Dedicado a quien no se lo puedo dedicar.
La política es para el momento (decía Einstein), para este mundo que alejado del cielo se aboca a su propia ruina. Le vieron como el mensajero de la esperanza, y le recibieron con alborozo cuando aceptó ocupar el cargo ofrecido. Pero el juego político implica satisfacer a unos y desagradar a otros. Su espalda, otrora tan recta y gallarda, empezó a doblarse por el peso de la edad. Su desempeño político levantó hacia él brotes de inquina y animosidad. No podía mirar a los cielos y hundirse al mismo tiempo en el légamo de la política. El dolor de su cuerpo no aflojaba, y la vida pasaba rápidamente. Cerró los ojos, saboreó el aliento divino y cerró las puertas de su despacho…, para no volver a abrirlas nunca más.
Pronto lo olvidaron, y en el silencio de su alma buscó a Dios y también los recuerdos de la flor ausente del cementerio.
Los cielos de Aldea festejaban los colores del crepúsculo, y desde su ventana el campo soltaba un bostezo de bruma azulada. El pájaro se sumergía en la profundidad de la nube tintada, y el rebaño apagaba sus balidos en el recogimiento de la majada del cerro cercano. El dolor físico se acrecentaba, y de sus labios de ceniza brotaban las preces para el Dios de las horas crepusculares. Venían los hijos a visitarle, y le veían ensimismado en el silencio de sus meditaciones; cuando ellos se iban, se avivaba su deseo de abrazarles... Pero ya se habían ido, y sólo le quedaba para abrazar un montículo de lecturas piadosas.
La primavera extendía sus estandartes de verdor, y ya el cuerpo no le permitía ir más allá del marco de su ventana.
Entonces, una tarde de lluvia, me vio pasar por la acera del otro lado. Y supuso que yo marchaba a rezar a la catedral de los campos, hiciera niebla, sereno o hubiera hielo en las cunetas; y esta suposición alcanzó mayor entidad otra mañana de lluvia que me vio pasar de nuevo. Su alma, avezada a la presencia de Dios en la soledad, quiso armarse de mis pies y emprender las sendas de mis oraciones. Yo todavía podía hacerlo, aunque mi propio ocaso no se perfilaba lejano.
Una vez miré a su ventana, y sus ojos flotaban en el lago de las lágrimas. Apoyó su mano en el vidrio ornado de nubes y sol, y yo levanté mi mano; mis rezos acompañarían los suyos desde los campos.
Aunque nadie se lo había dicho, sabía que era yo, el jardinero de las nubes, y se dio cuenta de que nunca tuvimos ocasión de hablar juntos. Es cierto: la primera vez que me miró desde su ventana vespertina, supo que era yo. Y desde mis propios sueños, me enviaba mensajes: "Sal a los campos y reza conmigo. Haz lo que a mí me está vedado, y no te preocupes si dudan de tu juicio: el camino del cielo es un camino de locura..."
Él se cobijaba entre las sombras de su oratorio. Bajaba una cuarta las persianas, engarzaba el rosario a sus anquilosados dedos y repetía las palabras que a mí no me era dado articular. Pero sin saber cómo ni por qué, yo también rezaba, apoyado junto al almendro de la vera del camino, cuyas ramas enrojecían con la savia que transportaba el germen de las flores.
Una noche soñé que yo le comunicaba algo. Lo vi frente a su espejo, en la hora de su aseo matutino. Cogió la brocha de afeitar, y amasó nubes de jabón aromático encima del cerro de la Higuera; y yo, escondido entre los eucaliptos, rezaba por él y por mí mismo.
Una mañana de verano, el dolor curvó su espalda. Se apoyó en el alféizar de la ventana, y miró a la alondra que moraba en los campos del amanecer y que de vez en cuando le traía con su jovial vuelo noticias de Dios. El dolor era insufrible. Con los ojos anegados en lágrimas, le dijo a la alondra: "Busca al jardinero, y dile que hemos de rezar juntos de nuevo; que hemos de rezar por mi vida y el cese de mi dolor". Y vi la alondra sobre el cerro de la Higuera, desenvolviéndose entre nubes de jabón de afeitar. Era la hora del ocaso, y doblé mi rodilla en dirección a las luces mortecinas. Alguien sufría, él sufría, y necesitaba unir sus oraciones con las mías.
