lunes, 27 de mayo de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XX) - Al otro lado de la barricada


Tras considerarlo brevemente, dio aviso a una representación de sus camaradas para comunicarles la decisión que había tomado. Arsenio Corchado no pudo asistir por encontrarse en el edificio de Radiotelevisión, aislado del cuerpo principal de la Universidad Laboral, pero aun así se recurrió a una llamada telefónica con el sistema de manos libres.

—Es muy sencillo lo que tengo que manifestaros —empezó diciendo Barrientos—. No podemos ir más allá. Si queremos evitar que esto degenere en una desgracia, debemos rendirnos y dar la libertad a los retenidos.

Un silencio de indignación sucedió a estas palabras.

—¿Cómo puedes ser tan miserable? —le increpó Abraham Cortés, uno de sus más fanáticos camaradas.

—Se prefiere ser un miserable a un desalmado —repuso Barrientos.

—¿Y te crees que estos jefazos de Educación no son unos desalmados cuando nos tratan como a sabandijas?

—Diré que toda la culpa fue mía, que yo os instigué, que me hago responsable de todas las acciones. Y no dudéis que me creerán. No en vano he llevado la voz cantante de cara al público.

—¿Das por hecho que vamos a ir a la cárcel? —preguntó Ignacio Puebla, un profesor de Historia bajito y rechoncho.

—No soy experto en leyes, pero se nos exigirán responsabilidades. Y yo trataré de llevar la mayor parte en las mismas.

—Lo que debemos hacer es empezar a cargarnos a los rehenes —sugirió Abraham Cortés—. Así sabrán que vamos en serio.

Un silencio expectante acogió esta propuesta.

—¡Te has vuelto loco, Abraham! —le recriminó Barrientos.

—Se nos está yendo el Norte —declaró Arsenio Corchado a través del teléfono móvil.

—María de la Encina Canales, nuestra respetable compañera —dijo Barrientos—, me ha asegurado que lo que hemos hecho no ha caído en saco roto. Hemos conseguido que la opinión pública se ponga de nuestro lado, aquí en España… y en el extranjero. No habremos logrado nuestro objetivo inicial, pero quizá no todo se haya perdido.

—Eres una rata miserable —le increpó Abraham Cortés—. ¿Cómo habremos podido confiar en un cobarde para que nos conduzca a este callejón sin salida?

—¿No comprendes una cosa, pedazo de burro? Te estoy diciendo que yo cargo con todas las responsabilidades. ¿Y te atreves a llamarme cobarde? Soy yo quien va a dar la cara por todos vosotros.

Abraham Cortés se puso en pie hinchando el pecho. Se encaminó al encuentro de Barrientos, midiéndole con la mirada.

—¿Qué sabrás tú del valor, mequetrefe?

Barrientos miró hacia arriba. Su antagonista era un coloso que le sacaba varios centímetros de estatura. Sintió un estallido de adrenalina en sus piernas.

—¿Me vas a agredir, Abraham?

—¡Maldito cobarde!

El coraje de Barrientos no pudo contenerse más. Disparó un rodillazo hacia el escroto de Abraham Cortés. Éste se tambaleó como una columna en un terremoto, revistiéndose su rostro de alarmante palidez.

Barrientos notó cómo una súbita oleada de remordimiento le creaba una especie de mareo. ¿Cómo podían haber llegado las cosas a ese extremo? Tenía la certeza de que en cuanto Cortés se recobrase del repentino acceso de dolor, no tardaría en buscar la revancha, lo lógico y normal cuando las disputas estallaban. Barrientos se juzgaba lo suficientemente preparado para enfrentarse a una lucha cuerpo a cuerpo. No obstante, la ola de remordimiento en su interior era demasiado arrolladora, alimentada por su creciente sensación de fracaso. Toda causa que no ha triunfado necesita de un mártir, un cabeza de turco, y él se encontraba listo para asumir ese papel.

—Abraham, perdóname —entonó de un modo que sonó cual voz de falsete.

—¡Le has aplastado los huevos! —comentó un tal Elías Pardo, funcionario administrativo en un colegio de Coslada.

—Perdóname, Abraham —insistió Barrientos.

El agredido hizo esfuerzos por ponerse en pie. Cojeando, se aproximó adonde lo aguardaba Barrientos. Este último tenía la mirada llena de desolación. La mayor estatura de Cortés creaba un grotesco contraste con la de Barrientos. 

