lunes, 20 de junio de 2011

Cuentos urbanos: Cecilia y el mundo (I) - La despedida


Este cuento, pese a tener completo carácter de ficción, deseo dedicarlo a la memoria de Cecilia García Alcázar, profesora de matemáticas del IES Hernán Pérez del Pulgar de Ciudad Real, fallecida por enfermedad el 17 de marzo de 2011 y cuya amistad tuve la dicha de cultivar. Descanse en paz.


El poseer determinados nombres parece que predispone a abandonar la vida antes de tiempo. Yo ya cuento 50 años, y es como si algo me mantuviera aquí, por una razón que se escapa a mi entendimiento. Podría hablar de mi caso en particular, pero quiero referir que a lo largo de mi vida he conocido el caso de tres mujeres que tenían por nombre Cecilia y que abandonaron la vida con pasmosa celeridad: la primera fue una cantante, en 1976; la segunda una religiosa, en 1992; la tercera una profesora de matemáticas, amiga querida, cuyo óbito ha acontecido este mismo año de 2011.


Aún recuerdo aquel septiembre de 1996, en el instituto de aquella luminosa localidad manchega. Allí conocí a mi Cecilia. Era delgada y bonita, y llevaba su cabello negro recogido en una trenza de muchacha adolescente. Sonreía, sonreía mucho, siempre estaba sonriendo. Alguna vez hasta me contagió su sonrisa, a mí, que sentaba plaza como el más murrio de los profesores de filosofía que han ejercido en la enseñanza pública.


-Déjame que te invite a un café –me decía ella, Cecilia, cuando nos encontrábamos por los pasillos, y yo sólo la respondía con monosílabos y algún que otro gruñido.


No sé cómo se las arreglaba, pero los alumnos la querían un montón y aprendían muy bien las matemáticas bajo su tutela. Después de todos estos años, se me adivinan algunos de sus métodos: el cariño, la dedicación, la ilusión por cultivar las mentes más duras.


A Cecilia la recuerdo especialmente con el vientre abultado. Fue una madre venturosa, ansiosa de sembrar el mundo con su descendencia. ¿Realmente merece la pena traer hijos a este mundo?, solía preguntarla al objeto de arremeter contra su jovialidad. Y ella se reía a mandíbula batiente, argumentándome el error que había cometido dejando pasar mi juventud sin conocer la dicha de fundar una familia. “No tienes razón, Cecilia. Ninguna cadena me sujetará, y mucho menos la de los sentimientos”, le replicaba yo.


Sus anhelos de filantropía la llevaron a querer ponerse el mundo por montera. Quería repartir el inmenso amor que atesoraba su persona entre todos los seres vivientes. Decidió, pues, meterse en política.


La tierra manchega es por lo ordinario conservadora; aún están presentes los fantasmas de la Guerra Civil. Cecilia optó por ingresar en las filas contrarias al partido por entonces gobernante. Quiso convencerme de que yo hiciera lo mismo.


-No me gustan las miserias de la política –trataba de razonarle.


Pero ella era porfiada, y me respondía:


-Lo que te pasa es que tienes miedo de batallar, de tratar con la gente. Te encuentras muy cómodo en la burbuja de cristal que te has creado, pero en el fondo eres un infeliz.


Ella tenía razón. La vida me ha hecho comprobar la veracidad de su argumento. Ahora estoy escribiendo porque esta acción cómoda me permite cuando menos recrear la cercanía que una vez compartiéramos.


La campaña electoral en la que participó se vio coronada por el éxito. Cecilia sabía cómo llegar al corazón de las personas. Su sonrisa dimanaba amor, optimismo, entendimiento. Las urnas le dieron acceso a un cargo de responsabilidad en la administración regional. Pidió excedencia en su puesto de profesora.


Intenté no verla cuando vino al Centro a despedirse de sus compañeros. Me enclaustré en el departamento, baje las persianas y me dispuse al paso de las horas.


Pero Cecilia abrió la puerta sin llamar. Me dio un abrazo y un beso, a los que mi conmoción no me permitió corresponder.


-Me voy, Jesús. No sé cuándo volveremos a vernos. Cuídate mucho y no te conviertas en un profesor gruñón y amargado.


Se marchó con pies ligeros, sin recibir ninguna palabra mía. Alcé la persiana y la vi montar en su coche. Era primavera, pero para mí aquella marcha se asemejaba al alejamiento de un tren en una estación batida por las ráfagas del otoño.


-Cecilia, amor mío –musité en lo más doloroso de mi soledad.


E inmediatamente creí cometer una debilidad al pronunciar estas últimas palabras. No deseaba tener ninguna implicación sentimental en este mundo de miserias, pero Cecilia pulsó una de las destempladas cuerdas de mi corazón en agonía.


Intenté olvidar y centrarme en mis asuntos, y así fue por mucho tiempo. Estaba seguro de que Cecilia me recordaría más a mí de lo que yo la recordaba a ella.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.


2 comentarios:

Antonio dijo...

Me gusta cómo comienza el cuento. Espero ya los próximos capítulos en los que, con seguridad, Cecilia nos dará lecciones de vida.
Te sigo, paisano, amigo jardinero.
Gracias por deleitarnos con estos maravillosos relatos. Antonio Morena Ruedas

Anónimo dijo...

Bello homenaje de ficción a quienes pasan a nuestro lado en la vida, dejan una huella imborrable y se marchan prematuramente con la sensación de que no lo han dado todo, pero la parte que sí dejan es muy fructífera y sigue moviéndonos la fibra sensible interior.
Has retratado muy bien el movimiento social del 15-M ¡Enhorabuena! Escribes de una forma rotunda y sin artificios. Sentimental pero sin afectaciones. Perfecto.