Muy
pocos de los allí congregados sabían quién era el autor del espectáculo de los
cielos el día de Navidad. Diego Barrientos lo sabía, y también le asaltó la
intriga de por qué el extraño orador reclamaba la presencia de aquél sobre el
estrado.
—Aquí
estoy —dijo Guzmán de Arteaga, con voz inusualmente sonora, abriéndose un hueco
entre la multitud.
—Aproxímese
acá, si es tan amable —dijo el orador—. Dentro de este estrado tengo un objeto
que le pertenece.
La
misma intriga que experimentaba Guzmán de Arteaga, se hizo extensiva al resto
de la concurrencia. El orador hacía señas al interpelado para que apresurase su
paso. Por un instante, sólo pareció escucharse el canto de ausentes gorriones.
Guzmán de Arteaga se encaramó a lo alto del estrado.
—Aquí
estoy —repitió fijándose con asombro en la multitud desde esa posición.
El
orador abrió una trampilla, oculta en el centro del estrado. Haciendo un
relativo esfuerzo, sacó a la luz un objeto que no le resultaba desconocido a
Guzmán de Arteaga.
—¿Lo
reconoces?
—Empleé
muchas horas de mi soledad en esta invención —dijo Guzmán de Arteaga—. Pero se
destrozó y desarticuló por completo al caer por los acantilados.
El
diálogo lo mantenían en voz baja. La multitud no se enteraba de lo que estaban
hablando.
—La
máquina se cayó, pero yo la volví a montar.
Guzmán
de Arteaga extendió al máximo el arco de sus cejas.
—Nadie
más que yo sabía cómo armarla.
—Tu
conocimiento, aunque no lo creas, dimana de una fuente poderosa que queda más
allá de las palabras escritas en todos los libros que han sido publicados y en
los que no lo han sido.
—Habla
como si todo aquello que aprendí me hubiera sido revelado por causas no
naturales.
—Muchas
causas naturales permanecen tras el velo del desconocimiento.
—No
soy un hombre tan complicado.
—Eres
simplemente un hombre especial, aunque de aquí a no mucho tiempo estarás alegre
de ser un hombre sin más.
—Ya
tengo edad para sentarme y descansar de mi camino, gozando de los frutos que
haya podido cosechar.
—Pero
antes de que eso ocurra, se espera que hagas una última cosa.
—No
entiendo.
—Tu
máquina está preparada para un último servicio. Una vez concluido éste, volverá
a ser tan inútil como cuando se descompuso en los acantilados.
—¿Un solo uso más?
—Eso
te he dicho. Y sólo tú puedes elegir el uso que has de darle.
—¿Y
tengo que saberlo, así sin más?
—¡Cuántas
cosas sabes de las que no te das ni cuenta!
—Entonces,
después de este uso, la máquina no volverá a funcionar más —meditó Guzmán de
Arteaga.
—A
menos que construyas otra igual.
—Me
llevó años fabricar la máquina, reunir las piezas, hacer pruebas innumerables,
privarme de muchos momentos hermosos… Ahora quisiera pasar el resto de mi vida
disfrutando de lo que antes no disfruté.
—Estás en tu derecho.
—Lo
que no deja de sorprenderme, es que usted haya recompuesto la máquina en unas
horas escasas, cuando a mí me llevó años montarla.
El
anciano dejó entrever una sonrisa caballuna, que formaba grotesco contraste con
su seriedad de poco antes.
—Amigo
Guzmán, aunque tu mente sea portentosa, hay dominios que aún no ha tanteado,
porque nadie le ha facilitado los medios y el camino. Tú mismo has perfilado
cuál habrá de ser el resto de tu vida. Podrías haber sido un buen candidato
para andar el camino que no está marcado en ninguna parte del mundo creado por la
humanidad. Tienes, no obstante, una oportunidad de ser feliz, y la sabiduría no
puede mostrarse egoísta. Vive en paz, y hazlo intensamente. Te queda mucho
tiempo por recuperar.
—No
entiendo todo lo que me dice, pero le quedo muy agradecido.
—No
puedes caminar por la vida queriendo entenderlo todo. La Creación es un
rompecabezas muy complejo, y una sola persona no puede tener la vana pretensión
de encajar todas las piezas… Ahora procede.