—Eras el único que podría habernos llevado a la victoria, el único al que yo hubiera seguido ciegamente. Me has pegado en un impulso de rabia. Tengo motivos para triturarte con mis manos. Pero si lo hiciera, lo tendrías demasiado fácil. Ahora te corresponde enfrentarte a humillaciones que ni le desearía al peor de mis enemigos.

Acto seguido se miraron en silencio. Barrientos aún tenía los ojos húmedos. No sostuvieron mucho rato la mirada. Por impulso mutuo, se dieron un abrazo fraternal. Luego se separaron, y Barrientos dijo:

—Debo ir a enfrentarme a mi cobardía.

—Diego, eres el hombre más valiente que he conocido —dijo Arsenio Corchado desde el teléfono móvil.

—Iré a rendirme con el arma en alto. Procuraré lograr unas buenas condiciones para todos vosotros. Me echaré todas las culpas imaginables. Diré que he amenazado a quien intentara favorecer a los retenidos. Supongo que luego tendréis que soltarlos y rendiros vosotros mismos... Camaradas, ha sido un honor compartir con vosotros todos estos momentos de gloria.

Las palabras de Barrientos, aunque pretendieran ser alentadoras, obraron un efecto de pánico entre todos sus interlocutores. Las dudas, las incertidumbres, los ánimos quebrantados, se cobraron su tributo en lo profundo de esas almas intrépidas.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó un joven maestro, con voz entrecortada. Se llamaba José Monsalve. Estaba lo que se dice recién casado, y su mujer esperaba un hijo. Su pregunta era cortante como el filo de un cuchillo.

—Ten por seguro —le respondió Barrientos— que aunque hayamos fracasado, hemos hecho algo grande, que será recordado por mucho tiempo.

—Yo no dejé a mi mujer, valiéndome de engaños, para que ahora todo esto no haya servido de nada.

—Volverás al lado de tu mujer.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Te lo garantizo.

La discusión finalizó con la rotundidad con que había comenzado. Barrientos tomó en un aparte su teléfono móvil, le quitó la opción de manos libres y le dijo a Arsenio Corchado:

—Ocúpate de que los retenidos sean liberados del modo más civilizado posible.

De haber estado presente, Arsenio Corchado le hubiera dado un abrazo de cariño y profunda camaradería.

Sin pensárselo dos veces, Barrientos tomó su fusil y con paso tardo se encaminó a la portada del recinto de la Universidad Laboral. Empezaba a barruntar el peligro de no saber lo que pudiera ocurrirle a partir de entonces. Un milagro había hecho nevar sobre el cielo soleado de la ciudad de Gijón; ahora el alma de un hombre se encontraba a punto de mostrar el milagro de la valentía sin límites. Barrientos era un hombre que había vivido y sufrido desmesuradamente. No le inquietaba el hecho de dar triste corolario a sus años por mor de un noble ideal.

Llegó junto a los hombres que estaban vigilando la barricada formada justo en el espacio de entrada de la Universidad Laboral. Reconocieron a Barrientos, y, además, Arsenio Corchado ya les había informado de las intenciones de aquél por medio de una llamada al móvil. Aunque ya se lo habían avisado, no pudieron creerlo hasta que lo vieron con sus propios ojos.

—Muchachos, que tengáis mucha suerte. Reuniros con los demás y esperad pacientemente lo que haya de ser. Buscan una cabeza de turco, y aquí me tienen.

Ninguno de los centinelas le dijo la menor palabra. Resultaba evidente que muchos le estaban perdiendo el respeto por su aparente acto de cobardía. Después de todo, ni tan siquiera entendía la razón por la que obraba así. Trepó dificultosamente por la barricada, tratando de soslayar el peligro de ensartarse con alguna pata de silla o algún afilado listón de madera. Le infundía cierto temor la compacidad de la barricada. Una barricada constituye un mundo aparte, albergando en sus entrañas el coraje de los oprimidos y la rabia de los impotentes para dar un giro a la situación.

De inmediato, se encontró al otro lado. Se puso a caminar por la deliberadamente despejada explanada de aparcamiento. Le constaba que los soldados del coronel Bertin ya habrían detectado su presencia. Por eso situó su fusil en alto, sujetándolo con entrambas manos. Así entenderían que llevaba intención de rendirse.

Una bala pasó silbando muy cerca de sus oídos, y levantó una polvareda en el suelo, a escasamente un metro de donde él estaba. Alguien habría apretado el gatillo con demasiada facilidad. Su instinto le avisó que era mejor que se quedase parado en el sitio, aguardando lo que tuviera que sucederle.

CONTINUARÁ…


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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1 comentario:

Terechuli dijo...

Lo que más me ha llamado la atención es la lírica con que narras el ataque glandular...