Estudiáis apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí (Jn 5, 39).
Toda Escritura ha sido inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien (2 Tim 3, 16).
Y sabemos que cuanto fue escrito en el pasado, lo fue para enseñanza nuestra, a fin de que, a través de la perseverancia y el consuelo que proporcionan las Escrituras, tengamos esperanza (Rom 15, 4).
Un Madrid insumido en los vapores del recuerdo, cuyos vivos colores de juventud van virando lentamente a los tonos sepia del tiempo pasado. Eran los años de martes y jueves nocturnos, siguiendo los cursos de inglés en las ya desaparecidas dependencias del British Council de la calle de Almagro. De ocho de la tarde a diez y media de la noche.
A veces me iba con bastante antelación, y me empleaba en deambular por los bellos rincones del barrio de Alonso Martínez. En la calle de Génova se encontraba Turner Libros (a tiro de piedra de la sede nacional del Partido Popular), una librería que tenía por emblema cierto cuerpo prismático y donde yo solía encontrar refugio contra el frío y pasar lluviosas horas de primavera, destinando parte de mis magras economías a la adquisición de libros que eran para mí auténticas joyas bibliográficas. Cierto día registraba los estantes en busca de “Crimen y castigo”, la conocida novela de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881). Fue entonces cuando me topé con los libros que tanto me habían ponderado en mis estudios de bachillerato… Las cinco series de los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós (1843-1920) en cinco atractivos volúmenes de la mítica editorial Aguilar. Me sentí atraído por ellos, y más que eso: fascinado…, un amor a primera vista, pudiera decirse. La letra era microscópica y el papel como de cebolla. Computé el precio de la obra completa: ¡treinta mil pesetas de la época! El desaliento se apoderó de mí. ¿Por qué se es pobre cuando se están dando los primeros pasos en la vida? La barba me crecería tupida antes de que pudiera reunir tan elevada suma. Con una mano sostenía “Crimen y castigo”, mi segura adquisición; y con la otra mano acariciaba los cantos dorados de la obra que me estaba tan vedada como el alojarme una noche en el Palacio de Hielo de San Petersburgo. Pero el dolor de mi contrariedad no remitió. Esa misma tarde me allegué a la Librería el Galeón, sita en la cercana calle de Sagasta, y tampoco hubo solución: yo no podía pagar las veinticinco mil pesetas que el barbado librero me pedía por los cinco volúmenes. Y así me hundí en el pozo oscuro de la desesperación del lector frustrado.
Cuando se es joven se piensa que habrá tiempo para todo. Los “Episodios Nacionales” quedaron postergados por necesidad para un punto impreciso del futuro. La juventud se fue yendo en la creencia de soportar ingentes cargas de defectos por no poder amoldarse a los patrones impuestos por una sociedad que vive pendiente del triunfo. Los defectos pueden desaparecer, pero siempre acudirán otros a ocupar los puestos que quedan vacantes. Habitualmente se piensa que el futuro tiene la cura y la solución. Empero, llega un momento en que la mirada al futuro se vuelve angosta y limitada y surge la lamentación por no haber hecho todo aquello que quedó pospuesto para más felices ocasiones. Y es así: sólo hay ocasiones, no felicidad…
En tiempos recientes, me regalaron la primera serie (“La guerra de la Independencia”) de los “Episodios Nacionales”, en un atractivo y grueso volumen editado por la editorial Destino. Enseguida fui a mi librería favorita y adquirí jubilosamente las series segunda (“La España de Fernando VII”) y tercera (“Cristinos y Carlistas”). Por fortuna, ya tenía dinero para comprarlas. Pero ahí paró todo: a la editorial Destino aún le faltaban por publicar las series cuarta y quinta (ignoraba los títulos genéricos que les iban a asignar). Dolores Troncoso, la profesora de la Universidad de Vigo encargada de recopilar tan magna obra, se estaba tomando un tiempo razonable en su para mí importantísima tarea. La ausencia de las dos últimas series creaba un vacío obsesionante en mis estanterías. Anhelaba la presencia física de estos volúmenes, en concepto de tributo a aquel muchacho que no tenía suficiente dinero para comprarlos. Actualmente, con la irrupción del ebook (libro electrónico) en el mercado, ya tenía los “Episodios Nacionales” en formato digital. No soy reacio al uso de las nuevas tecnologías, pero en este caso deseaba la posesión de esta obra en formato tradicional. ¡Los cinco volúmenes por los que suspiraba en mi mocedad!
