domingo, 16 de marzo de 2014

Cuentos urbanos: El inventor (XXIX) - El último milagro


Muy pocos de los allí congregados sabían quién era el autor del espectáculo de los cielos el día de Navidad. Diego Barrientos lo sabía, y también le asaltó la intriga de por qué el extraño orador reclamaba la presencia de aquél sobre el estrado.
—Aquí estoy —dijo Guzmán de Arteaga, con voz inusualmente sonora, abriéndose un hueco entre la multitud.
—Aproxímese acá, si es tan amable —dijo el orador—. Dentro de este estrado tengo un objeto que le pertenece.
La misma intriga que experimentaba Guzmán de Arteaga, se hizo extensiva al resto de la concurrencia. El orador hacía señas al interpelado para que apresurase su paso. Por un instante, sólo pareció escucharse el canto de ausentes gorriones. Guzmán de Arteaga se encaramó a lo alto del estrado.
—Aquí estoy —repitió fijándose con asombro en la multitud desde esa posición.
El orador abrió una trampilla, oculta en el centro del estrado. Haciendo un relativo esfuerzo, sacó a la luz un objeto que no le resultaba desconocido a Guzmán de Arteaga.
—¿Lo reconoces?
—Empleé muchas horas de mi soledad en esta invención —dijo Guzmán de Arteaga—. Pero se destrozó y desarticuló por completo al caer por los acantilados.
El diálogo lo mantenían en voz baja. La multitud no se enteraba de lo que estaban hablando.
—La máquina se cayó, pero yo la volví a montar.
Guzmán de Arteaga extendió al máximo el arco de sus cejas.
—Nadie más que yo sabía cómo armarla.
—Tu conocimiento, aunque no lo creas, dimana de una fuente poderosa que queda más allá de las palabras escritas en todos los libros que han sido publicados y en los que no lo han sido.
—Habla como si todo aquello que aprendí me hubiera sido revelado por causas no naturales.
—Muchas causas naturales permanecen tras el velo del desconocimiento.
—No soy un hombre tan complicado.
—Eres simplemente un hombre especial, aunque de aquí a no mucho tiempo estarás alegre de ser un hombre sin más.
—Ya tengo edad para sentarme y descansar de mi camino, gozando de los frutos que haya podido cosechar.
—Pero antes de que eso ocurra, se espera que hagas una última cosa.
—No entiendo.
—Tu máquina está preparada para un último servicio. Una vez concluido éste, volverá a ser tan inútil como cuando se descompuso en los acantilados.
 —¿Un solo uso más?
—Eso te he dicho. Y sólo tú puedes elegir el uso que has de darle.
—¿Y tengo que saberlo, así sin más?
—¡Cuántas cosas sabes de las que no te das ni cuenta!
—Entonces, después de este uso, la máquina no volverá a funcionar más —meditó Guzmán de Arteaga.
—A menos que construyas otra igual.
—Me llevó años fabricar la máquina, reunir las piezas, hacer pruebas innumerables, privarme de muchos momentos hermosos… Ahora quisiera pasar el resto de mi vida disfrutando de lo que antes no disfruté.
 —Estás en tu derecho.
—Lo que no deja de sorprenderme, es que usted haya recompuesto la máquina en unas horas escasas, cuando a mí me llevó años montarla.
El anciano dejó entrever una sonrisa caballuna, que formaba grotesco contraste con su seriedad de poco antes.
—Amigo Guzmán, aunque tu mente sea portentosa, hay dominios que aún no ha tanteado, porque nadie le ha facilitado los medios y el camino. Tú mismo has perfilado cuál habrá de ser el resto de tu vida. Podrías haber sido un buen candidato para andar el camino que no está marcado en ninguna parte del mundo creado por la humanidad. Tienes, no obstante, una oportunidad de ser feliz, y la sabiduría no puede mostrarse egoísta. Vive en paz, y hazlo intensamente. Te queda mucho tiempo por recuperar.
—No entiendo todo lo que me dice, pero le quedo muy agradecido.
