Mis planes no son como vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos (Is 55, 8).
¿De dónde le viene a éste todo esto? ¿Qué sabiduría es ésa que le ha sido dada? (Lc 6, 2).
Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y en su casa (Mt 14, 57).
Era un jueves por la tarde, y la luz del cielo brillaba sobre Santander. “Pick, Pick”… Don José del Río, poeta del mar y flor y nata del periodismo cántabro. Es la suya la piedra que nace de las olas, aquí en la avenida de la Reina Victoria, al arranque de la península de la Magdalena. Estatua de hombros caídos y gesto sonriente. Su pipa está congelada en el aire, sin exhalar volutas de humo aromático, que en tiempos se enredaran entre las teclas de una máquina de escribir. A sus espaldas, tras la pantalla de ubérrima vegetación, la playa del Camello abre un resquicio placentero en los confines del Cantábrico. Y hoy especialmente, el 30 de julio (la víspera de mi marcha de esta tierra amada), el sol celebra un idilio con la capital de las nubes. ¿Dónde estás, roca que recreas la figura de un camello? Buscándote, no he reparado en despedirme de la estatua del corpulento “Pick”.
Acometí la bajada hasta la entrada del recinto que una vez perteneciera a la Casa Real. Una finca que le fuera regalada por suscripción pública, y que después devolvió al pueblo a trueque de un generoso estipendio. Hoy es solaz para los santanderinos y sede de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Dejé a un lado un kiosco de helados y un furgón de churrería; como no soy de dulzainas, sólo pude dirigirles una mirada desdeñosa. Pero más despectiva todavía fue la mirada que hinqué en la entrada de la Real Sociedad de Tenis de la Magdalena: no me gusta nada todo lo que pueda oler a cubículo de ricachones. Podría comprarme el mejor helado puesto a la venta, pero mis caminos son distintos; llevo la ropa lavada varias veces, con la textura brillante y los colores apagados por tanto uso; más vale la limpieza que la ostentación. No soy nadie y estoy contento de no serlo, pues no me esclavizan hipocresías ni caprichos costosos. No soy el mejor hombre sobre la tierra, pero creo haber olvidado el sufrimiento de la envidia.
Atravesé el arco de acceso a la finca, y pude contemplar a mi derecha la famosa campa de la Magdalena, toda engalanada para los conciertos de verano. Sin embargo, yo giré a la izquierda, en sentido al mini zoo que bordea los acantilados que se abren al nordeste. El trenecito turístico rebosaba de visitantes, armados de cámaras y videocámaras. Por las superficies de césped, a la sombra de los pinos que antaño trajeran del segoviano palacio de Valsain, muchos grupos de santanderinos tendían toallas y manteles de picnic, y dejaban sus pies descalzos para sentir bajo sus plantas el fresco contacto de la hierba doncella.
Primero me topé con el recinto donde se encuentran las aves acuáticas. En mi alma alientan arraigadas devociones ornitológicas, y gasté mis buenos diez minutos contemplando aquel hermoso corro de patos y cisnes. Acto seguido me encaminé hacia el enclave de los pingüinos. Nunca llego a tiempo de verles comer, en todas las veces que he visitado la península de la Magdalena. Tampoco resulta fácil verlos por el apiñamiento de gente que se suele formar en derredor. Caminé un poquito más, y me encontré a la derecha el estanque de las focas, mamíferos de aletas cortas cuyos movimientos subacuáticos inducen a la relajación. Ese día el oleaje estaba suave, y pude enfilar sin empaparme el sendero que deja a un lado los rompientes hasta la hondonada de los leones marinos (mamíferos de aletas más largas y gargantas que desgranan estridentes trompeteos); en días de fuerte resaca, ese acceso suele estar cerrado. ¡¡Arg, arg, arg!!, vociferaba un león marino en un repecho arenoso… ¿“Estrella”?
Tras salvar unos cortos tramos de escalones, me presenté en el anchuroso mirador marino con vistas al abra del Sardinero. Allí se encuentran las carabelas (réplicas de las que utilizara Cristóbal Colón) y la balsa con las que el navegante cántabro Vital Alsar acometiera audaces expediciones a lo largo del Atlántico y del Pacífico. Parece mentira que en estos endebles cascarones se pudiera desafiar la violencia de tan adustos océanos. Me acomodé junto a la estatua de la sirena, que al insuflar aire en una caracola se enfrenta a la furia de los elementos que le alargan la cabellera en sentido contrario. Las carabelas y la endeble balsa de troncos constituyen veraces testimonios de la tenacidad y voluntad del alma humana. Si Vital Alsar salió airoso de sus empresas, que se presagiaban condenadas al fiasco, tú también, amigo Ángel, saldrás adelante y navegarás por las indómitas aguas de la vida. Tal fue mi oración junto a la estatua de la sirena, que se perfilaba tan esbelta como el mascarón de proa de un navío. Los niños trepaban por sus lomos, y los mayores se tomaban junto a ella las fotos del recuerdo. Una gaviota se posó en la punta del palo de mesana de la réplica de la Santa María.