El viernes, 17 de julio de 2009 (la misma mañana lluviosa que visité la catedral de Santander), me presenté en la peatonal calle de Burgos, y, en un intervalo en que la lluvia arreciaba en demasía, busqué cobijo dentro de la Librería Estudio. Imperaba un grato aroma a papel impreso y a madera vieja. Me sentía como beduino en un oasis.
Aunque Cantabria es una comunidad autónoma que sólo abarca una provincia, sabe explotar todos sus atractivos, incluido el cultural. Es muy común que las dos librerías más emblemáticas de Santander (Estudio y Tantín) editen libros sobre cuestiones geográficas, históricas, literarias y etnográficas en torno a la tierra cántabra. Yo tengo adquiridos varios títulos de estas interesantes colecciones, que me han hecho sentir que en mi pecho late un corazón cántabro, bien que mis patrios lares se hallen en las desoladas tierras manchegas… Ya iba a encaminarme a la sección de libros locales, cuando mis pies se pararon en seco. En un mostrador de novedades casi podría decirse que arrojaba destellos… ¡la cuarta serie de los “Episodios Nacionales”! La editorial Destino le había dado el título global de “La era isabelina”. La portada era muy atractiva; estaba compuesta a partir de un cuadro de la madrileña Puerta del Sol en multitudinaria algarabía, bajo un cielo azul pintado de nubes primaverales. La primera edición de este volumen databa de junio de 2009, vamos, con la tinta todavía fresca. En la solapa de la contracubierta se indicaba el origen de tan sugerente ilustración: “Recibimiento en la Puerta del Sol al Ejército de África encabezado por el general O’Donnell”, obra de Atienza de 1860.
¡La cuarta serie! He aquí la prueba material de que Dolores Troncoso seguía adelante con el proyecto. Mi primer impulso fue adquirir el libro, pero enseguida el diablillo que me disuadía de todo aquello que constituía mi deleite, dio en hacer de las suyas. ¿Para qué quieres la cuarta serie si ya la tienes en formato digital y la puedes leer en el ebook? Cuantos más libros se vendan en papel, más bosques serán talados y tú estás a punto de contribuir a que se siga perpetuando esta práctica abominable… Dejé de acariciar el precioso volumen; el diablillo resultó convincente. Ya había escampado y puse pies en polvorosa, pues había experimentado el desencanto de cerciorarme de que aquel mundo de papel impreso había dejado de parecerme vital. ¡Quién me lo iba a decir, cuando antes no era capaz de salir de una librería con las manos vacías!
Los días vacacionales fueron transcurriendo en plácida atonía, y había momentos en que lamentaba no haber adquirido el libro. El libro me buscaba lo mismo que yo al libro. Para más inri, las mañanas que bajaba a la playa del Sardinero, me topaba de pies a boca con la estatua de don Benito al final de la avenida de Fernández Castañeda. Cuando atravesaba los jardines que preceden al paseo marítimo, me daba la sensación de que los pájaros chillaban con mayor desafuero en las proximidades del monumento. Precisamente veía la diestra de don Benito apoyada en un cuarto volumen, y me figuraba que era precisamente la cuarta serie, el libro que yo había desdeñado por no considerar su adquisición necesaria en los tiempos actuales. Cada vez que pasaba por allí, se despertaba en mi alma una especie de reproche. Y era mucha casualidad que a don Benito también le gustara veranear en Santander, atraído por la lectura de las peredianas “Escenas montañesas”. En Santander conoció a una bella asturianita (Lorenza Cobián), con quien tuvo en 1891 su única hija reconocida. En Santander era y es querido, y su libro “Cuarenta leguas por Cantabria” ocupa un lugar de honor en las bibliotecas de la zona. Yo ya conocía de antes la literatura de don Benito, pero aquí, en Santander, se reavivó el deseo de profundizar más todavía en su vida y obra. ¡La cuarta serie, la cuarta serie!
