martes, 9 de febrero de 2016

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XXI) - Casa de acogida


Cruzaron la cancela de entrada. Caminaron a través de un jardín en el que los espacios arenosos aventajaban a los mantos vegetales; era lógico teniendo en cuenta la inmediatez de las dunas costeras y la verticalidad con que el sol se derramaba en esa parte del litoral.
La fachada de la casa exhibía tres adustas filas de ventanas, cubiertas de persianas de estera. Sobre el dintel de la puerta, de poco acordes resonancias neoclásicas, campaba un enorme azulejo en el que aparecía una Virgen de manto azulado sosteniendo en su regazo a un mofletudo Niño Jesús. Y, por encima de este azulejo, describiendo un perfecto semicírculo, aparecía, en letras castellanas, la siguiente inscripción: “Asilo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”.
Ellos se extrañaron de que no se oyeran voces y no hubiera niños jugando en los columpios y toboganes del jardín. Mediaba la mañana, y habían venido derechos desde el galpón. Aunque estuviesen agotados del viaje desde Los Ángeles, no querían descuidar lo que estimaban su obligación.
El calor de la mañana de junio se imponía con las reverberaciones de la arena. Rebeca pulsó el timbre de la institución; un sonido como de campanas amordazadas cundió por el interior. Pasó un rato y nadie acudía a abrir. Rebeca repitió la llamada. Entretanto, Jem miraba con desconfianza la calma de espejo del océano y las calinas del horizonte de tierra, de una gualda y amenazadora transparencia.
–Parece que va a haber movimiento en el desierto –musitó–. El mar se pondrá bravo en menos de dos horas.
Tras un tercer intento de llamada, acertaron a escuchar un malhumorado “ya voy” y el sonido de unos pasos propagándose por un corredor. Al cabo se oyó un cerrojo al ser descorrido, la puerta se abrió crujiendo sobre sus goznes y en el vano de la misma se perfiló el rostro de una mujer que aparentaba ancianidad sin haber llegado a la edad apropiada. Fijándose más en él, se trataba de un rostro delgado y cadavérico, sembrado de arrugas, pálido como si lo hubieran lavado con lejía. El color de los ojos era similar al de las hojas podridas en un charco de lluvia. Pese al calor de esa hora próxima al mediodía, vestía una chaqueta de puntilla marrón y una falda plisada de igual color, que le cubría por debajo de las pantorrillas y sólo dejaba vista a los talones antes de embutirse éstos en unos adustos zapatos conventuales.
–¿Qué quieren? –preguntó con una voz tan adusta como su propia fisonomía.
–Quiero a mi hija –se apresuró a responder Rebeca, y, reparando en la presencia de Jem, inmediatamente rectificó–: Queremos a nuestra hija.
A la mujer se le avinagró el gesto a ojos vistas, que si antes era adusto ahora se mostraba del todo hostil.
–Los niños que hay aquí –dijo con palabras atropelladas– se distinguen por no tener padres.
–No es el caso de nuestra hija –repuso Rebeca imprimiendo cierta nota de desafío a su tono de voz–. Quiero verla ahora mismo.
–No es el modo de proceder. Primero habrá que ver si su hija está aquí y si en verdad es su hija.
Rebeca sacó un documento hecho dobleces del interior de su bolso de mano.
–Aquí tengo la partida de nacimiento de mi hija, Melody Sandoval. Nosotros somos en verdad sus padres, y recientemente nos hemos casado por la Iglesia. Puedo demostrarlo con más documentos. Así que no nos haga perder el tiempo, y llévenos a presencia de nuestra hija.
–No está aquí –dijo la mujer tras examinar la partida de nacimiento con mirada turbia.
–¿Dónde, pues? –se impacientó Rebeca.
–De excursión en el mar.
–¡En el mar! –terció Jem alterándose–. ¿En un día como éste?
–El párroco alquiló una embarcación y ha sacado a los niños al mar. Las previsiones meteorológicas daban bueno y eso se aprecia.
–¡Maldición! El mar se burla de las previsiones meteorológicas. De aquí a un rato se va a armar una borrasca tremenda. Ese cielo se va a poner amarillo de yema de huevo, las nubes que se formen se van a cargar de rayos, los vientos se levantarán y las olas se desatarán… Sólo un necio saldría a navegar en estas condiciones.
–¿Y cómo lo sabe usted?
–Sé cuándo no debo jugar a marinerito. ¿Quién gobierna la embarcación?
–Mister Seygfried mismamente. Él sirvió en la Marina cuando era joven.
–Me lo puedo figurar: en la cocina pelando patatas.
–De eso nada. Desempeñó la labor de capellán militar.
–¡Cielo santo! ¿Qué rumbo tomó la embarcación?
–No sé –se azaró la mujer–. Me parece que iban a Santa Catalina.
–¡Tengo que irme! Quédate tú aquí, Rebeca, resolviendo lo demás.
–¿Adónde vas? –preguntó ella.
Mientras Jem se ponía correr, se dio un instante la vuelta, hizo un signo de incertidumbre ladeando los hombros y, antes de proseguir su marcha, dijo casi gritando:
–¡No lo sé todavía!

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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