Dedicado a todos los que comercian con milagros, jugando con los sentimientos del género humano
Leovigildo Gómez, de profesión albañil, estaba repasando los tejados del ayuntamiento, que habían quedado bastante malogrados tras las lluvias del pasado invierno.
Comenzaba la tarde con un sofocante estallido de calor. Los tejados del pueblo chispeaban con cegadores colores de rocas volcánicas. Muy cerca de Leovigildo, zumbaba la antena de comunicaciones.
Su inquietante mezcolanza de geometrías elíptica, hiperbólica e icosaédrica. El último grito tecnológico, capaz de sintonizar todas las emisoras de radio y televisión del planeta. Vibraba con la menguada sonoridad de un mosquito en el delgado aire de la tarde de agosto.
Leovigildo entornó los ojos. A lo lejos, por la curva del camino que entraba al pueblo, un hombre alargaba su sombra a espaldas del sol.
Leovigildo tenía vista de lince y reconoció su traje del color del polvo, su sombrero arrugado por el constante uso y el sudor y las huellas de sus zapatos claveteados. Estaba a punto de entrar en el pueblo por el pequeño soto plantado de eucaliptos de plata.
Al otro lado del camino, junto a la curva del río, se alzaban los altos cipreses del cementerio. El caminante se detuvo un instante allí, sopesando con la mirada, salvando los bardales con la imaginación, acaso repasando las vidas que se quedaron aprisionadas en la soledad de las tumbas. Luego siguió caminando.
Leovigildo dio por concluido su trabajo por ese día, y marchó a su casa para refugiarse del asfixiante calor de la siesta. Su mujer le preguntó qué tal le había ido el trabajo.
-He visto a un extraño forastero entrando en el pueblo –explicó masticando el guiso de liebre que ella le había apartado-. Y se quedó mirando la tapia del cementerio.
-Será otro vagabundo como tantos que pasan por el camino –dijo Rebeca, que así se llamaba ella.
-Eso será –asintió Leovigildo, atacando al cabo un pedazo de carne.
En el pueblo se estableció el silencio de la siesta. Hasta las cigarras interrumpieron su cántico. Las hormigas se refugiaron en sus nidos. Los pájaros buscaron ramas y aleros hasta que llegara la hora de las golondrinas. La tierra tosía el calor del verano.
-¡El resucitador! ¡Resucito los muertos a un módico precio!
La voz se propagó por las callejas de en derredor, rebotando en los muros de cal y polvo. Muchos párpados se abrieron como por ensalmo. La siesta de los habitantes del pueblo se vio bruscamente interrumpida.
-¡Resucito sus muertos por veinticuatro horas!
Empezaron a surgir cabezas somnolientas por los huecos de las ventanas.
-¡Cállate, loco!
-¡Vete a freír espárragos!
Leovigildo también se asomó. El hombre que iba pregonando su increíble talento era el vagabundo que vio desde el tejado del ayuntamiento. El sombrero establecía un cerco de sombra en torno a sus ojos. Su traje parecía haber sido confeccionado con retales de sacos terreros.
-Pónganme a prueba –dijo con la mirada abatida-. De verdad que puedo resucitar a sus muertos. Podrán estar y hablar con ellos por espacio de veinticuatro horas. Los verán con el mismo aspecto que tenían el día que murieron… Todo al módico precio de cincuenta euros.
Dejó que sus brazos colgaran bajo el sol de justicia que estaba cayendo sobre la tierra. Apenas si se percibía su respiración. Se quedó expectante.
-¿Éste es el hombre que decías? –preguntó la mujer de Leovigildo.
-Sí –respondió él, sin desviar la mirada del mencionado.
De una de las puertas salió una mujer como de cuarenta años, avivada por la prisa. Se abalanzó al encuentro del desconocido. Y, faltándole el aliento, le dijo:
-¿Podría resucitarme a mi hija?
Se trataba de Inés Cabrera. Su hija (del mismo nombre) había muerto hacía casi diez años, víctima de una insuficiencia cardíaca. Tenía entonces doce años.
El desconocido miró a la desconsolada madre de pies a cabeza; había un extraño poder en sus pupilas.
-Págueme, y en cuanto anochezca llamarán a su puerta. Y entonces…
Inés Cabrera le tendió un billete de cincuenta euros.
-Yo me llamo Pablo, y a cambio de este dinero su hija estará con usted por veinticuatro horas.
Algunas voces rompieron a abuchear. Veían un farsante donde Inés Cabrera sólo veía la única esperanza que le quedaba en esta vida de recuerdos y días melancólicos.
Pablo, el hombre que ofrecía la resurrección de los difuntos a cambio de dinero, tomó el camino del río. Se había guardado el dinero dentro de la badana de su sombrero.
Leovigildo echó una mirada dubitativa a su esposa.
-¿Nosotros podríamos…?
-¡Ni se te ocurra, Leovigildo! –le cortó en seco ella-. Los milagros son imposibles.
Leovigildo buscó con la mirada un lugar en la repisa de la chimenea. Allí estaba el retrato de su hermano Antonio, tristemente fallecido al caerse de un andamio no hacía siquiera un año. Era su hermano pequeño, y nunca lo había tratado lo que se dice bien, pese a lo cual Antonio siempre le había profesado cariño a cambio de aspereza.
Las ventanas del pueblo volvieron a cerrarse. El sol inició su lenta carrera hacia los montes del ocaso.
Llegó la hora en que todo eran rayos de sangre y nubes inflamadas de oro. Nadie distinguió a lo primero una especie de sombra deslizándose por calles solitarias. Unos cabellos de jovencita se columpiaban con la brisa vesperal. Su vestido, que semejaba una túnica de vapor, jugaba con las inciertas tonalidades del atardecer.
Al final tuvieron que verla, cuando atravesó la calle donde vivía Inés Cabrera. Un silencio profundo se adueñó de todo el pueblo. Los vencejos suspendieron sus vuelos vespertinos. Tan sólo se percibía el callado murmullo de la antena del ayuntamiento.
La presencia llamó a la puerta de la madre nostálgica. Inés Cabrera acudió a abrir. ¡Era su hija difunta!
-¡Inés, amor mío! –exclamó al tiempo que se abrían las esclusas de sus ojos.
Acto seguido, aprisionó a su insólita visitante en un abrazo pasional, y la arrastró al interior de la casa. La puerta se cerró con un seco estampido.
-El resucitador dijo la verdad –hubo quien comentó al colmo de su asombro.
Leovigildo se quedó muy perplejo, e intentó que su pensamiento hallara una explicación a tan singular fenómeno.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
Tus cuentos siempre están llenos de bellas y misteriosas estampas del romanticismo literario que me cautivan.
Las descripciones, como siempre, exquisitas, tan plásticas que se puede sentir el bochorno de ese verano castigando caminos polvorientos, o ese atardecer sangrante.
En cuanto al desarrollo de la trama del cuento, introduces elementos supuestamente predecibles que, posteriormente siempre me acaban sorprendiendo, y esta vez, creo que la sorpresa sigue garantizada.
Como siempre, tu prosa es magnífica, es un verdadero placer leerte. Esperaré atenta los senderos de este caminante que tengo la impresión de que ha recorrido bastantes...
Un abrazo, Jardinero.
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