A todo esto, me di cuenta de que el tiempo se agotaba, pues ya era jueves 30 de julio de 2009, la víspera de mi marcha, el mismo día que tenía proyectado ir a la península de la Magdalena (muy cerca del caserón donde se alojara don Benito en sus veranos santanderinos). Era la hora de la siesta, cuando la animación de las calles decaía a ojos vistas. El deseo de poseer el libro se había aquilatado en el transcurso de esas vacaciones. Mi mente no atendía a más razonamiento que el orientado a satisfacer deseo tan largamente postergado.
Lo hice. Subí las calles empinadas que conducían al Prado de San Roque. Crucé el paseo del General Dávila, a la altura del Colegio Salesiano “María Auxiliadora”. En el calor del aire de la siesta se disolvía el tañido de una campana que marcaba las cuatro. Abordé la cuesta de la Atalaya, sintiendo que mis pies rodaban en el descenso. Torcí por la estrecha calle de Vista Alegre. Me dolían los pies por tantas caminatas sobre la arena de la playa. Pensé en acomodarme en la señera butaca de un bar cuya barra se abría a la misma acera, pero desistí por la prisa de estar de regreso cuanto antes. A mitad de la calle, bajo tupido dosel de ramas verdes, había escalones que no parecían tener fin. Empezaba a asaltarme la aprensión de que de ahí a poco tendría que afrontar esta pronunciada pendiente en sentido de subida. Aprecié el olor de la hiedra soleada de una tapia cercana.
Llegué a la plaza de la Leña, y, siguiendo un dédalo de calles en sombra, me planté junto a la Biblioteca Menéndez Pelayo, situada en la casa que perteneciera al ilustre erudito, paredaña con el Museo de Bellas Artes. De mi pecho ascendió un suspiro. Nunca sería capaz de hacer lo que él hizo. En sus casi 57 años de vida, don Marcelino Menéndez Pelayo acopió una nutrida biblioteca que da fe de su increíble capacidad de trabajo: 563 manuscritos (algunos de puño y letra de Lope de Vega y del mismísimo Quevedo), 2333 libros raros y 38382 libros diversos. A la hora de su muerte, dejó dispuesto en su testamento que donaba al ayuntamiento santanderino la biblioteca, junto con el inmueble que la contenía, a condición de que no se quitaran ni se añadieran libros a su colección. La inauguraron en 1923, once años después del óbito de este fénix e ingenio de los intelectuales españoles, y, desde entonces, se han dado cita entre estos muros sabios y eruditos de todo el mundo. Algún día entraré a verla, teniendo en cuenta que hay que ir por la mañana, pues por las tardes cierran en época estival. Adiós, admirado señor, pues bastante sé que no es justo llamarme colega tuyo al no poder medirme contigo ni en conocimientos ni en capacidad de trabajo. Seguro que tú, a mi edad, ya te habías leído los “Episodios Nacionales”.
Entre dulces ensoñaciones, llegué a la calle de Burgos. Enseguida me metí dentro de la Librería Estudio. Subí escalones de madera, buscando el mostrador donde estaban apilados los volúmenes de la cuarta serie. La dependienta era muy guapa, con ojos verdes y oscura cabellera.