—No puedes caminar por la vida queriendo entenderlo todo. La Creación es un rompecabezas muy complejo, y una sola persona no puede tener la vana pretensión de encajar todas las piezas… Ahora procede.
—¿Sin saber aún qué uso darle a la máquina?
—Tampoco lo sabías la mañana de Navidad, cuando desplegaste el milagro en los cielos. No lo sabías, y, sin embargo, todo lo que ahora está sucediendo en esta plaza es por causa del milagro de los cielos. El no saber lo que se puede hacer, no implica que no se puedan lograr cosas importantes.
—De acuerdo —dijo Guzmán de Arteaga, con una mirada arrebatada por la emoción—. Daré un último uso a la máquina.
—Estamos esperando —repuso el anciano, señalando a la multitud que se agolpaba en la plaza.
La máquina emitió un siniestro zumbido cuando Guzmán de Arteaga pulsó la tecla de puesta en función. Un raro pánico se adueño de todos los que contemplaban la operación, excepción hecha del anciano, que parecía estar bastante acostumbrado a los prodigios.
La imaginación de Guzmán de Arteaga se canalizó por medio de la máquina. Los habitantes de la ciudad costera de Gijón contemplaron una nueva nevada. Pero esta vez la nieve se atrevió a desafiar la ley de la gravedad, y ascendía en vez de precipitarse. Nadie fue capaz de localizar el inicio de la nevada; era como si la tierra y el mar se hubieran fundido en nubes, aunque sin mostrar la consabida apariencia vaporosa. Las pocas nubes que había en el cielo estaban desparramadas, por lo que la luz del sol repartía libremente sus brillos. Un hermoso arco iris tendió su curvatura por la ciudad, teniendo su origen en el monumento de Chillida y tocando su otro extremo la cúspide de la Torre del Reloj de la Universidad Laboral. Diego Barrientos, a la vista de este último fenómeno, acertó a adivinar los derroteros por los cuales se movía la imaginación del hombre que viera por primera vez en el interior de la descomunal burbuja transparente.
Al cabo de unos instantes, la nieve dejó de ser tal, y mudó su apariencia en una infinidad de pompas de jabón de todos los colores imaginables. Murmullos de crecido asombro se elevaban de las bocas de los asistentes al prodigio. Y el resto del mundo, por mediación de las ondas televisivas, también se estremecía ante la maravilla de las imágenes que poblaban los cielos de Gijón, y del mar Cantábrico por añadidura.
Fue entonces cuando Guzmán de Arteaga pensó que debían ser oídas las palabras que bullían en su cerebro. Aunque no se tratara de un sonido agudo e hiriente, todos los oídos habrían de escucharlo, tanto los presentes como los ausentes.
—No quiero extenderme demasiado. Sólo podré utilizar la máquina una última vez. Luego quedará el silencio de la vida. Diré lo que siempre quise decir estando tan solo en los años que me han sido concedidos sobre la Tierra… Una palabra para desear que desaparezcan las tristezas en el mundo… Una palabra para lograr que el hambre deje de existir en la especie humana… Una palabra para que terminen todas las guerras… Y finalmente una palabra para decirte que te amo… Irene.
En ese momento, las burbujas desaparecieron en un triunfo de estallidos de colores irisados. La visión del mundo desapareció por unos instantes de las retinas de los asistentes al prodigio. Aquello marcaba el fin… o tal vez el principio.
La máquina de los milagros no volverá a ser utilizada —sentenció el anciano, con un asomo de compunción en su acento.
—Ya lo sé, señor —asintió Guzmán de Arteaga, triste pero en el fondo alegre—. Sólo resta esperar que fructifique la semilla que ha sido sembrada.
Inopinadamente, alzó por encima de sus hombros la máquina de los milagros, y, como hiciera Moisés con las Tablas de la Ley, la arrojó con determinación al suelo, donde se descompuso en mil pedazos inidentificables.
