VI.
La actuación del inventor
Sabía
que si su más preciado ingenio era revelado a la luz pública, la fama y la
gloria le precederían allá donde su nombre fuera pronunciado. Había estado
dispuesto a pasar su vida en la ignorancia de las gentes antes que disfrutar
del reconocimiento a que sus logros le habían hecho acreedor. Nunca le preocupó
buscarle un nombre a su artefacto, y creía que ahora había llegado el momento
de hacerlo. Se trataba de una caja de aspecto anodino. En uno de sus lados
disponía de un teclado, y, aparentemente, no tenía alimentación energética
externa. Tal vez se accionara por obra de un milagro. La había puesto a prueba
en muy contadas ocasiones, la última de las cuales había sido para reparar la
ruina del piso de la calle Ezcurdia, 14. Los mismos peritos municipales
calificaron la situación de milagrosa… ¡Ya lo tengo! La llamaré “la máquina de
los milagros”.
Guzmán
de Arteaga se encontraba en el recogimiento de su aula-laboratorio. Fuera de
los ventanales reinaba el pálido fulgor de la madrugada. Pronto amanecería el
día de Nochebuena. Ya casi habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que
se iniciara la revuelta de Cimavilla, provocada por el suceso de la Universidad
Laboral. Era muy poco lo que se sabía acerca de lo que estaba ocurriendo en
aquel lugar. El Ejército había tomado posiciones en torno a los dos núcleos de
resistencia de Gijón. Nadie imaginaba cuál iba a ser el desenlace final. Guzmán
de Arteaga confiaba en encontrar alguna respuesta con auxilio de la máquina de los milagros. Ya no podía
diferirse por más tiempo su utilización. La gente estaba alarmada. Tras los
cercos de Cimavilla, las provisiones empezaban a agotarse; sin duda, eso es lo
que también estaría ocurriendo en el recinto de la Universidad Laboral.
-Prometiste
no volver a utilizar esa máquina –le dijo de súbito el fantasma de Ederita,
plantándose delante de él.
Guzmán
de Arteaga dio un respingo. Las apariciones de ella se hacían cada vez más
frecuentes. Lentamente, iba mudando la adoración que de antaño le inspirara en
un incómodo sentimiento de pánico. Ederita representaba el pasado, y no
necesitaba hacer uso de la máquina de los
milagros para saber que su futuro merecía una nueva oportunidad. Sin duda,
él no vino al mundo para pasar la vida en amargura y soledad. Él era un ser
humano como los demás, y como tal tenía derecho a su humilde cuota de
felicidad.
-Emplearé
la máquina –se encaró con el fantasma-. El mundo se merece otra oportunidad… Yo
también la merezco.
-Una
oportunidad para impresionar a esa jovencita y pretender que se enamore de un
adefesio como tú.
Guzmán
de Arteaga no necesitaba de espejos para saber que Ederita no andaba falta de
razón. Era triste no haber vivido la vida como la viven las personas. Era
triste haber disfrutado siempre del amor desde la más estricta lejanía.
-Cuanto
más te voy conociendo, Ederita, mayor es tu crueldad hacia mí. ¿Quién soy yo
para que te ensañes conmigo?
El
fantasma se rebulló en las penumbras del laboratorio.
-Eres
el ser más extraordinario que pude haber conocido, Guzmán de Arteaga. Eres el
hombre más bueno y desdichado que habita la superficie de este planeta. Ni
siquiera la soledad te ama tanto como pude haberte amado yo, si hubiésemos
tenido la oportunidad de habernos conocido mejor.
-Ederita,
yo era muy joven.
-Y
casi nunca abrías la boca… Dejaste correr la oportunidad de haber conocido lo
bello de la vida y no ser el hombre infeliz en que te has convertido.
Guzmán
de Arteaga acarició con dedos laxos unos de los paneles de la máquina de los milagros.
-¿Esto
podría haber cambiado las cosas? ¿Podría cambiarlas todavía?
Ederita
ya se había esfumado. El amanecer rompía tras la salada escarcha que orlaba los
ventanales. La flor de la Navidad quería abrir sus rojos pétalos en medio de la
bruma del mar.
-La máquina de los milagros –murmuró
Guzmán de Arteaga con la frente apoyada en el vidrio del ventanal-, y aún no he
sido capaz de empezar a creer en Dios.
Se
le formó en la garganta un ahogo de lágrimas. No conseguía entender la razón de
que últimamente se emocionara con tanta facilidad… ¿Por qué me he maltratado
tanto a mí mismo? ¿Por qué me he preocupado más de los sueños que de gozar de
los años que me fueron dados sobre la superficie de este planeta?... Volvió
junto a su ingenio… Era llegado el momento de hacer funcionar la máquina de los milagros a pleno
rendimiento.
-¿Qué
es lo más importante en la vida de una persona? –se preguntó quedamente.
«¡Volver
junto a la ventana!», fue como si le respondieran sus propios pensamientos.
Miró
de nuevo al exterior. El corazón pareció ahuecársele… ¿No era Irene aquella
joven que subía por el altozano? Su cabello de húmedo azabache flotándole en la
brisa con adorable cadencia. «Eres tú», se dijo Guzmán de Arteaga con los ojos
empañados. Y ella se paró en su marcha, girándose acto seguido para mirar hacia
el ventanal desde el cual la contemplaba su anonadado profesor. Su rostro
también estaba pintado de emoción. Levantó la mano para saludarle a él. El sol
de la bruma iluminó la belleza de su mirada juvenil. Guzmán de Arteaga notó que
le flaqueaban las rodillas.
-¿Cuándo
podré amarte, dulce Irene? ¿Por qué nací bajo el signo de una estrella
equivocada? ¿Por qué la vida ha huido de mí sin haberte podido conocer? ¿Cómo
podré vivir si no te vuelvo a ver?
Irene
siguió andando hacia las cimas del Cerro de Santa Catalina. Nadie averiguó
jamás lo que debería de estar pasando por su mente en ese preciso instante.
Tampoco su profesor se atrevió a imaginarlo.
El
momento se había presentado. Guzmán de Arteaga resolvió sus emociones dando un
enérgico puñetazo sobre una de las mesas del aula-laboratorio, lo cual hizo
tintinear el material de vidrio dentro de sus vitrinas.
CONTINUARÁ...
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
Excelente siempre tu trabajo. Felicidades.
Gracias de todo corazón, amiga.
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