Me asaltó el deseo de seguir la carretera que conduce al palacio de la Magdalena. Coches subían y bajaban. Era el tiempo de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que se imparten principalmente en la antigua residencia de la monarquía. Dejé el asfalto y seguí por la espesura que formaban los pinos gigantes que trajeron desde el monte del Pardo, en Madrid. Entre la sombra y los troncos distinguía las aguas azules de la marea alta. Una joven estudiante, muy bien vestida y con toda la pinta de asistir a un curso, inglesa tal vez, estaba sentada sobre las agujas de pino. Se había quitado los zapatos de tacón y adoptado la postura del loto. Sus cabellos rubios formaban sobre sus hombros bucles de oro en la penumbra. Su mirada divagaba en la lejanía del mar. Fue uno de los momentos en que me apercibí de que ya llevaba un buen zurrón de años a las espaldas. Con la edad de esta muchacha, ¿hubiera hecho yo lo mismo que ella? ¿Asistir a un curso de verano, rodearme de gente, sentarme a contemplar el mar; en definitiva, vivir y saber que estaba empleando bien la vida? Ahora yo caminaba entre los pinos gigantes del Pardo, y aún no se me pasaba por la cabeza quitarme las sandalias y recostarme en una joroba de césped para confundir mis pensamientos con la visión del mar.
Salvando la espesura, coroné la colina del palacio. Parece ser que a comienzos del siglo XX este vergel de vegetación boscosa y cultura universitaria no había pasado de ser un simple erial, aun cuando albergara las ruinas del castillo de San Salvador de Hano. “Cumbre desolada, yerto peñasco”, lo define el escritor cántabro Amós de Escalante (1831-1902) en su libro “Costas y Montañas”.
La afluencia de gentes del mundo académico era considerable; debía de ser muy importante la sesión que se estaría celebrando intramuros. En los atestados aparcamientos había unos cochazos que parecían niquelados, recién salidos de fábrica. No era baja la temperatura que reinaba aquella tarde soleada, y me produjo agobio ver tantas corbatas y trajes de raya diplomática. Se veían también mujeres escrupulosamente maquilladas y con sus mejores arreglos de peluquería. Ya he dicho que mis ropas no iban muy allá, y, al mezclarme entre tanto despliegue de elegancia, capturé algunas miradas de velado desprecio. Recuerdo en especial el gesto de un estirado cuarentón con aires de patriarca universitario, el pelo engominado y peinado hacia atrás y más botones que una mercería; se me grabó en la memoria la petulante curva de su boca mientras me miraba, pareciéndome hasta percibir el destello de un diente afilado, más blanco que las nieves de Groenlandia… No, estimado amigo, no quiero medirme contigo ni en conocimientos ni en percha. Cuando era joven, aún podían impresionarme sujetos de tu laya; aún podían mostrarme con ostentación las cimas que yo jamás podría coronar y hacer que me sintiera disminuido por eso. Es igual, los años han pasado y con ellos ha crecido el deseo de aprender siguiendo mi propio olfato y andando mis propios caminos. Me importan un huevo tus ínfulas de papagayo y la suma de tus conocimientos. Yo tengo mis propios conocimientos y son los que me sirven para mi verdadera vida. No puedes quitarme las cosas que aprendí y las ropas que llevo puestas. Si te molesta mi presencia, a mí no me molesta la tuya. Acaso haya un saber en el que te saque ventaja: el arte de haber superado todo sentido del ridículo. Y sí, pareces haber contagiado el escándalo que te ocasiono a alguno de tus compañeros y compañeras. ¿Tanto interés le despierta a esa señorona la trama desgastada de mis viejas bermudas? Me entran ganas de reír. Yo sólo quería admirar la arquitectura de la fachada del palacio, con sus influencias inglesas y francesas, su evidente estilo ecléctico, su escalinata de doble tramo, sus tejados a dos aguas… Ya, ya me marcho. Podéis respirar tranquilos, que la mosca ya deja de posarse en la azucarada carne de vuestra sandía.
