente es muy gratificante. Me alegro que asi fuera.
Un abrazo, amigo.
Nubbbe.
Jardinero, me alegra saber que todo fué bien Gracias a Dios.
Debió de ser muy duro para tí ese periodo en el que tu padre estuvo enfermo y aún así conservabas la fuerte fé en Dios que tenías entonces y sigues teniendo.
Con todo el cariño que le diste tu padre se fué reponiendo poco a poco y le demostró todo lo que le querías y demostrarle lo que quieres tanto a un padre como madre, hermanos etc... es muy importante para que sepan que siempre vas a estar ahí cuando más te necesiten.
Espero impaciente tu siguiente relato. Un Abrazo Enorme Jardinero, No cambies nunca.
Pluma de Pintura.
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