sábado, 13 de agosto de 2011

Cuentos urbanos: La increíble aventura de los Fisgones (IV) - En el patíbulo

No supo el tiempo que permaneció en la oscuridad de la inconsciencia. Al despertar se vio fuertemente amarrado a un poste en mitad del lodazal de Andersonville.


Cerca del suyo había otro poste, y su alma experimentó un desagradable estremecimiento cuando reconoció al que se veía amarrado a aquél. ¡Tommy Marner!


El muchacho alzó desmayadamente la cabeza. Tenía el rostro exangüe, al filo de sus últimas energías. Sus párpados aparecían hinchados y tintados de un color cárdeno; había cuajarones de sangre en las comisuras de sus fosas nasales. Su aspecto era, en suma, el de un moribundo.


-Cuando te escapaste, cargaron conmigo. Me golpearon, me quitaron el alimento… Mañana tú y yo estaremos muertos.


El presidente reparó con creciente desasosiego en el patíbulo que unos soldados estaban montando a no muchos metros de allí.


-Wirtz nos va a mandar ahorcar sin juicio previo –expresó Tommy Marner con los labios purulentos-. Tú has tenido suerte; te has ahorrado la paliza que a mí me han propinado.


El presidente notó que el remordimiento se precipitaba sobre él con el peso de una losa sepulcral.


“Si yo pudiera, Tommy Marner, te salvaría de esta ignominia que por mi causa estás padeciendo. Si aún hubiera tiempo, procuraría ser un amante de la verdad, no miraría por mis intereses egoístas y procuraría aliviar a los sectores más desfavorecidos de la población que estaba bajo mi gobierno. Me hubiera ido a tiempo, no hubiera seguido revolcándome en el fango de mi fracaso.”


El presidente lloró como no recordaba haberlo hecho desde la niñez. Sus ojos se fijaron en el patíbulo, y en su alma sólo reconoció el miedo que le producía haber dejado tantas cosas sin hacer, cuando tuvo tiempo de hacerlas.


-Mañana nos ahorcarán –reiteró Tommy Marner, contagiado del llanto del presidente.


-Antes de ahora ya habían montado el cadalso –musitó el presidente.


-Siempre lo montan y lo desmontan –dijo Tommy Marner-. Así siembran el terror en los reos y en los que pueden llegar a serlo.


El presidente notó que se le desvanecía la cabeza. Y no pudo por menos de dejarse arrastrar por esa fortuita onda de descanso.


Pasó lo que restaba de tarde y también la noche. El canto lejano de un gallo anunció el amanecer. La luz azuleaba en torno al cadalso. Los reos estaban despiertos. El hombre que parecía un fantasma apareció de repente junto a ellos. El padre Peter Wheelan. Su barba estaba orlada de espinas rojas y blancas, y su estola, que en sus principios fuera negra con estampados de color púrpura y topacio, ostentaba ahora un incierto aspecto de ala de mosca.


-Vengo a daros el viático –dijo con tono lúgubre.


-¡Yo no quiero morir! –gritó Tommy Marner, el llanto arrasando sus mejillas.


-Yo tampoco –dijo por su parte el presidente.


-En menos de media hora os van a ajusticiar –prosiguió el padre Wheelan-. Se muere a esta vida pero se aparece en otra. Las buenas acciones nos acompañan; las malas nos hunden en las simas de la tierra. Si en esta vida vuestras acciones han sido buenas, recuperaréis lo perdido…


-Yo no he realizado muchas buenas acciones –confesó el presidente-. En esta vida me he limitado a sobrevivir, y en la otra que tuve y ahora me parece un sueño, sólo traté de buscar mi provecho y el de los míos, y mi pueblo acabó maldiciéndome.


-Tu pueblo ya te ha olvidado –dijo el sacerdote-. Ya no volverá a ser tu pueblo.


-Echo de menos a mi familia.


-Todos los hombres que se encuentran tras esta estacada perdieron a sus familias y todo lo que les resultaba querido.


-No quiero perder a mi familia –insistió el presidente, con tono suplicante.


-Todos se resisten a perder lo que les resulta querido… Ahora, ¿deseas hacer las paces con Dios?


El presidente abatió a un tiempo los hombros y la cabeza.


-Ya no volverás a verme en este lugar –concluyó el padre Wheelan-; enseguida te conducirán al cadalso.


Así fue. En menos de diez minutos, todos los habitantes del campo se habían congregado en torno al patíbulo. Los verdugos realizaron su trabajo; hicieron subir a los reos los toscos escalones del macabro estrado. Al cabo los pies quedaron apostados en sendas trampillas, y los dogales fueron ceñidos en torno a los mugrientos cuellos. No se utilizaron caperuzas, para incentivar así el espanto entre los espectadores. Era la hora en que el rocío empezaba a desvanecerse de los paupérrimos mechones de hierba.


El comandante del campo hizo una leve seña a los verdugos. Un tambor redobló en la inmediatez. Se oyó el funcionamiento de una roñosa palanca. El presidente miraba la trampilla sin pestañear; al instante ésta se abrió y se sintió succionado por la fuerza de la gravedad. Acto seguido se hizo una nube de negrura… y se oyó el grito de Tommy Marner mientras la vida abandonaba su martirizado cuerpo.


CONTINUARÁ…


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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