Me asomé al parapeto de los acantilados y me complací en la vista de la isla del Mouro, con la torre de su faro rondada por innúmeras aves chillonas, que recuerda a la silueta de la prisión de If, en la que el conde de Montecristo dilapidara los años de su juventud en contra de su voluntad (creo que algo tenemos en común, Edmundo Dantés).
Ya no estaba el arco de piedra del islote de la Horadada, cerca de la isla de los Ratones, a medio camino hacia la playa del Puntal; hará unos cuatro años acabó vencido por la erosión del oleaje. Según una vieja leyenda, las cabezas de San Emeterio y San Celedonio, santos mártires de la cristiandad y actualmente patrones de la villa de Santander, fueron arrojadas al fondo de una barca de piedra en el río Ebro, a la altura de la ciudad romana de Calagurris (la actual Calahorra). La barca alcanzó el Mediterráneo y prosiguió su curso hasta el Estrecho de Gibraltar. Las recias corrientes del Atlántico la arrastraron hacia el Cantábrico y dicen que el arco rocoso del mencionado islote lo causó la colisión con tan singular embarcación. Hermosas leyendas las de las costas cántabras.
Después miré hacia la playa de Biquinis, y no pude reprimir una sonrisa picarona al recordar cómo ese bello arenal recibiera este nombre: según mis informes, las estudiantes extranjeras que acudían a los cursos de la Magdalena introdujeron en Santander la prenda de baño que tantas miradas lascivas ha acaparado en toda su historia; y la introdujeron en unos tiempos de mojigatería y conservadurismo en España, en los que bastaba desviarse la raya de un lápiz para avivar los fuegos del escándalo.
Una apacible ladera de hierba, pinos y matorrales diversos me condujo a los límites de la campa de la Magdalena. En una amplia explanada hay distribuidas numerosas atracciones para niños, a tiro de piedra del elegante edificio de las caballerizas reales. Empinado tejado de mansardas, muros que parecen revocados de mantequilla, sólidos armazones de madera…
Me adentré un poco más por los rincones solitarios de la colina, y, sin esperármelo, llegué junto al monumento a Félix Rodríguez de la Fuente. Casi escondido entre los pinos. Piedras carbonatadas, rostro hierático y un lobo en su proximidad, cual moderno Francisco de Asís en las florestas de Gubbio. ¿Quién se acuerda todavía de Félix, el amigo de los animales? Una canción aún resuena en mi cerebro, después de casi treinta años. Félix sembró el amor a la Naturaleza entre los televidentes de los años 70, e incluso supo llegar al corazón de los niños. Decían algunos que era de carácter adusto y gruñón, pero todo el mundo conoció su pasión y su laboriosidad en el trabajo. Muchos realizadores cinematográficos aún se admiran de cómo su cámara, con los precarios medios de la época, podía captar la intimidad de los animales en su hábitat natural. Y yo recuerdo que Félix consiguió desmitificar la fama de dañino y sanguinario del lobo ibérico; gracias a él, algunos ejemplares de este cuadrúpedo aún habitan nuestros bosques. El 14 marzo de 1980 (curiosamente el día de su quincuagésimo segundo cumpleaños) sufrió un aparatoso accidente de avioneta en los territorios de Alaska, durante la filmación de un documental acerca de los perros esquimales. Murió como un santo que amaba la Naturaleza hasta la más alta expresión. Dejó esposa y tres niñas pequeñas. Medio país vertió lágrimas por su ausencia, especialmente los niños. Enrique y Ana, el más famoso dúo infantil del momento, le dedicaron una canción inolvidable (“Amigo Félix”), la misma que ahora yo tarareaba para mis adentros… Yo fui de los miles que aprovecharon tus lecciones, amigo Félix. Si hubieras vivido (o ahora que no estás aquí) te hubiera parecido insignificante mi presencia, al igual que mis pensamientos en este hermoso rincón de la península de la Magdalena. Siempre me he preciado de tener buena memoria, pero no consigo recordar si yo vertí lágrimas por ti. No obstante, sí que recuerdo haber entonado tu canción hasta la extenuación. Y te fuiste, como se fueron Enrique y Ana y la ingenuidad de mis más verdes años. El viento arrastró las hojas marrones hasta donde no pudimos verlas. El tiempo borró sonrisas amadas y corrió raudo entre pasillos en sombra. ¿Notas mi mano posada en la piedra de tu monumento? La misma mano que se hartara de tocar otras piedras y madera y metal y, sobre todo, papel impreso; la mano que acariciara pocos cabellos con mechas de luz veraniega, como pintadas por el sol a la aguada (cabellos de muchacha en flor); y era la mano que pertenecía al rostro que se cobijaba entre las hojas de los aligustres… Tú conseguiste ser profeta en tu propia tierra… Tu ausencia ha tenido más vigor que mi propia vida.