—¿Sin
saber aún qué uso darle a la máquina?
—Tampoco
lo sabías la mañana de Navidad, cuando desplegaste el milagro en los cielos. No
lo sabías, y, sin embargo, todo lo que ahora está sucediendo en esta plaza es
por causa del milagro de los cielos. El no saber lo que se puede hacer, no
implica que no se puedan lograr cosas importantes.
—De
acuerdo —dijo Guzmán de Arteaga, con una mirada arrebatada por la emoción—.
Daré un último uso a la máquina.
—Estamos
esperando —repuso el anciano, señalando a la multitud que se agolpaba en la
plaza.
La
máquina emitió un siniestro zumbido cuando Guzmán de Arteaga pulsó la tecla de
puesta en función. Un raro pánico se adueño de todos los que contemplaban la
operación, excepción hecha del anciano, que parecía estar bastante acostumbrado
a los prodigios.
La
imaginación de Guzmán de Arteaga se canalizó por medio de la máquina. Los
habitantes de la ciudad costera de Gijón contemplaron una nueva nevada. Pero
esta vez la nieve se atrevió a desafiar la ley de la gravedad, y ascendía en
vez de precipitarse. Nadie fue capaz de localizar el inicio de la nevada; era
como si la tierra y el mar se hubieran fundido en nubes, aunque sin mostrar la
consabida apariencia vaporosa. Las pocas nubes que había en el cielo estaban
desparramadas, por lo que la luz del sol repartía libremente sus brillos. Un
hermoso arco iris tendió su curvatura por la ciudad, teniendo su origen en el
monumento de Chillida y tocando su otro extremo la cúspide de la Torre del
Reloj de la Universidad Laboral. Diego Barrientos, a la vista de este último
fenómeno, acertó a adivinar los derroteros por los cuales se movía la
imaginación del hombre que viera por primera vez en el interior de la
descomunal burbuja transparente.
Al
cabo de unos instantes, la nieve dejó de ser tal, y mudó su apariencia en una
infinidad de pompas de jabón de todos los colores imaginables. Murmullos de
crecido asombro se elevaban de las bocas de los asistentes al prodigio. Y el
resto del mundo, por mediación de las ondas televisivas, también se estremecía
ante la maravilla de las imágenes que poblaban los cielos de Gijón, y del mar
Cantábrico por añadidura.
Fue
entonces cuando Guzmán de Arteaga pensó que debían ser oídas las palabras que
bullían en su cerebro. Aunque no se tratara de un sonido agudo e hiriente,
todos los oídos habrían de escucharlo, tanto los presentes como los ausentes.
—No
quiero extenderme demasiado. Sólo podré utilizar la máquina una última vez.
Luego quedará el silencio de la vida. Diré lo que siempre quise decir estando
tan solo en los años que me han sido concedidos sobre la Tierra… Una palabra
para desear que desaparezcan las tristezas en el mundo… Una palabra para lograr
que el hambre deje de existir en la especie humana… Una palabra para que
terminen todas las guerras… Y finalmente una palabra para decirte que te amo…
Irene.
En
ese momento, las burbujas desaparecieron en un triunfo de estallidos de colores
irisados. La visión del mundo desapareció por unos instantes de las retinas de
los asistentes al prodigio. Aquello marcaba el fin… o tal vez el principio.
—La máquina de los milagros no volverá a
ser utilizada —sentenció el anciano, con un asomo de compunción en su acento.
—Ya
lo sé, señor —asintió Guzmán de Arteaga, triste pero en el fondo alegre—. Sólo
resta esperar que fructifique la semilla que ha sido sembrada.
Inopinadamente,
alzó por encima de sus hombros la máquina
de los milagros, y, como hiciera Moisés con las Tablas de la Ley, la arrojó
con determinación al suelo, donde se descompuso en mil pedazos
inidentificables.
