Hoy me ha saludado con mi nombre de pila, al pie de la acacia aletargada por el invierno (aunque ya con alguna leve flor y yemas ebrias de primavera temprana), la cual vi plantar cierto día de octubre de 1979. ¡Qué grande se ha puesto desde entonces!
Me ha saludado con mi nombre de pila, e iba empujando un carrito en cuyo interior se veía un bebé rollizo y sonrosado, bien dormidito, de apenas un mes de vida. Y he pensado que la vida de Jennifer acapara un buen pellizco de mi propia vida. Su mamá la trajo al mundo el 24 de febrero (mañana es su cumpleaños) de 1981, un día después de la intentona golpista de aquel bigotudo teniente coronel de apellido Tejero. Aún creo verla como esta mañana he visto a su hijo en el cochecito... La acacia no se alzaba entonces ni siquiera a dos metros del suelo.
Me parece ver todavía sus cabellos desgreñados, cuando aprendió a caminar, y su morrillo manchado de crema de cacao. Sus ojos semejaban dos uvas de las que nace el vino de Málaga. Solía seguirme con sus balbuceos a lo largo de la acera, y una vez tuve que evitar que se acercara a las fauces de un perro vagabundo... La acacia se atrevió a echar sus primeras hojas.
Luego ya la vi en la época del colegio, con el lazo azul en su pelo castaño, el pichi gris y la faldita plisada del uniforme que usaban las alumnas de las Hijas de la Caridad. Y su cartera a los hombros, que entonces no tenía semejes de mochila. Jennifer era como el ángel de la mañana que desplegaba sus alas entre los charcos de lluvia de la ciudad... La acacia estiró sus ramas, y pronto empezaría a dar sombra.
Un día, de repente, dejó de mostrarnos su torso desnudo en aquellos calurosos días de verano. Las pecas adornaron su rostro, y empezó a disfrutar de las noches de adolescencia. Regresaba tarde a casa, llevando sobre su cielo un enjambre de estrellas. Y traía sus labios tibios de tantos besos... La acacia ya tenía una copa esplendorosa.
Un día se deshizo de sus vestidos de infancia, comenzó a llevar atuendos vanguardistas, a teñirse el pelo de mil colores, a utilizar exageradas sombras de ojos, a hacerse más agujeros en los lóbulos de sus bonitas orejas, a fumar como un carretero y a beber como un cosaco. Ya nada recordaba a aquella dulce paloma que vi enfundada en su vestido de Primera Comunión. Su madre se quejaba de que se había vuelto muy rebelde y no estudiaba. A mí apenas si me saludaba... Un día la copa de la acacia se vio sacudida por cruentas ráfagas de tormenta, mas no pudieron doblegarla.
Sí, Jennifer, me culpo por haberte olvidado a partir de aquel entonces. Yo miraba a los escalones cuando creía que tú pasabas a mi lado. No me apercibí de que en algún momento sentaste cabeza, estudiaste para enfermera y te casaste con un hombre que trabajaba en una entidad bancaría... No me di cuenta de lo cambiada que estaba la acacia.
Y he aquí que esta mañana has saludado a tu viejo vecino, junto a la acacia que se ha nutrido de nuestras vidas... La acacia cuya primera flor de la ya cercana primavera ha caído dentro del carrito de tu precioso bebé.
El jardinero de las nubes.
Me ha saludado con mi nombre de pila, e iba empujando un carrito en cuyo interior se veía un bebé rollizo y sonrosado, bien dormidito, de apenas un mes de vida. Y he pensado que la vida de Jennifer acapara un buen pellizco de mi propia vida. Su mamá la trajo al mundo el 24 de febrero (mañana es su cumpleaños) de 1981, un día después de la intentona golpista de aquel bigotudo teniente coronel de apellido Tejero. Aún creo verla como esta mañana he visto a su hijo en el cochecito... La acacia no se alzaba entonces ni siquiera a dos metros del suelo.
Me parece ver todavía sus cabellos desgreñados, cuando aprendió a caminar, y su morrillo manchado de crema de cacao. Sus ojos semejaban dos uvas de las que nace el vino de Málaga. Solía seguirme con sus balbuceos a lo largo de la acera, y una vez tuve que evitar que se acercara a las fauces de un perro vagabundo... La acacia se atrevió a echar sus primeras hojas.
Luego ya la vi en la época del colegio, con el lazo azul en su pelo castaño, el pichi gris y la faldita plisada del uniforme que usaban las alumnas de las Hijas de la Caridad. Y su cartera a los hombros, que entonces no tenía semejes de mochila. Jennifer era como el ángel de la mañana que desplegaba sus alas entre los charcos de lluvia de la ciudad... La acacia estiró sus ramas, y pronto empezaría a dar sombra.
Un día, de repente, dejó de mostrarnos su torso desnudo en aquellos calurosos días de verano. Las pecas adornaron su rostro, y empezó a disfrutar de las noches de adolescencia. Regresaba tarde a casa, llevando sobre su cielo un enjambre de estrellas. Y traía sus labios tibios de tantos besos... La acacia ya tenía una copa esplendorosa.
Un día se deshizo de sus vestidos de infancia, comenzó a llevar atuendos vanguardistas, a teñirse el pelo de mil colores, a utilizar exageradas sombras de ojos, a hacerse más agujeros en los lóbulos de sus bonitas orejas, a fumar como un carretero y a beber como un cosaco. Ya nada recordaba a aquella dulce paloma que vi enfundada en su vestido de Primera Comunión. Su madre se quejaba de que se había vuelto muy rebelde y no estudiaba. A mí apenas si me saludaba... Un día la copa de la acacia se vio sacudida por cruentas ráfagas de tormenta, mas no pudieron doblegarla.
Sí, Jennifer, me culpo por haberte olvidado a partir de aquel entonces. Yo miraba a los escalones cuando creía que tú pasabas a mi lado. No me apercibí de que en algún momento sentaste cabeza, estudiaste para enfermera y te casaste con un hombre que trabajaba en una entidad bancaría... No me di cuenta de lo cambiada que estaba la acacia.
Y he aquí que esta mañana has saludado a tu viejo vecino, junto a la acacia que se ha nutrido de nuestras vidas... La acacia cuya primera flor de la ya cercana primavera ha caído dentro del carrito de tu precioso bebé.
El jardinero de las nubes.
4 comentarios:
Simplemente preciosa la comparativa ...
GRACIAS por transmitirnos tantas cosas Jardinero.
Un abrazo:
CCH
muy lindo y emotivo toda tu historia. Asi es la historia de muchos, llenas de altos y bajos y con grandes sorpresas en el camino.
un abrazo. judith
Preciosa historia que nos muestras de tu vida.
Besos
Tiene usted un corazón enorme, tan grande que me surgen dudas de cómo cane en un pecho.
Hermosa historia que narras desde el interior. Los pasajes de la vida y la gente que Dios pone en ella, todo tiene un por qué y un significado. De todo se aprende. Y nace una sonrisa franca cuando vemos cómo la vida se endereza y todo vuelve a la normalidad.
La acacia...
Un abrazo.
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