Cruzaron
la cancela de entrada. Caminaron a través de un jardín en el que los espacios
arenosos aventajaban a los mantos vegetales; era lógico teniendo en cuenta la
inmediatez de las dunas costeras y la verticalidad con que el sol se derramaba
en esa parte del litoral.
La
fachada de la casa exhibía tres adustas filas de ventanas, cubiertas de
persianas de estera. Sobre el dintel de la puerta, de poco acordes resonancias
neoclásicas, campaba un enorme azulejo en el que aparecía una Virgen de manto
azulado sosteniendo en su regazo a un mofletudo Niño Jesús. Y, por encima de
este azulejo, describiendo un perfecto semicírculo, aparecía, en letras
castellanas, la siguiente inscripción: “Asilo de Nuestra Señora del Perpetuo
Socorro”.
Ellos
se extrañaron de que no se oyeran voces y no hubiera niños jugando en los
columpios y toboganes del jardín. Mediaba la mañana, y habían venido derechos
desde el galpón. Aunque estuviesen agotados del viaje desde Los Ángeles, no
querían descuidar lo que estimaban su obligación.
El
calor de la mañana de junio se imponía con las reverberaciones de la arena.
Rebeca pulsó el timbre de la institución; un sonido como de campanas
amordazadas cundió por el interior. Pasó un rato y nadie acudía a abrir. Rebeca
repitió la llamada. Entretanto, Jem miraba con desconfianza la calma de espejo
del océano y las calinas del horizonte de tierra, de una gualda y amenazadora
transparencia.
–Parece
que va a haber movimiento en el desierto –musitó–. El mar se pondrá bravo en
menos de dos horas.
Tras
un tercer intento de llamada, acertaron a escuchar un malhumorado “ya voy” y el
sonido de unos pasos propagándose por un corredor. Al cabo se oyó un cerrojo al
ser descorrido, la puerta se abrió crujiendo sobre sus goznes y en el vano de
la misma se perfiló el rostro de una mujer que aparentaba ancianidad sin haber
llegado a la edad apropiada. Fijándose más en él, se trataba de un rostro
delgado y cadavérico, sembrado de arrugas, pálido como si lo hubieran lavado
con lejía. El color de los ojos era similar al de las hojas podridas en un
charco de lluvia. Pese al calor de esa hora próxima al mediodía, vestía una
chaqueta de puntilla marrón y una falda plisada de igual color, que le cubría
por debajo de las pantorrillas y sólo dejaba vista a los talones antes de
embutirse éstos en unos adustos zapatos conventuales.
–¿Qué
quieren? –preguntó con una voz tan adusta como su propia fisonomía.
–Quiero
a mi hija –se apresuró a responder Rebeca, y, reparando en la presencia de Jem,
inmediatamente rectificó–: Queremos a nuestra hija.
A
la mujer se le avinagró el gesto a ojos vistas, que si antes era adusto ahora
se mostraba del todo hostil.
–Los
niños que hay aquí –dijo con palabras atropelladas– se distinguen por no tener
padres.
–No
es el caso de nuestra hija –repuso Rebeca imprimiendo cierta nota de desafío a
su tono de voz–. Quiero verla ahora mismo.
–No
es el modo de proceder. Primero habrá que ver si su hija está aquí y si en
verdad es su hija.
Rebeca
sacó un documento hecho dobleces del interior de su bolso de mano.
–Aquí
tengo la partida de nacimiento de mi hija, Melody Sandoval. Nosotros somos en
verdad sus padres, y recientemente nos hemos casado por la Iglesia. Puedo
demostrarlo con más documentos. Así que no nos haga perder el tiempo, y
llévenos a presencia de nuestra hija.
–No
está aquí –dijo la mujer tras examinar la partida de nacimiento con mirada
turbia.
–¿Dónde,
pues? –se impacientó Rebeca.
–De
excursión en el mar.
–¡En
el mar! –terció Jem alterándose–. ¿En un día como éste?
–El
párroco alquiló una embarcación y ha sacado a los niños al mar. Las previsiones
meteorológicas daban bueno y eso se aprecia.
–¡Maldición!
El mar se burla de las previsiones meteorológicas. De aquí a un rato se va a
armar una borrasca tremenda. Ese cielo se va a poner amarillo de yema de huevo,
las nubes que se formen se van a cargar de rayos, los vientos se levantarán y
las olas se desatarán… Sólo un necio saldría a navegar en estas condiciones.
–¿Y
cómo lo sabe usted?
–Sé
cuándo no debo jugar a marinerito. ¿Quién gobierna la embarcación?
–Mister
Seygfried mismamente. Él sirvió en la Marina cuando era joven.
–Me
lo puedo figurar: en la cocina pelando patatas.
–De
eso nada. Desempeñó la labor de capellán militar.
–¡Cielo
santo! ¿Qué rumbo tomó la embarcación?
–No
sé –se azaró la mujer–. Me parece que iban a Santa Catalina.
–¡Tengo
que irme! Quédate tú aquí, Rebeca, resolviendo lo demás.
–¿Adónde
vas? –preguntó ella.
Mientras
Jem se ponía correr, se dio un instante la vuelta, hizo un signo de
incertidumbre ladeando los hombros y, antes de proseguir su marcha, dijo casi
gritando:
–¡No
lo sé todavía!
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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