Mis pensamientos iban como en una nube. El cielo de la tarde estaba repleto de milagros. Casi no me di cuenta de que ya había abandonado el recinto de la Magdalena. Pisé la acera donde hacía algunos años me encontrara a un paisano que me dio la espalda, del cual sé que su rostro es igual que su espalda. Recuerdo que el viento no respetaba su peinado, que se desflecaba en mechas tan pobres como su propia alma, afectada de ceguera espiritual. Eso es todo lo que necesito saber de la gente que se va dando aires encumbrados en mi tierra. Al que no es profeta en su tierra, le queda sacudirse el polvo de donde no es bien recibido (Lc 9, 5). Y yo siempre he huido del polvo, aunque polvo soy y al polvo volveré (Gn 3, 19).
A mí me daba miedo ver cómo te encaramabas al quitamiedos de la hondonada de los leones marinos. Tu mente recordaba, al tiempo que te desgañitabas llamando a la amiga de veranos pasados. “¡Estrella, Estrella!”. Nadie te dijo que se llamara de algún modo, pero con tu imaginación subiste a lo más alto del cielo para buscarle un nombre. Estoy por asegurar que la leona marina se ponía contenta como unas castañuelas cuando te detectaba al borde de la hondonada, y sus bramidos hacían temblar las raíces de los más robustos árboles. Alargaba su cuello oleaginoso buscando atrapar tu mirada. Y yo sujetaba tu cintura, pues no quería que te vinieras abajo, aunque fuera por la alegría del reencuentro con tu amiga de los mares australes. “¡Estrella, Estrella!”. Creo adivinar por qué la leona recibía con alborozo tus invocaciones. Acaso adivinaba que el tiempo pasaría, que llegaría un momento en que yo ya no podría sostenerte de la cintura y que el mundo cambiaría más allá de nuestra propia comprensión. Pero mientras haya corazón, aún puede quedarle una tregua a la felicidad. “¡Estrella, Estrella!”. Aún pueden nacerle otras corolas al tallo de la misma flor. “¡Estrella, Estrella!”. Y sí: estrella alejada del firmamento, aquí mi vida, mi recuerdo y mi sentimiento aún me traen la sombra de tu anhelo.
¿De dónde le viene a éste todo esto? ¿Qué sabiduría es ésa que le ha sido dada? (Lc 6, 2).
Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y en su casa (Mt 14, 57).
Era un jueves por la tarde, y la luz del cielo brillaba sobre Santander. “Pick, Pick”… Don José del Río, poeta del mar y flor y nata del periodismo cántabro. Es la suya la piedra que nace de las olas, aquí en la avenida de la Reina Victoria, al arranque de la península de la Magdalena. Estatua de hombros caídos y gesto sonriente. Su pipa está congelada en el aire, sin exhalar volutas de humo aromático, que en tiempos se enredaran entre las teclas de una máquina de escribir. A sus espaldas, tras la pantalla de ubérrima vegetación, la playa del Camello abre un resquicio placentero en los confines del Cantábrico. Y hoy especialmente, el 30 de julio (la víspera de mi marcha de esta tierra amada), el sol celebra un idilio con la capital de las nubes. ¿Dónde estás, roca que recreas la figura de un camello? Buscándote, no he reparado en despedirme de la estatua del corpulento “Pick”.
Acometí la bajada hasta la entrada del recinto que una vez perteneciera a la Casa Real. Una finca que le fuera regalada por suscripción pública, y que después devolvió al pueblo a trueque de un generoso estipendio. Hoy es solaz para los santanderinos y sede de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Dejé a un lado un kiosco de helados y un furgón de churrería; como no soy de dulzainas, sólo pude dirigirles una mirada desdeñosa. Pero más despectiva todavía fue la mirada que hinqué en la entrada de la Real Sociedad de Tenis de la Magdalena: no me gusta nada todo lo que pueda oler a cubículo de ricachones. Podría comprarme el mejor helado puesto a la venta, pero mis caminos son distintos; llevo la ropa lavada varias veces, con la textura brillante y los colores apagados por tanto uso; más vale la limpieza que la ostentación. No soy nadie y estoy contento de no serlo, pues no me esclavizan hipocresías ni caprichos costosos. No soy el mejor hombre sobre la tierra, pero creo haber olvidado el sufrimiento de la envidia.