-Vengo a por ella –dije notando que me faltaba el resuello por tan rápido paseo, el cual no me había llevado más de veinte minutos.
-¿Y quién es “ella”? –me respondió con una sonrisa que tenía el brillo de las perlas.
El aire regresó a mis pulmones, y ya más calmado pude indicar con jubiloso aplomo:
-¡La cuarta serie de los “Episodios Nacionales” de Galdós!
-¡Marchando!
¡Qué agradable me pareció la dependienta! Me recordó a Sylvia Beach (1887-1962), la cariñosa encargada de la parisina librería Shakespeare and Company, que Ernest Hemingway (1899-1961) describe en su libro “París era una fiesta”. Pero, a diferencia del escritor norteamericano, no pude verle las piernas a la dependienta, para compararlas con las de Sylvia Beach. Aún así estoy convencido de que también las tendría bonitas.
El regreso fue feliz, aunque más dificultoso que la ida. Subir por la calle de Vista Alegre se me antojaba la ascensión al pico del Teide. ¡Pero llegaré arriba! Cada paso era una oración. En esos instantes comencé a pensar en las dificultades a que se estaría enfrentando mi paisano Ángel. No dudes que tú también remontarás las pendientes de tu infortunio. Entonces el cielo te concederá el objeto de tu esperanza… Como a mí, que después de tantos años abrazo por fin el libro que deseé leer con todo mi anhelo de juventud. La ascensión por la vida es difícil; acaso todo sea una continua ascensión. Y la cumbre puede llegar, porque aunque nosotros dejemos de buscarla por desaliento, hay caminos ocultos por donde puede venir a nuestro encuentro… A las pruebas me remito.
«¿Qué hay dentro de esos libros que siempre estás leyendo?», me preguntaste tan pronto me viste regresar acezante y sudoroso de la Librería Estudio. «Lo entenderás algún día, cuando yo ya haya dejado de entender las cosas», respondí apretando el libro contra mi pecho. Era la hora de irnos a la Magdalena, la hora de dejar a un lado la vida que quedaba dentro de las páginas de los libros. Se lo ibas diciendo a todo bicho viviente: «Lee, lee mucho, se pasa la vida leyendo». Ya no tenías otra imagen de mí. Y pensabas en tantas madrugadas como habías adivinado mi presencia dentro del despacho, a causa de la luz segmentada por las rendijas de la puerta. ¿Para qué, todo esto para qué?... No encuentro la respuesta. ¡Vayamos juntos a la Magdalena o adonde se tercie!... Es lo único que no precisa respuesta.
Toda Escritura ha sido inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien (2 Tim 3, 16).
Y sabemos que cuanto fue escrito en el pasado, lo fue para enseñanza nuestra, a fin de que, a través de la perseverancia y el consuelo que proporcionan las Escrituras, tengamos esperanza (Rom 15, 4).
Un Madrid insumido en los vapores del recuerdo, cuyos vivos colores de juventud van virando lentamente a los tonos sepia del tiempo pasado. Eran los años de martes y jueves nocturnos, siguiendo los cursos de inglés en las ya desaparecidas dependencias del British Council de la calle de Almagro. De ocho de la tarde a diez y media de la noche.