Acto seguido, el anciano dijo con voz de trueno:
—Desde ahora se opera un cambio. No olviden las palabras que el inventor de la máquina prodigiosa ha pronunciado. La humanidad, en su conjunto, dispone de los medios necesarios para decir adiós a las tristezas, al hambre y a las guerras. Para esto es necesario perdonar y partir de cero. Que los poderosos olviden la desesperación de los humildes y sus actos dictados por la misma, y que los humildes sepan que, aunque no puedan olvidar el dolor, la gloria del perdón les hará ser sublimes. Desde este momento, y en virtud de las condiciones acordadas con el estado español, son todos libres. Pueden ir en paz.
Apenas se había disipado el eco de la última palabra del anciano, Guzmán de Arteaga ya bajaba premioso los escalones del estrado. Sólo tenía una vida para aprovecharla de la mejor manera posible. Su corazón albergaba el deseo dolorosamente diferido de amar, y el objeto de su amor aguardaba a pocos pasos de allí. Irene ya corría a su encuentro, con los brazos extendidos en una adorable pose de bailarina.
El amor los había unido, y no querían que ninguna circunstancia de la vida los separase. Su abrazo constituyó un ejemplo para la multitud. Realmente, sobraban motivos para perdonar y conceder un amplio margen a los buenos sentimientos.
Los padres y la hermana de Irene se quedaron atónitos al enterarse del sentimiento que mediaba entre ella y el peculiar profesor. Tendrían que asumirlo. Ese hombre le sacaba demasiados años a ella. Resultaba cuando menos incómodo imaginarlo, pero nadie dijo jamás que los caminos de la dicha y el amor fueran sencillos de recorrer. Como quiera, Irene estaba aquí, sana y salva… y feliz por añadidura.
El anciano, consciente de que su misión ya estaba cumplida, tomó la opción de retirarse discretamente, de desaparecer como un barco en la niebla, sin vaticinar un próximo regreso. El estrado vacío quedaría como única huella de su paso por tan trascendente episodio de la historia de la ciudad portuaria de Gijón.
Un júbilo inexplicable se apoderó de la multitud. A muchos les entraban ganas de bailar y gritar de alegría. Casi nadie entendía todas las implicaciones de lo que había ocurrido, pero ¿por qué había que dar margen a la tristeza cuando, según se presumía, había amplias razones para alimentar la esperanza? La gaita, que antes entonara cánticos guerreros, ahora se desgañitaba en joviales tonadas. El mundo que había al otro lado de las cámaras de televisión, se hizo eco de la grandeza que estaba contemplando. En todos los países hubo sonrisas y gestos triunfales. Eran tiempos navideños, y el barrio de Cimavilla refulgía como una gema cercada por el mar.
Diego Barrientos observó que alguien le venía al encuentro, entre medias del jolgorio de la multitud. Se trataba del coronel Bertin. Le acompañaba un contrito comandante Serrano, que a todas luces intuía los desafueros de su superior al mando. Barrientos hubiera dado cualquier cosa por evitar semejante encuentro.
Había algo diferente en la fisonomía del coronel; se diría que se había borrado todo rastro de crueldad y petulancia. Pero Barrientos se puso a la defensiva, por cuanto no podía evitar el recuerdo de todo lo malo de su relación con el coronel Bertin. Su cuerpo, aún magullado, experimentó una alerta de prevención.
—Diego, vengo a pedirte perdón… Con todo lo más sincero que hay en mí.
Una isla de silencio emergió en medio de la alharaca circundante. La incomodidad de Barrientos resultaba casi insoportable. Pero en cuanto tuvo delante los ojos de su antagonista, sus facciones se relajaron y cobró arrestos para declarar:
—Si yo he sido perdonado, no tengo razón para no perdonar a mi vez. Por mí queda todo olvidado, mi coronel.
—Déjame darte un abrazo.
Sin poder reprimirse, Barrientos se vio abocado a un abrazo con el que hasta hace poco fuera su encarnizado enemigo. No quería pararse a considerar si el arrepentimiento del coronel Bertin era verdadero o fingido, movido tal vez por el temor de que salieran a la luz los malos tratos que había infligido al hombre que ahora estrechaba entre sus brazos. Barrientos no sucumbió demasiado a esa efusión, pero se dejó hacer. Tras tanta vida de sufrimientos, necesitaba dar un nuevo rumbo a su existencia… Emoción por parte del culpable, ratificada por derramamiento de lágrimas, misericordiosa indolencia por la del inocente. Las lágrimas no borran el pasado, pero contribuyen a aliviar los dolores del mismo. El abrazo duró más tiempo del que Barrientos hubiera deseado.