Atravesé el arco de acceso a la finca, y pude contemplar a mi derecha la famosa campa de la Magdalena, toda engalanada para los conciertos de verano. Sin embargo, yo giré a la izquierda, en sentido al mini zoo que bordea los acantilados que se abren al nordeste. El trenecito turístico rebosaba de visitantes, armados de cámaras y videocámaras. Por las superficies de césped, a la sombra de los pinos que antaño trajeran del segoviano palacio de Valsain, muchos grupos de santanderinos tendían toallas y manteles de picnic, y dejaban sus pies descalzos para sentir bajo sus plantas el fresco contacto de la hierba doncella.
Primero me topé con el recinto donde se encuentran las aves acuáticas. En mi alma alientan arraigadas devociones ornitológicas, y gasté mis buenos diez minutos contemplando aquel hermoso corro de patos y cisnes. Acto seguido me encaminé hacia el enclave de los pingüinos. Nunca llego a tiempo de verles comer, en todas las veces que he visitado la península de la Magdalena. Tampoco resulta fácil verlos por el apiñamiento de gente que se suele formar en derredor. Caminé un poquito más, y me encontré a la derecha el estanque de las focas, mamíferos de aletas cortas cuyos movimientos subacuáticos inducen a la relajación. Ese día el oleaje estaba suave, y pude enfilar sin empaparme el sendero que deja a un lado los rompientes hasta la hondonada de los leones marinos (mamíferos de aletas más largas y gargantas que desgranan estridentes trompeteos); en días de fuerte resaca, ese acceso suele estar cerrado. ¡¡Arg, arg, arg!!, vociferaba un león marino en un repecho arenoso… ¿“Estrella”?
Tras salvar unos cortos tramos de escalones, me presenté en el anchuroso mirador marino con vistas al abra del Sardinero. Allí se encuentran las carabelas (réplicas de las que utilizara Cristóbal Colón) y la balsa con las que el navegante cántabro Vital Alsar acometiera audaces expediciones a lo largo del Atlántico y del Pacífico. Parece mentira que en estos endebles cascarones se pudiera desafiar la violencia de tan adustos océanos. Me acomodé junto a la estatua de la sirena, que al insuflar aire en una caracola se enfrenta a la furia de los elementos que le alargan la cabellera en sentido contrario. Las carabelas y la endeble balsa de troncos constituyen veraces testimonios de la tenacidad y voluntad del alma humana. Si Vital Alsar salió airoso de sus empresas, que se presagiaban condenadas al fiasco, tú también, amigo Ángel, saldrás adelante y navegarás por las indómitas aguas de la vida. Tal fue mi oración junto a la estatua de la sirena, que se perfilaba tan esbelta como el mascarón de proa de un navío. Los niños trepaban por sus lomos, y los mayores se tomaban junto a ella las fotos del recuerdo. Una gaviota se posó en la punta del palo de mesana de la réplica de la Santa María.
Me asaltó el deseo de seguir la carretera que conduce al palacio de la Magdalena. Coches subían y bajaban. Era el tiempo de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que se imparten principalmente en la antigua residencia de la monarquía. Dejé el asfalto y seguí por la espesura que formaban los pinos gigantes que trajeron desde el monte del Pardo, en Madrid. Entre la sombra y los troncos distinguía las aguas azules de la marea alta. Una joven estudiante, muy bien vestida y con toda la pinta de asistir a un curso, inglesa tal vez, estaba sentada sobre las agujas de pino. Se había quitado los zapatos de tacón y adoptado la postura del loto. Sus cabellos rubios formaban sobre sus hombros bucles de oro en la penumbra. Su mirada divagaba en la lejanía del mar. Fue uno de los momentos en que me apercibí de que ya llevaba un buen zurrón de años a las espaldas. Con la edad de esta muchacha, ¿hubiera hecho yo lo mismo que ella? ¿Asistir a un curso de verano, rodearme de gente, sentarme a contemplar el mar; en definitiva, vivir y saber que estaba empleando bien la vida? Ahora yo caminaba entre los pinos gigantes del Pardo, y aún no se me pasaba por la cabeza quitarme las sandalias y recostarme en una joroba de césped para confundir mis pensamientos con la visión del mar.
Salvando la espesura, coroné la colina del palacio. Parece ser que a comienzos del siglo XX este vergel de vegetación boscosa y cultura universitaria no había pasado de ser un simple erial, aun cuando albergara las ruinas del castillo de San Salvador de Hano. “Cumbre desolada, yerto peñasco”, lo define el escritor cántabro Amós de Escalante (1831-1902) en su libro “Costas y Montañas”.