A veces me iba con bastante antelación, y me empleaba en deambular por los bellos rincones del barrio de Alonso Martínez. En la calle de Génova se encontraba Turner Libros (a tiro de piedra de la sede nacional del Partido Popular), una librería que tenía por emblema cierto cuerpo prismático y donde yo solía encontrar refugio contra el frío y pasar lluviosas horas de primavera, destinando parte de mis magras economías a la adquisición de libros que eran para mí auténticas joyas bibliográficas. Cierto día registraba los estantes en busca de “Crimen y castigo”, la conocida novela de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881). Fue entonces cuando me topé con los libros que tanto me habían ponderado en mis estudios de bachillerato… Las cinco series de los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós (1843-1920) en cinco atractivos volúmenes de la mítica editorial Aguilar. Me sentí atraído por ellos, y más que eso: fascinado…, un amor a primera vista, pudiera decirse. La letra era microscópica y el papel como de cebolla. Computé el precio de la obra completa: ¡treinta mil pesetas de la época! El desaliento se apoderó de mí. ¿Por qué se es pobre cuando se están dando los primeros pasos en la vida? La barba me crecería tupida antes de que pudiera reunir tan elevada suma. Con una mano sostenía “Crimen y castigo”, mi segura adquisición; y con la otra mano acariciaba los cantos dorados de la obra que me estaba tan vedada como el alojarme una noche en el Palacio de Hielo de San Petersburgo. Pero el dolor de mi contrariedad no remitió. Esa misma tarde me allegué a la Librería el Galeón, sita en la cercana calle de Sagasta, y tampoco hubo solución: yo no podía pagar las veinticinco mil pesetas que el barbado librero me pedía por los cinco volúmenes. Y así me hundí en el pozo oscuro de la desesperación del lector frustrado.
Cuando se es joven se piensa que habrá tiempo para todo. Los “Episodios Nacionales” quedaron postergados por necesidad para un punto impreciso del futuro. La juventud se fue yendo en la creencia de soportar ingentes cargas de defectos por no poder amoldarse a los patrones impuestos por una sociedad que vive pendiente del triunfo. Los defectos pueden desaparecer, pero siempre acudirán otros a ocupar los puestos que quedan vacantes. Habitualmente se piensa que el futuro tiene la cura y la solución. Empero, llega un momento en que la mirada al futuro se vuelve angosta y limitada y surge la lamentación por no haber hecho todo aquello que quedó pospuesto para más felices ocasiones. Y es así: sólo hay ocasiones, no felicidad…
En tiempos recientes, me regalaron la primera serie (“La guerra de la Independencia”) de los “Episodios Nacionales”, en un atractivo y grueso volumen editado por la editorial Destino. Enseguida fui a mi librería favorita y adquirí jubilosamente las series segunda (“La España de Fernando VII”) y tercera (“Cristinos y Carlistas”). Por fortuna, ya tenía dinero para comprarlas. Pero ahí paró todo: a la editorial Destino aún le faltaban por publicar las series cuarta y quinta (ignoraba los títulos genéricos que les iban a asignar). Dolores Troncoso, la profesora de la Universidad de Vigo encargada de recopilar tan magna obra, se estaba tomando un tiempo razonable en su para mí importantísima tarea. La ausencia de las dos últimas series creaba un vacío obsesionante en mis estanterías. Anhelaba la presencia física de estos volúmenes, en concepto de tributo a aquel muchacho que no tenía suficiente dinero para comprarlos. Actualmente, con la irrupción del ebook (libro electrónico) en el mercado, ya tenía los “Episodios Nacionales” en formato digital. No soy reacio al uso de las nuevas tecnologías, pero en este caso deseaba la posesión de esta obra en formato tradicional. ¡Los cinco volúmenes por los que suspiraba en mi mocedad!
El viernes, 17 de julio de 2009 (la misma mañana lluviosa que visité la catedral de Santander), me presenté en la peatonal calle de Burgos, y, en un intervalo en que la lluvia arreciaba en demasía, busqué cobijo dentro de la Librería Estudio. Imperaba un grato aroma a papel impreso y a madera vieja. Me sentía como beduino en un oasis.