Acto
seguido, el anciano dijo con voz de trueno:
—Desde
ahora se opera un cambio. No olviden las palabras que el inventor de la máquina
prodigiosa ha pronunciado. La humanidad, en su conjunto, dispone de los medios
necesarios para decir adiós a las tristezas, al hambre y a las guerras. Para
esto es necesario perdonar y partir de cero. Que los poderosos olviden la
desesperación de los humildes y sus actos dictados por la misma, y que los
humildes sepan que, aunque no puedan olvidar el dolor, la gloria del perdón les
hará ser sublimes. Desde este momento, y en virtud de las condiciones acordadas
con el estado español, son todos libres. Pueden ir en paz.
Apenas
se había disipado el eco de la última palabra del anciano, Guzmán de Arteaga ya
bajaba premioso los escalones del estrado. Sólo tenía una vida para
aprovecharla de la mejor manera posible. Su corazón albergaba el deseo
dolorosamente diferido de amar, y el objeto de su amor aguardaba a pocos pasos
de allí. Irene ya corría a su encuentro, con los brazos extendidos en una
adorable pose de bailarina.
El
amor los había unido, y no querían que ninguna circunstancia de la vida los
separase. Su abrazo constituyó un ejemplo para la multitud. Realmente, sobraban
motivos para perdonar y conceder un amplio margen a los buenos sentimientos.
Los
padres y la hermana de Irene se quedaron atónitos al enterarse del sentimiento
que mediaba entre ella y el peculiar profesor. Tendrían que asumirlo. Ese
hombre le sacaba demasiados años a ella. Resultaba cuando menos incómodo
imaginarlo, pero nadie dijo jamás que los caminos de la dicha y el amor fueran
sencillos de recorrer. Como quiera, Irene estaba aquí, sana y salva… y feliz
por añadidura.
El
anciano, consciente de que su misión ya estaba cumplida, tomó la opción de
retirarse discretamente, de desaparecer como un barco en la niebla, sin vaticinar
un próximo regreso. El estrado vacío quedaría como única huella de su paso por
tan trascendente episodio de la historia de la ciudad portuaria de Gijón.
Un
júbilo inexplicable se apoderó de la multitud. A muchos les entraban ganas de
bailar y gritar de alegría. Casi nadie entendía todas las implicaciones de lo
que había ocurrido, pero ¿por qué había que dar margen a la tristeza cuando,
según se presumía, había amplias razones para alimentar la esperanza? La gaita,
que antes entonara cánticos guerreros, ahora se desgañitaba en joviales
tonadas. El mundo que había al otro lado de las cámaras de televisión, se hizo
eco de la grandeza que estaba contemplando. En todos los países hubo sonrisas y
gestos triunfales. Eran tiempos navideños, y el barrio de Cimavilla refulgía
como una gema cercada por el mar.
Diego
Barrientos observó que alguien le venía al encuentro, entre medias del jolgorio
de la multitud. Se trataba del coronel Bertin. Le acompañaba un contrito
comandante Serrano, que a todas luces intuía los desafueros de su superior al
mando. Barrientos hubiera dado cualquier cosa por evitar semejante encuentro.
Había
algo diferente en la fisonomía del coronel; se diría que se había borrado todo
rastro de crueldad y petulancia. Pero Barrientos se puso a la defensiva, por
cuanto no podía evitar el recuerdo de todo lo malo de su relación con el
coronel Bertin. Su cuerpo, aún magullado, experimentó una alerta de prevención.
—Diego,
vengo a pedirte perdón… Con todo lo más sincero que hay en mí.
Una
isla de silencio emergió en medio de la alharaca circundante. La incomodidad de
Barrientos resultaba casi insoportable. Pero en cuanto tuvo delante los ojos de
su antagonista, sus facciones se relajaron y cobró arrestos para declarar:
—Si
yo he sido perdonado, no tengo razón para no perdonar a mi vez. Por mí queda
todo olvidado, mi coronel.
—Déjame
darte un abrazo.
Sin
poder reprimirse, Barrientos se vio abocado a un abrazo con el que hasta hace
poco fuera su encarnizado enemigo. No quería pararse a considerar si el arrepentimiento
del coronel Bertin era verdadero o fingido, movido tal vez por el temor de que
salieran a la luz los malos tratos que había infligido al hombre que ahora
estrechaba entre sus brazos. Barrientos no sucumbió demasiado a esa efusión,
pero se dejó hacer. Tras tanta vida de sufrimientos, necesitaba dar un nuevo
rumbo a su existencia… Emoción por parte del culpable, ratificada por
derramamiento de lágrimas, misericordiosa indolencia por la del inocente. Las
lágrimas no borran el pasado, pero contribuyen a aliviar los dolores del mismo.