La afluencia de gentes del mundo académico era considerable; debía de ser muy importante la sesión que se estaría celebrando intramuros. En los atestados aparcamientos había unos cochazos que parecían niquelados, recién salidos de fábrica. No era baja la temperatura que reinaba aquella tarde soleada, y me produjo agobio ver tantas corbatas y trajes de raya diplomática. Se veían también mujeres escrupulosamente maquilladas y con sus mejores arreglos de peluquería. Ya he dicho que mis ropas no iban muy allá, y, al mezclarme entre tanto despliegue de elegancia, capturé algunas miradas de velado desprecio. Recuerdo en especial el gesto de un estirado cuarentón con aires de patriarca universitario, el pelo engominado y peinado hacia atrás y más botones que una mercería; se me grabó en la memoria la petulante curva de su boca mientras me miraba, pareciéndome hasta percibir el destello de un diente afilado, más blanco que las nieves de Groenlandia… No, estimado amigo, no quiero medirme contigo ni en conocimientos ni en percha. Cuando era joven, aún podían impresionarme sujetos de tu laya; aún podían mostrarme con ostentación las cimas que yo jamás podría coronar y hacer que me sintiera disminuido por eso. Es igual, los años han pasado y con ellos ha crecido el deseo de aprender siguiendo mi propio olfato y andando mis propios caminos. Me importan un huevo tus ínfulas de papagayo y la suma de tus conocimientos. Yo tengo mis propios conocimientos y son los que me sirven para mi verdadera vida. No puedes quitarme las cosas que aprendí y las ropas que llevo puestas. Si te molesta mi presencia, a mí no me molesta la tuya. Acaso haya un saber en el que te saque ventaja: el arte de haber superado todo sentido del ridículo. Y sí, pareces haber contagiado el escándalo que te ocasiono a alguno de tus compañeros y compañeras. ¿Tanto interés le despierta a esa señorona la trama desgastada de mis viejas bermudas? Me entran ganas de reír. Yo sólo quería admirar la arquitectura de la fachada del palacio, con sus influencias inglesas y francesas, su evidente estilo ecléctico, su escalinata de doble tramo, sus tejados a dos aguas… Ya, ya me marcho. Podéis respirar tranquilos, que la mosca ya deja de posarse en la azucarada carne de vuestra sandía.
Me asomé al parapeto de los acantilados y me complací en la vista de la isla del Mouro, con la torre de su faro rondada por innúmeras aves chillonas, que recuerda a la silueta de la prisión de If, en la que el conde de Montecristo dilapidara los años de su juventud en contra de su voluntad (creo que algo tenemos en común, Edmundo Dantés).
Ya no estaba el arco de piedra del islote de la Horadada, cerca de la isla de los Ratones, a medio camino hacia la playa del Puntal; hará unos cuatro años acabó vencido por la erosión del oleaje. Según una vieja leyenda, las cabezas de San Emeterio y San Celedonio, santos mártires de la cristiandad y actualmente patrones de la villa de Santander, fueron arrojadas al fondo de una barca de piedra en el río Ebro, a la altura de la ciudad romana de Calagurris (la actual Calahorra). La barca alcanzó el Mediterráneo y prosiguió su curso hasta el Estrecho de Gibraltar. Las recias corrientes del Atlántico la arrastraron hacia el Cantábrico y dicen que el arco rocoso del mencionado islote lo causó la colisión con tan singular embarcación. Hermosas leyendas las de las costas cántabras.
Después miré hacia la playa de Biquinis, y no pude reprimir una sonrisa picarona al recordar cómo ese bello arenal recibiera este nombre: según mis informes, las estudiantes extranjeras que acudían a los cursos de la Magdalena introdujeron en Santander la prenda de baño que tantas miradas lascivas ha acaparado en toda su historia; y la introdujeron en unos tiempos de mojigatería y conservadurismo en España, en los que bastaba desviarse la raya de un lápiz para avivar los fuegos del escándalo.