Aunque Cantabria es una comunidad autónoma que sólo abarca una provincia, sabe explotar todos sus atractivos, incluido el cultural. Es muy común que las dos librerías más emblemáticas de Santander (Estudio y Tantín) editen libros sobre cuestiones geográficas, históricas, literarias y etnográficas en torno a la tierra cántabra. Yo tengo adquiridos varios títulos de estas interesantes colecciones, que me han hecho sentir que en mi pecho late un corazón cántabro, bien que mis patrios lares se hallen en las desoladas tierras manchegas… Ya iba a encaminarme a la sección de libros locales, cuando mis pies se pararon en seco. En un mostrador de novedades casi podría decirse que arrojaba destellos… ¡la cuarta serie de los “Episodios Nacionales”! La editorial Destino le había dado el título global de “La era isabelina”. La portada era muy atractiva; estaba compuesta a partir de un cuadro de la madrileña Puerta del Sol en multitudinaria algarabía, bajo un cielo azul pintado de nubes primaverales. La primera edición de este volumen databa de junio de 2009, vamos, con la tinta todavía fresca. En la solapa de la contracubierta se indicaba el origen de tan sugerente ilustración: “Recibimiento en la Puerta del Sol al Ejército de África encabezado por el general O’Donnell”, obra de Atienza de 1860.
¡La cuarta serie! He aquí la prueba material de que Dolores Troncoso seguía adelante con el proyecto. Mi primer impulso fue adquirir el libro, pero enseguida el diablillo que me disuadía de todo aquello que constituía mi deleite, dio en hacer de las suyas. ¿Para qué quieres la cuarta serie si ya la tienes en formato digital y la puedes leer en el ebook? Cuantos más libros se vendan en papel, más bosques serán talados y tú estás a punto de contribuir a que se siga perpetuando esta práctica abominable… Dejé de acariciar el precioso volumen; el diablillo resultó convincente. Ya había escampado y puse pies en polvorosa, pues había experimentado el desencanto de cerciorarme de que aquel mundo de papel impreso había dejado de parecerme vital. ¡Quién me lo iba a decir, cuando antes no era capaz de salir de una librería con las manos vacías!
Los días vacacionales fueron transcurriendo en plácida atonía, y había momentos en que lamentaba no haber adquirido el libro. El libro me buscaba lo mismo que yo al libro. Para más inri, las mañanas que bajaba a la playa del Sardinero, me topaba de pies a boca con la estatua de don Benito al final de la avenida de Fernández Castañeda. Cuando atravesaba los jardines que preceden al paseo marítimo, me daba la sensación de que los pájaros chillaban con mayor desafuero en las proximidades del monumento. Precisamente veía la diestra de don Benito apoyada en un cuarto volumen, y me figuraba que era precisamente la cuarta serie, el libro que yo había desdeñado por no considerar su adquisición necesaria en los tiempos actuales. Cada vez que pasaba por allí, se despertaba en mi alma una especie de reproche. Y era mucha casualidad que a don Benito también le gustara veranear en Santander, atraído por la lectura de las peredianas “Escenas montañesas”. En Santander conoció a una bella asturianita (Lorenza Cobián), con quien tuvo en 1891 su única hija reconocida. En Santander era y es querido, y su libro “Cuarenta leguas por Cantabria” ocupa un lugar de honor en las bibliotecas de la zona. Yo ya conocía de antes la literatura de don Benito, pero aquí, en Santander, se reavivó el deseo de profundizar más todavía en su vida y obra. ¡La cuarta serie, la cuarta serie!
A todo esto, me di cuenta de que el tiempo se agotaba, pues ya era jueves 30 de julio de 2009, la víspera de mi marcha, el mismo día que tenía proyectado ir a la península de la Magdalena (muy cerca del caserón donde se alojara don Benito en sus veranos santanderinos). Era la hora de la siesta, cuando la animación de las calles decaía a ojos vistas. El deseo de poseer el libro se había aquilatado en el transcurso de esas vacaciones. Mi mente no atendía a más razonamiento que el orientado a satisfacer deseo tan largamente postergado.
