martes, 19 de junio de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (X) - La máquina de los milagros



VI. La actuación del inventor

Sabía que si su más preciado ingenio era revelado a la luz pública, la fama y la gloria le precederían allá donde su nombre fuera pronunciado. Había estado dispuesto a pasar su vida en la ignorancia de las gentes antes que disfrutar del reconocimiento a que sus logros le habían hecho acreedor. Nunca le preocupó buscarle un nombre a su artefacto, y creía que ahora había llegado el momento de hacerlo. Se trataba de una caja de aspecto anodino. En uno de sus lados disponía de un teclado, y, aparentemente, no tenía alimentación energética externa. Tal vez se accionara por obra de un milagro. La había puesto a prueba en muy contadas ocasiones, la última de las cuales había sido para reparar la ruina del piso de la calle Ezcurdia, 14. Los mismos peritos municipales calificaron la situación de milagrosa… ¡Ya lo tengo! La llamaré “la máquina de los milagros”.

Guzmán de Arteaga se encontraba en el recogimiento de su aula-laboratorio. Fuera de los ventanales reinaba el pálido fulgor de la madrugada. Pronto amanecería el día de Nochebuena. Ya casi habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que se iniciara la revuelta de Cimavilla, provocada por el suceso de la Universidad Laboral. Era muy poco lo que se sabía acerca de lo que estaba ocurriendo en aquel lugar. El Ejército había tomado posiciones en torno a los dos núcleos de resistencia de Gijón. Nadie imaginaba cuál iba a ser el desenlace final. Guzmán de Arteaga confiaba en encontrar alguna respuesta con auxilio de la máquina de los milagros. Ya no podía diferirse por más tiempo su utilización. La gente estaba alarmada. Tras los cercos de Cimavilla, las provisiones empezaban a agotarse; sin duda, eso es lo que también estaría ocurriendo en el recinto de la Universidad Laboral.

-Prometiste no volver a utilizar esa máquina –le dijo de súbito el fantasma de Ederita, plantándose delante de él.

Guzmán de Arteaga dio un respingo. Las apariciones de ella se hacían cada vez más frecuentes. Lentamente, iba mudando la adoración que de antaño le inspirara en un incómodo sentimiento de pánico. Ederita representaba el pasado, y no necesitaba hacer uso de la máquina de los milagros para saber que su futuro merecía una nueva oportunidad. Sin duda, él no vino al mundo para pasar la vida en amargura y soledad. Él era un ser humano como los demás, y como tal tenía derecho a su humilde cuota de felicidad.

-Emplearé la máquina –se encaró con el fantasma-. El mundo se merece otra oportunidad… Yo también la merezco.

-Una oportunidad para impresionar a esa jovencita y pretender que se enamore de un adefesio como tú.

Guzmán de Arteaga no necesitaba de espejos para saber que Ederita no andaba falta de razón. Era triste no haber vivido la vida como la viven las personas. Era triste haber disfrutado siempre del amor desde la más estricta lejanía.

-Cuanto más te voy conociendo, Ederita, mayor es tu crueldad hacia mí. ¿Quién soy yo para que te ensañes conmigo?

El fantasma se rebulló en las penumbras del laboratorio.

-Eres el ser más extraordinario que pude haber conocido, Guzmán de Arteaga. Eres el hombre más bueno y desdichado que habita la superficie de este planeta. Ni siquiera la soledad te ama tanto como pude haberte amado yo, si hubiésemos tenido la oportunidad de habernos conocido mejor.

-Ederita, yo era muy joven.

-Y casi nunca abrías la boca… Dejaste correr la oportunidad de haber conocido lo bello de la vida y no ser el hombre infeliz en que te has convertido.

Guzmán de Arteaga acarició con dedos laxos unos de los paneles de la máquina de los milagros.

-¿Esto podría haber cambiado las cosas? ¿Podría cambiarlas todavía?

Ederita ya se había esfumado. El amanecer rompía tras la salada escarcha que orlaba los ventanales. La flor de la Navidad quería abrir sus rojos pétalos en medio de la bruma del mar.

-La máquina de los milagros –murmuró Guzmán de Arteaga con la frente apoyada en el vidrio del ventanal-, y aún no he sido capaz de empezar a creer en Dios.

Se le formó en la garganta un ahogo de lágrimas. No conseguía entender la razón de que últimamente se emocionara con tanta facilidad… ¿Por qué me he maltratado tanto a mí mismo? ¿Por qué me he preocupado más de los sueños que de gozar de los años que me fueron dados sobre la superficie de este planeta?... Volvió junto a su ingenio… Era llegado el momento de hacer funcionar la máquina de los milagros a pleno rendimiento.

-¿Qué es lo más importante en la vida de una persona? –se preguntó quedamente.

«¡Volver junto a la ventana!», fue como si le respondieran sus propios pensamientos.

Miró de nuevo al exterior. El corazón pareció ahuecársele… ¿No era Irene aquella joven que subía por el altozano? Su cabello de húmedo azabache flotándole en la brisa con adorable cadencia. «Eres tú», se dijo Guzmán de Arteaga con los ojos empañados. Y ella se paró en su marcha, girándose acto seguido para mirar hacia el ventanal desde el cual la contemplaba su anonadado profesor. Su rostro también estaba pintado de emoción. Levantó la mano para saludarle a él. El sol de la bruma iluminó la belleza de su mirada juvenil. Guzmán de Arteaga notó que le flaqueaban las rodillas.

-¿Cuándo podré amarte, dulce Irene? ¿Por qué nací bajo el signo de una estrella equivocada? ¿Por qué la vida ha huido de mí sin haberte podido conocer? ¿Cómo podré vivir si no te vuelvo a ver?

Irene siguió andando hacia las cimas del Cerro de Santa Catalina. Nadie averiguó jamás lo que debería de estar pasando por su mente en ese preciso instante. Tampoco su profesor se atrevió a imaginarlo.

El momento se había presentado. Guzmán de Arteaga resolvió sus emociones dando un enérgico puñetazo sobre una de las mesas del aula-laboratorio, lo cual hizo tintinear el material de vidrio dentro de sus vitrinas.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes). 


2 comentarios:

Jenny Ballesteros dijo...

Excelente siempre tu trabajo. Felicidades.

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias de todo corazón, amiga.