Una apacible ladera de hierba, pinos y matorrales diversos me condujo a los límites de la campa de la Magdalena. En una amplia explanada hay distribuidas numerosas atracciones para niños, a tiro de piedra del elegante edificio de las caballerizas reales. Empinado tejado de mansardas, muros que parecen revocados de mantequilla, sólidos armazones de madera…
Me adentré un poco más por los rincones solitarios de la colina, y, sin esperármelo, llegué junto al monumento a Félix Rodríguez de la Fuente. Casi escondido entre los pinos. Piedras carbonatadas, rostro hierático y un lobo en su proximidad, cual moderno Francisco de Asís en las florestas de Gubbio. ¿Quién se acuerda todavía de Félix, el amigo de los animales? Una canción aún resuena en mi cerebro, después de casi treinta años. Félix sembró el amor a la Naturaleza entre los televidentes de los años 70, e incluso supo llegar al corazón de los niños. Decían algunos que era de carácter adusto y gruñón, pero todo el mundo conoció su pasión y su laboriosidad en el trabajo. Muchos realizadores cinematográficos aún se admiran de cómo su cámara, con los precarios medios de la época, podía captar la intimidad de los animales en su hábitat natural. Y yo recuerdo que Félix consiguió desmitificar la fama de dañino y sanguinario del lobo ibérico; gracias a él, algunos ejemplares de este cuadrúpedo aún habitan nuestros bosques. El 14 marzo de 1980 (curiosamente el día de su quincuagésimo segundo cumpleaños) sufrió un aparatoso accidente de avioneta en los territorios de Alaska, durante la filmación de un documental acerca de los perros esquimales. Murió como un santo que amaba la Naturaleza hasta la más alta expresión. Dejó esposa y tres niñas pequeñas. Medio país vertió lágrimas por su ausencia, especialmente los niños. Enrique y Ana, el más famoso dúo infantil del momento, le dedicaron una canción inolvidable (“Amigo Félix”), la misma que ahora yo tarareaba para mis adentros… Yo fui de los miles que aprovecharon tus lecciones, amigo Félix. Si hubieras vivido (o ahora que no estás aquí) te hubiera parecido insignificante mi presencia, al igual que mis pensamientos en este hermoso rincón de la península de la Magdalena. Siempre me he preciado de tener buena memoria, pero no consigo recordar si yo vertí lágrimas por ti. No obstante, sí que recuerdo haber entonado tu canción hasta la extenuación. Y te fuiste, como se fueron Enrique y Ana y la ingenuidad de mis más verdes años. El viento arrastró las hojas marrones hasta donde no pudimos verlas. El tiempo borró sonrisas amadas y corrió raudo entre pasillos en sombra. ¿Notas mi mano posada en la piedra de tu monumento? La misma mano que se hartara de tocar otras piedras y madera y metal y, sobre todo, papel impreso; la mano que acariciara pocos cabellos con mechas de luz veraniega, como pintadas por el sol a la aguada (cabellos de muchacha en flor); y era la mano que pertenecía al rostro que se cobijaba entre las hojas de los aligustres… Tú conseguiste ser profeta en tu propia tierra… Tu ausencia ha tenido más vigor que mi propia vida.
Mis pensamientos iban como en una nube. El cielo de la tarde estaba repleto de milagros. Casi no me di cuenta de que ya había abandonado el recinto de la Magdalena. Pisé la acera donde hacía algunos años me encontrara a un paisano que me dio la espalda, del cual sé que su rostro es igual que su espalda. Recuerdo que el viento no respetaba su peinado, que se desflecaba en mechas tan pobres como su propia alma, afectada de ceguera espiritual. Eso es todo lo que necesito saber de la gente que se va dando aires encumbrados en mi tierra. Al que no es profeta en su tierra, le queda sacudirse el polvo de donde no es bien recibido (Lc 9, 5). Y yo siempre he huido del polvo, aunque polvo soy y al polvo volveré (Gn 3, 19).
A mí me daba miedo ver cómo te encaramabas al quitamiedos de la hondonada de los leones marinos. Tu mente recordaba, al tiempo que te desgañitabas llamando a la amiga de veranos pasados. “¡Estrella, Estrella!”. Nadie te dijo que se llamara de algún modo, pero con tu imaginación subiste a lo más alto del cielo para buscarle un nombre. Estoy por asegurar que la leona marina se ponía contenta como unas castañuelas cuando te detectaba al borde de la hondonada, y sus bramidos hacían temblar las raíces de los más robustos árboles. Alargaba su cuello oleaginoso buscando atrapar tu mirada. Y yo sujetaba tu cintura, pues no quería que te vinieras abajo, aunque fuera por la alegría del reencuentro con tu amiga de los mares australes. “¡Estrella, Estrella!”. Creo adivinar por qué la leona recibía con alborozo tus invocaciones. Acaso adivinaba que el tiempo pasaría, que llegaría un momento en que yo ya no podría sostenerte de la cintura y que el mundo cambiaría más allá de nuestra propia comprensión. Pero mientras haya corazón, aún puede quedarle una tregua a la felicidad. “¡Estrella, Estrella!”. Aún pueden nacerle otras corolas al tallo de la misma flor. “¡Estrella, Estrella!”. Y sí: estrella alejada del firmamento, aquí mi vida, mi recuerdo y mi sentimiento aún me traen la sombra de tu anhelo.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
8 comentarios:
Es magnífico. Me recuerdan tus últimas entregas Las rosas de piedra de Julio Llamazares, pero tu técnica y tu arte le supera una barbaridad.