Lo hice. Subí las calles empinadas que conducían al Prado de San Roque. Crucé el paseo del General Dávila, a la altura del Colegio Salesiano “María Auxiliadora”. En el calor del aire de la siesta se disolvía el tañido de una campana que marcaba las cuatro. Abordé la cuesta de la Atalaya, sintiendo que mis pies rodaban en el descenso. Torcí por la estrecha calle de Vista Alegre. Me dolían los pies por tantas caminatas sobre la arena de la playa. Pensé en acomodarme en la señera butaca de un bar cuya barra se abría a la misma acera, pero desistí por la prisa de estar de regreso cuanto antes. A mitad de la calle, bajo tupido dosel de ramas verdes, había escalones que no parecían tener fin. Empezaba a asaltarme la aprensión de que de ahí a poco tendría que afrontar esta pronunciada pendiente en sentido de subida. Aprecié el olor de la hiedra soleada de una tapia cercana.
Llegué a la plaza de la Leña, y, siguiendo un dédalo de calles en sombra, me planté junto a la Biblioteca Menéndez Pelayo, situada en la casa que perteneciera al ilustre erudito, paredaña con el Museo de Bellas Artes. De mi pecho ascendió un suspiro. Nunca sería capaz de hacer lo que él hizo. En sus casi 57 años de vida, don Marcelino Menéndez Pelayo acopió una nutrida biblioteca que da fe de su increíble capacidad de trabajo: 563 manuscritos (algunos de puño y letra de Lope de Vega y del mismísimo Quevedo), 2333 libros raros y 38382 libros diversos. A la hora de su muerte, dejó dispuesto en su testamento que donaba al ayuntamiento santanderino la biblioteca, junto con el inmueble que la contenía, a condición de que no se quitaran ni se añadieran libros a su colección. La inauguraron en 1923, once años después del óbito de este fénix e ingenio de los intelectuales españoles, y, desde entonces, se han dado cita entre estos muros sabios y eruditos de todo el mundo. Algún día entraré a verla, teniendo en cuenta que hay que ir por la mañana, pues por las tardes cierran en época estival. Adiós, admirado señor, pues bastante sé que no es justo llamarme colega tuyo al no poder medirme contigo ni en conocimientos ni en capacidad de trabajo. Seguro que tú, a mi edad, ya te habías leído los “Episodios Nacionales”.
Entre dulces ensoñaciones, llegué a la calle de Burgos. Enseguida me metí dentro de la Librería Estudio. Subí escalones de madera, buscando el mostrador donde estaban apilados los volúmenes de la cuarta serie. La dependienta era muy guapa, con ojos verdes y oscura cabellera.
-Vengo a por ella –dije notando que me faltaba el resuello por tan rápido paseo, el cual no me había llevado más de veinte minutos.
-¿Y quién es “ella”? –me respondió con una sonrisa que tenía el brillo de las perlas.
El aire regresó a mis pulmones, y ya más calmado pude indicar con jubiloso aplomo:
-¡La cuarta serie de los “Episodios Nacionales” de Galdós!
-¡Marchando!
¡Qué agradable me pareció la dependienta! Me recordó a Sylvia Beach (1887-1962), la cariñosa encargada de la parisina librería Shakespeare and Company, que Ernest Hemingway (1899-1961) describe en su libro “París era una fiesta”. Pero, a diferencia del escritor norteamericano, no pude verle las piernas a la dependienta, para compararlas con las de Sylvia Beach. Aún así estoy convencido de que también las tendría bonitas.
El regreso fue feliz, aunque más dificultoso que la ida. Subir por la calle de Vista Alegre se me antojaba la ascensión al pico del Teide. ¡Pero llegaré arriba! Cada paso era una oración. En esos instantes comencé a pensar en las dificultades a que se estaría enfrentando mi paisano Ángel. No dudes que tú también remontarás las pendientes de tu infortunio. Entonces el cielo te concederá el objeto de tu esperanza… Como a mí, que después de tantos años abrazo por fin el libro que deseé leer con todo mi anhelo de juventud. La ascensión por la vida es difícil; acaso todo sea una continua ascensión. Y la cumbre puede llegar, porque aunque nosotros dejemos de buscarla por desaliento, hay caminos ocultos por donde puede venir a nuestro encuentro… A las pruebas me remito.