Y me vio otra vez esta mañana, inmerso en la costra de la niebla. Miré hacia su ventana, y le presentí tras los vidrios vaporosos. Su mano formaba arabescos con el vaho, y adiviné que me estaba saludando. "¿Saldrás esta tarde a rezar?". Me escondí tras la niebla, y mi mente empezó a hilar palabras. "Cuando el calor del mediodía haya remitido, y por la tierra se despliegue el frescor del atardecer, rezaré por usted y por mí; por los que han de ser consolados y por el rápido tránsito de la vida... Y estará usted en esta tierra para compartir muchas tardes de rezos conmigo".
Mis pies me alejaron de su presencia, y mi alma me acercó a su alma.
La noche ha caído, y en la tibieza del lecho descansa su espalda dolorida, su vida añeja y su melancolía de la soledad. Su almohada sostiene la sonrisa de una conciencia limpia, la grandeza de un alma que quiere estar bien dispuesta para entregarse a Dios en el santuario de los cielos.
Mientras tanto, mi alma intuye que tanto en el cielo como en la tierra mi santuario está en las nubes.
El jardinero de las nubes.
La política es para el momento (decía Einstein), para este mundo que alejado del cielo se aboca a su propia ruina. Le vieron como el mensajero de la esperanza, y le recibieron con alborozo cuando aceptó ocupar el cargo ofrecido. Pero el juego político implica satisfacer a unos y desagradar a otros. Su espalda, otrora tan recta y gallarda, empezó a doblarse por el peso de la edad. Su desempeño político levantó hacia él brotes de inquina y animosidad. No podía mirar a los cielos y hundirse al mismo tiempo en el légamo de la política. El dolor de su cuerpo no aflojaba, y la vida pasaba rápidamente. Cerró los ojos, saboreó el aliento divino y cerró las puertas de su despacho…, para no volver a abrirlas nunca más.
Pronto lo olvidaron, y en el silencio de su alma buscó a Dios y también los recuerdos de la flor ausente del cementerio.
Los cielos de Aldea festejaban los colores del crepúsculo, y desde su ventana el campo soltaba un bostezo de bruma azulada. El pájaro se sumergía en la profundidad de la nube tintada, y el rebaño apagaba sus balidos en el recogimiento de la majada del cerro cercano. El dolor físico se acrecentaba, y de sus labios de ceniza brotaban las preces para el Dios de las horas crepusculares. Venían los hijos a visitarle, y le veían ensimismado en el silencio de sus meditaciones; cuando ellos se iban, se avivaba su deseo de abrazarles... Pero ya se habían ido, y sólo le quedaba para abrazar un montículo de lecturas piadosas.
La primavera extendía sus estandartes de verdor, y ya el cuerpo no le permitía ir más allá del marco de su ventana.
Entonces, una tarde de lluvia, me vio pasar por la acera del otro lado. Y supuso que yo marchaba a rezar a la catedral de los campos, hiciera niebla, sereno o hubiera hielo en las cunetas; y esta suposición alcanzó mayor entidad otra mañana de lluvia que me vio pasar de nuevo. Su alma, avezada a la presencia de Dios en la soledad, quiso armarse de mis pies y emprender las sendas de mis oraciones. Yo todavía podía hacerlo, aunque mi propio ocaso no se perfilaba lejano.
Una vez miré a su ventana, y sus ojos flotaban en el lago de las lágrimas. Apoyó su mano en el vidrio ornado de nubes y sol, y yo levanté mi mano; mis rezos acompañarían los suyos desde los campos.
Aunque nadie se lo había dicho, sabía que era yo, el jardinero de las nubes, y se dio cuenta de que nunca tuvimos ocasión de hablar juntos. Es cierto: la primera vez que me miró desde su ventana vespertina, supo que era yo. Y desde mis propios sueños, me enviaba mensajes: "Sal a los campos y reza conmigo. Haz lo que a mí me está vedado, y no te preocupes si dudan de tu juicio: el camino del cielo es un camino de locura..."