El abrazo duró más tiempo del que Barrientos hubiera deseado.
—Gracias,
Diego.
—No
hay de qué —pronunció con acento glacial.
—Me
tendrás siempre para lo que necesites.
—Gracias.
Entonces,
Barrientos se apercibió de que otro rostro se destacaba en medio de la
muchedumbre allí apiñada. Una mujer que le contemplaba con maternal cariño. Una
mujer cuya cabellera la brisa del cielo alborotaba en plateados mechones.
—¡María
de la Encina!
Esta
vez el nuevo abrazo se adaptó a los deseos de Barrientos, hasta el punto de que
se le acabaron saltando las lágrimas.
—Querido
Diego.
—¡Qué
bueno tenerte aquí, María de la Encina!
La
doctora Canales no quería deshacer el abrazo del amigo fiel, al que hacía
tiempo consideraba su hijo querido.
—Tomé
el coche y vine desde Madrid sin concederme un respiro. ¡Cuánto me alegra ver
que estás bien!
—Fracasamos.
—¡De
eso nada! Nuestro triunfo ha sido clamoroso.
La
gaita seguía templando los aires de la fiesta, ahora apoyada por los risueños
tientos de un acordeón. La alcaldesa, tras mantener un breve parlamento con el
delegado del gobierno, buscó la presencia de Sebastián, su vigilante en las
horas de la rebelión. Puso su mano en la de él, y un calor muy vivo se traspasó
de unas venas a otras. Se miraron. Ella sonrió sinceramente, y él dejó aparcada
su habitual expresión de melancolía; tenía todos los motivos para sonreír a su
vez.
El
padre Leandro y el macarrilla de Borja también estaban en los mejores términos.
—¡Ey,
páter, qué dabuten que todo haya terminado así!
—No
digas palabrotas ni blasfemes, hijo mío, o me veré obligado a negarte la
absolución.
—Me
la ibas a dar de todas formas.
—No
estés tan seguro.
Se
dieron un abrazo entre risas.
Jerónimo
Ortega, tras estar tantos meses al frente del movimiento del 15-M en Gijón, se
sentía como un reloj sin maquinaria. Las cosas habían terminado aparentemente
bien. El tiempo diría si era necesario proseguir la lucha o empeñar otras
nuevas. De momento, los del 15-M parecían bien integrados en el jolgorio general.
Jerónimo presentía que sería difícil volver a convocar a sus camaradas. La
soledad ya formaba un halo invisible en torno a él. El acordeón sonó muy cerca
de sus oídos. Agachó la cabeza y entornó los ojos.
Irene
había presentado a Guzmán de Arteaga a su familia. Los padres de ella le
miraron con cierta suspicacia y prevención, no obstante la importancia y el
protagonismo que toda la multitud le había adjudicado. Irene aseguró que él era
el hombre de su vida y que jamás buscaría en otros jóvenes de su edad lo que
había encontrado en la persona de Guzmán de Arteaga. El padre de ella no pudo
por menos de preguntar:
—¿Estáis
seguros de lo que estáis haciendo?
—Totalmente,
papá —repuso Irene convencida.
Guzmán
de Arteaga ladeó la cabeza con marcado gesto de melancolía. Era consciente del
tesoro de juventud y bondad que había conquistado y de lo poco merecedor que se
consideraba del mismo.
—Señor
profesor, cuide de mi niña —le dijo la madre de ella.
Los
lagrimales de Guzmán de Arteaga casi acabaron segregando fluido de emoción.
—Si
valiera cambiar mi vida por la de Irene, no duden que lo haría con toda
felicidad.
—No
dudamos que así sería —dijo el padre.
—¡Amor
mío!
Irene
lo apretó entre sus brazos, lo cual dio mayor énfasis a la celebración que les
rodeaba. Aunque por pudor Guzmán de Arteaga se había privado de besar a su
amada, ésta tomó la iniciativa. La felicidad que ambos experimentaban, aventaja
todo intento de descripción.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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