Enhorabuena.
PEDRO.
Qué lindo relato de tu paseo por Magdalena, la naturaleza contada por ti, grandiosa la estatua de tus recueros, los hombre que se creen mas son pobres de espíritu, con solo una pequeña idea de poder, mi ha gustado mucho recorrer todos esos lugares, gracias por pasar por mi casa.
Besos
Que te puedo decir. Tremenda lección cultural me has dado. El tono descriptivo de tu texto es precioso. Debe ser muy lindo pasear por allí. La naturaleza siempre viste grandes emociones. Un abrazo desde la Colonia Tovar, Judith
Me tienes enganchada a tus vacaciones,lástima que para esta entrega nos has tenido esperando varias semanas.Eres GRANDE por que te parieron así y eso no te lo va a quitar nadie.Me da mucha envidia de tus conocimientos y tu cultura.Gracias por ser como eres.
Un abrazo muy fuerte.
Azul
Como siempre me encanto el paseo por esas tierras.
Por desgracia hay mucha gente que se cree que es mejor que otras por el simple echo de vestir con traje, y salir a la calle bien maqueada. En ocasiones se olvida y se dejan de lado aspectos mucho mas importantes del ser humano.
Yo prefiero a una persona humilde antes que a una persona altiva.
Un abrazo
Hola Jardinero, es la primera vez que te escribo y me gustaria saber tu opinion sobre el libro "Jesús de Nazaret. Historia de Cristo" de Giovanni Papini.
Gracias.
Un saludo de Goliardo.
Amigo Goliardo, no he tenido el gusto de leer ese libro. Así que no puedo opinar a su respecto.
Un abrazo.
Hola...
Bonita descripcion del paisaje, como siempre...
Afortunado el que puede sentarse en la hierba, sin zapatos, sin tiempo, solo pensando, mirando...meditando.Solo observando y fundiendose en uno con el paisaje, con el verde, con el aire..con el azul del mar, proyectando los ojos y pensamientos hacia el infinito...
Amigo Jardinero.. deberiamos aprender a que el mundo es de todos.Ricos, pobres, humildes, señores, elegantes, mundanos, guapos, feos,repeinados, alborotados... todos almas al fin, mas o menos decoradas, encerradas en distintos envases... Lastima que haya seres superficiales, que como tu describes, solo se limiten a juzgar al resto, manifestando una mueca como unica expresion de su inteligencia, pensando que solo hay sitio en el mundo para ellos.. cuando realmente son posiblemente los unicos que no saben pisar ni aprovechar el suelo y belleza impresa en el mundo...
Como dices, cuando encuentro alguien asi..lejos de intimidarme como conseguian antaño..me provocan sonrisa.. y les miro sin apartar la vista, como recuerdo haber hecho antes tantas veces, y cruzo y mantengo su mirada..sonriendo..y midiendo no sus conocimientos, ni su poder, ni su elegancia, sino la capacidad de amor de su, a veces, triste alma... Y es entonces cuando lejos de sentirme "pequeña" como algunas veces individuos semejantes me hicieron sentir, me siento bien, y me aprecio y valoro a mi misma como persona. Creo que este tipo de personas,que no siempre ricos o elegantes, me hacen recordar mis mas o menos importantes valores.. y me impulsan a seguir adelante, sonriendo y con la cabeza alta.. Ya no me escondo. Este tipo de gente me recuerda cada vez, que nadie es mejor ni peor que nadie.. y que el mundo se diseño para caber todos.. cada uno en su camino.. andando amablemente y sin molestar ni despreciar a nadie..
Mas triste y pobre el que intenta hacer sentir mal a otro...
A veces me pregunto qué pasaria si todos fueramos sólo Almas...
Y tienes razon, mientras existan corazones..existe esperanza a la felicidad...
Feliz simplemente respirando el aroma de la hierba o el salitre del mar...
Mas sonrisas y menos muecas...
Bonito palacio... bonito escrito..
Un Saludo, Jardinero.
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