Él se cobijaba entre las sombras de su oratorio. Bajaba una cuarta las persianas, engarzaba el rosario a sus anquilosados dedos y repetía las palabras que a mí no me era dado articular. Pero sin saber cómo ni por qué, yo también rezaba, apoyado junto al almendro de la vera del camino, cuyas ramas enrojecían con la savia que transportaba el germen de las flores.
Una noche soñé que yo le comunicaba algo. Lo vi frente a su espejo, en la hora de su aseo matutino. Cogió la brocha de afeitar, y amasó nubes de jabón aromático encima del cerro de la Higuera; y yo, escondido entre los eucaliptos, rezaba por él y por mí mismo.
Una mañana de verano, el dolor curvó su espalda. Se apoyó en el alféizar de la ventana, y miró a la alondra que moraba en los campos del amanecer y que de vez en cuando le traía con su jovial vuelo noticias de Dios. El dolor era insufrible. Con los ojos anegados en lágrimas, le dijo a la alondra: "Busca al jardinero, y dile que hemos de rezar juntos de nuevo; que hemos de rezar por mi vida y el cese de mi dolor". Y vi la alondra sobre el cerro de la Higuera, desenvolviéndose entre nubes de jabón de afeitar. Era la hora del ocaso, y doblé mi rodilla en dirección a las luces mortecinas. Alguien sufría, él sufría, y necesitaba unir sus oraciones con las mías.
Y me vio otra vez esta mañana, inmerso en la costra de la niebla. Miré hacia su ventana, y le presentí tras los vidrios vaporosos. Su mano formaba arabescos con el vaho, y adiviné que me estaba saludando. "¿Saldrás esta tarde a rezar?". Me escondí tras la niebla, y mi mente empezó a hilar palabras. "Cuando el calor del mediodía haya remitido, y por la tierra se despliegue el frescor del atardecer, rezaré por usted y por mí; por los que han de ser consolados y por el rápido tránsito de la vida... Y estará usted en esta tierra para compartir muchas tardes de rezos conmigo".
Mis pies me alejaron de su presencia, y mi alma me acercó a su alma.
La noche ha caído, y en la tibieza del lecho descansa su espalda dolorida, su vida añeja y su melancolía de la soledad. Su almohada sostiene la sonrisa de una conciencia limpia, la grandeza de un alma que quiere estar bien dispuesta para entregarse a Dios en el santuario de los cielos.
Mientras tanto, mi alma intuye que tanto en el cielo como en la tierra mi santuario está en las nubes.
El jardinero de las nubes.
5 comentarios:
Qué bueno que tu alma presienta la soledad y el sufrimiento de otro tan cercano, que fue tan popular y ahora necesita de tus oraciones, es bueno saber que hay paz en su corazón, y quien pasa por su ventana le entrega su cariño y su bondad.
Besos
SOLEDAD
Tristeza insoportable que embarga nuestra alma,
cual pájaro presente de otra vida añorada.
Recuerdos imborrables que nos roban la calma,
sin dejar que olvidemos la existencia pasada.
Angustia inmarcesible que abanza destruyendo
a un ayer que se ofrece díficil de olvidar,
abandonando inerte a un pobre ser pudendo
destrozado a jirones en su largo vagar.
Temores inauditos de este futuro incierto
que sólo ya desdichas nos pueda deparar,
dejando muy maltrecho a un corazón abierto
que sangra a borbotones en su triste pasar.
¡¡Pero la vida sigue,impávida,fluyendo,
y todos desconocen que llegará el momento
en que sus propias carnes irán reconociendo,
lo cruel de este momento!!
La lectura de tus textos envuelve en una atmósfera como mágica. Tus decripciones son exquisitas y los temas de tan humanos se hacen universales.
Gracias por compartirlo.
Abrazos
Bye
La historia es dulce y los pasajes se visualizan con facilidad.
A mi, al leerla, me ha dado mucha paz y eso es de agradecer.
El final es una joya, cuando la conciencia está limpia el alma se prepara, una mano sigue tendida y rezando por él.
Hermoso, jardinero de las nubes. Un corazón grande, ya lo dije el otro dia.
Un abrazo.
Quien habla siembra,
quien escucha recolecta.
Un abrazo.
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