«¿Qué hay dentro de esos libros que siempre estás leyendo?», me preguntaste tan pronto me viste regresar acezante y sudoroso de la Librería Estudio. «Lo entenderás algún día, cuando yo ya haya dejado de entender las cosas», respondí apretando el libro contra mi pecho. Era la hora de irnos a la Magdalena, la hora de dejar a un lado la vida que quedaba dentro de las páginas de los libros. Se lo ibas diciendo a todo bicho viviente: «Lee, lee mucho, se pasa la vida leyendo». Ya no tenías otra imagen de mí. Y pensabas en tantas madrugadas como habías adivinado mi presencia dentro del despacho, a causa de la luz segmentada por las rendijas de la puerta. ¿Para qué, todo esto para qué?... No encuentro la respuesta. ¡Vayamos juntos a la Magdalena o adonde se tercie!... Es lo único que no precisa respuesta.
CONTINUARÁ...
Post scriptum: Recomiendo visitar mi artículo Aldea del Rey en los "Episodios Nacionales" de Galdós.
El jardinero de las nubes.
5 comentarios:
Aqui aprovechando una visita relampago obligada a la capital para visitar tu casa. Como de costumbre me sigues deslumbrando con tu pais. y te dejo este refran que aprendi en mi infancia: Es mejor morir por un cadaver culto. Me lo dejo mi padre que leia a montones. un abrazo desde la distancia. judith
Hola mi querido amigo, tanto tiempo sin leerte, lamento no hacerlo es que ya me perdí mucho, y casi no tengo tiempo, te prometo que lo leeré mas adelante cuando ande un poco mejor de tiempo, te saludo y aplaudo por todo lo que haces con tanto cariño.
Besos
No hay nada mejor ni mas gratificante que cumplir un sueño. Y si este fue largamente postergado por las circunstancias... hay algo en esa resolucion,que por diminuto que sea el hecho en si para los demas.. se convierte para ti en la realizacion de toda una odisea..
Conozco la ilusion de ese tramo de calle..hasta llegar al destino...la velocidad que alcanzan los latidos del corazon..por el nerviosismo de la proxima materializacion de lo tan largamente esperado.. y la sonrisa profunda de satisfaccion..y la alegria que invade el cuerpo y el alma, por poder atrapar entre las manos el objeto del deseo, ya sea material o inmaterial... Una alegria que hace desaparecer cualquier otra sombra de alrededor por mucho tiempo...
Y sientes que conseguiste subir otro peldaño... que le ganaste otro cachito a la vida.. otro cachito de felicidad para atesorar...
Me alegro cumplieras tu sueño.. Es bonito sonreir y ser feliz..sea por lo que sea..
Puedo ver en tu relato a ese joven apretando fuertemente contra el pecho...su tesoro, y la emocion en su rostro..
Siempre consiere a los libros una especie de "amigos" inanimados.. Hubo ocasiones en que me ofrecieron consuelo y refugio..y la posibilidad de crear mi propio mundo..
Bonito relato...Espero el "helado"..
Y Gracias por tu visita..
Un abrazo..
Se ve que eres un gran conocedor de los mejores rincones de Madrid. Interesante Blog el tuyo
Acabo de leer esta cuarta serie. Me han encantado las hermosas descripciones de este bello norte, con tus adjetivos, metáforas e imgáenes tan redondas y tan íntimas.
Te veo atormentado por tu adolescencia no superada? La timidez... Venga, hombre, unos ojos que miran están pidiendo una palabra. Hay que dar el primer paso, no esperar a que sea el otro. Verás cómo en el otro hay una alma que espera lo mismo que tú esperas encontrar. Un abrazo de tu paisano Antonio
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