domingo, 24 de abril de 2011

Cuentos urbanos: El resucitador (II) - Comercio de milagros


Pablo, el hombre que podía resucitar a los muertos, acudió al día siguiente, al mismo sitio, a la misma hora y haciendo la misma oferta. Esta vez fue una multitud la que se agolpó a su alrededor. Todos pedían que les resucitara a sus seres queridos.

-Pero no olviden que sólo será por veinticuatro horas –puntualizaba-. Al atardecer vendrán y se irán al atardecer.

Un hombre mayor, que tenía cerca de cien años y respondía al nombre de Tomás Alfaro, se abrió paso entre la multitud. Llegó junto a Pablo, y sus ojos del color de las aguas otoñales dejaron escapar un destello de esperanza. Tras sus labios de ceniza no había dientes, y sus palabras sonaron como un seco rumor de hojas.

-Mi familia… Mujer, hijos, nietos, todos murieron cuando se hundió el tejado de mi casa. Era una noche de invierno en que arreciaban huracanes. El tejado se encontraba en muy mal estado por tantas goteras. Fue culpa mía, debí repararlo… Escúchame, hombre, ángel o lo que seas: si en verdad puedes volver los muertos a la vida, hazlo con mi familia. No importa el precio que me fijes; te daré todo mi dinero si lo quieres. Y si luego es necesario, me iré con mis difuntos. Hace treinta años que los vi por última vez, y Dios aún me mantiene en esta vida absurda. No pude decirles cuánto les quería. Esta vez haré las cosas como es debido, hombre, ángel o diablo.

Brillaron lágrimas en los rostros de en derredor. Pablo tomó de los hombros al escuálido anciano y le dio un abrazo.

-Váyase a su casa, y espérelos al atardecer.

A continuación, Pablo tomó su camino de regreso. Como quiera que la gente aún le suplicaba la realización de nuevos milagros, dijo con acento tronante:

-Por hoy ya no puedo hacer más. Esperen a mañana.

Llegó el atardecer. La Naturaleza se silenció una vez más. En el tejado del ayuntamiento zumbaba la antena misteriosa. Una comitiva de presencias silenciosas llegó junto a la puerta de la casa donde vivía el anciano. Muchos de los habitantes del pueblo los vieron caminando por las calles, condensándose sus siluetas en el polvo dorado del atardecer.

Leovigildo y su esposa también los vieron.

La puerta se abrió. Tomás los recibió con los ojos inflamados de emoción.

En otro lugar del pueblo, otra puerta se abrió dando salida a una juvenil figura envuelta en vaporosas gasas, que tomó el camino del cementerio. Dentro de la casa, quedaba una madre desconsolada; había tenido a su hija difunta durante veinticuatro maravillosas horas y ahora se le hacía doloroso en extremo tener que dejarla marchar. Pero así era la condición que Pablo impusiera; Pablo, el hacedor del prodigio… Feliz ella, porque al menos había podido volver a hablar con su hija y estrecharla entre sus brazos.

Durante los días siguientes, en el pueblo se vivieron todo género de emociones desatadas: alegría para quienes veían a sus seres queridos vueltos a la vida, desazón para quienes no se decidían a solicitar los servicios de Pablo y una amargura lancinante para los que tenían que dejar que los resucitados regresaran a la antesala de las moradas eternas, al expirar el plazo de las veinticuatro horas. Y tanto en un caso como en los otros, llamaba la atención ese silencio que se apoderaba de la Naturaleza. Mientras tanto, la antena extraña no paraba de zumbar en las alturas del ayuntamiento.

-¡Necesito ver a mi hermano! –exclamó Leovigildo uno de esos días, dominado por corrosiva ansiedad-. No puedo dejar correr la oportunidad que están teniendo nuestros vecinos por tan sólo unos miserables euros.

Rebeca ya no tenía nada que objetar. En el pueblo estaba aconteciendo toda una revolución. Ya empezaba a preguntarse sobre quién sería Pablo en realidad, siguiendo la reflexión de Tomás Alfaro: ¿un hombre mortal como los demás, un ángel salido de las nubes, un demonio morador de los abismos? Lo evidente es que su marido desesperaba por volver a tener a su hermano vivo, y a ella no le quedaban motivos cabales para disuadirle de su empeño.

-Busca a ese hombre y dile que te resucite a Antonio.

Los ojos de Leovigildo se velaron de emoción.

-Mañana se lo pediré.

Y así fue. Pablo le miró con displicencia, como reprochándole que hubiera tardado tanto en tomar esa decisión. Cogió el dinero de su mano sin hacer apreciaciones. Tan sólo le dijo que no saliera de su casa cuando el aire fuera invadido por las primeras sombras de la noche.

Mientras tanto, en el pueblo se vivía una conmoción sin precedentes. Unos querían ver resucitados a parientes y amigos; otros deseaban repetir la experiencia que había marcado un antes y un después en su carrera de emociones.

Leovigildo regresó a su casa con paso quedo, respirando el aire como si lo masticara. Se sentó a la mesa del cuarto de estar en compañía de su esposa, y su mirada quedó absorta en el lento discurrir de las agujas del reloj de pared.

Poco a poco se fueron apagando los colores de la tarde; los vidrios de la ventana se cubrieron de sombra. En el exterior vibraba la campana de la cercana ermita, hasta que por último enmudeció. Poco después, dejó de escucharse el canto de los pájaros, y la Naturaleza entró en el estado de expectación que ya se había vuelto un hecho cotidiano.

En ese momento se escucharon en la puerta de la calle cuatro golpes a cuál más leve.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

1 comentario:

Marisa dijo...

El segundo capítulo de tu cuento se envuelve en una atmósfera en blanco y negro que me recuerda lo entrañable de los cuentos al calor de la lumbre.
A medida que iba leyendo el texto, me encontraba cada vez más con elementos del realismo mágico de la novela hispanoamericana, pero, teniendo en cuenta el aviso que nos has hecho al comienzo del capítulo anterior, creo que las cosas no van a ir por esos derroteros.
En cualquier caso, admiro tu prosa y la fuerte intensidad emocional con la que dotas a tus relatos: se pueden oír esas risas y lágrimas ante la aparición y despedida de esos "que vuelven", el deseo irrefrenable de ese hombre mayor o de Leovigildo por decir palabras que nunca se dijeron a esos seres que se fueron para siempre, el lento peregrinaje de esas almas que regresan al cementerio...
Solo puedo decir que excelente, Jardinero, siempre es un placer leerte.

Un fuerte abrazo.