—Gracias, Diego.
—No hay de qué —pronunció con acento glacial.
—Me tendrás siempre para lo que necesites.
—Gracias.
Entonces, Barrientos se apercibió de que otro rostro se destacaba en medio de la muchedumbre allí apiñada. Una mujer que le contemplaba con maternal cariño. Una mujer cuya cabellera la brisa del cielo alborotaba en plateados mechones.
—¡María de la Encina!
Esta vez el nuevo abrazo se adaptó a los deseos de Barrientos, hasta el punto de que se le acabaron saltando las lágrimas.
—Querido Diego.
—¡Qué bueno tenerte aquí, María de la Encina!
La doctora Canales no quería deshacer el abrazo del amigo fiel, al que hacía tiempo consideraba su hijo querido.
—Tomé el coche y vine desde Madrid sin concederme un respiro. ¡Cuánto me alegra ver que estás bien!
—Fracasamos.
—¡De eso nada! Nuestro triunfo ha sido clamoroso.
La gaita seguía templando los aires de la fiesta, ahora apoyada por los risueños tientos de un acordeón. La alcaldesa, tras mantener un breve parlamento con el delegado del gobierno, buscó la presencia de Sebastián, su vigilante en las horas de la rebelión. Puso su mano en la de él, y un calor muy vivo se traspasó de unas venas a otras. Se miraron. Ella sonrió sinceramente, y él dejó aparcada su habitual expresión de melancolía; tenía todos los motivos para sonreír a su vez.
El padre Leandro y el macarrilla de Borja también estaban en los mejores términos.
—¡Ey, páter, qué dabuten que todo haya terminado así!
—No digas palabrotas ni blasfemes, hijo mío, o me veré obligado a negarte la absolución.
—Me la ibas a dar de todas formas.
—No estés tan seguro.
Se dieron un abrazo entre risas.
Jerónimo Ortega, tras estar tantos meses al frente del movimiento del 15-M en Gijón, se sentía como un reloj sin maquinaria. Las cosas habían terminado aparentemente bien. El tiempo diría si era necesario proseguir la lucha o empeñar otras nuevas. De momento, los del 15-M parecían bien integrados en el jolgorio general. Jerónimo presentía que sería difícil volver a convocar a sus camaradas. La soledad ya formaba un halo invisible en torno a él. El acordeón sonó muy cerca de sus oídos. Agachó la cabeza y entornó los ojos.
Irene había presentado a Guzmán de Arteaga a su familia. Los padres de ella le miraron con cierta suspicacia y prevención, no obstante la importancia y el protagonismo que toda la multitud le había adjudicado. Irene aseguró que él era el hombre de su vida y que jamás buscaría en otros jóvenes de su edad lo que había encontrado en la persona de Guzmán de Arteaga. El padre de ella no pudo por menos de preguntar:
—¿Estáis seguros de lo que estáis haciendo?
—Totalmente, papá —repuso Irene convencida.
Guzmán de Arteaga ladeó la cabeza con marcado gesto de melancolía. Era consciente del tesoro de juventud y bondad que había conquistado y de lo poco merecedor que se consideraba del mismo.
—Señor profesor, cuide de mi niña —le dijo la madre de ella.
Los lagrimales de Guzmán de Arteaga casi acabaron segregando fluido de emoción.
—Si valiera cambiar mi vida por la de Irene, no duden que lo haría con toda felicidad.
—No dudamos que así sería —dijo el padre.
—¡Amor mío!
Irene lo apretó entre sus brazos, lo cual dio mayor énfasis a la celebración que les rodeaba. Aunque por pudor Guzmán de Arteaga se había privado de besar a su amada, ésta tomó la iniciativa. La felicidad que ambos experimentaban, aventaja todo intento de descripción.
CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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