viernes, 26 de febrero de 2010

Mi padre (VIII): Ilusión


No era hombre de risa fácil, pero le vi reír a mandíbula batiente cuando la niña apareció en su mundo de días otoñales. La miraba durante horas, la comparaba con ella, celebraba cada uno de sus llantos y berridos. Hubiera deseado acelerar su crecimiento para cogerla de la mano y llevarla a dar un paseo por la plaza del ayuntamiento de Aldea. “¡Tirititi!”, le decía para arrancar sonrisas a su boquita sonrosada, donde apuntaban los dientes de leche. Cuando ya pudo andar, le enseñó que tocando el ombligo sonaba como un silbato mágico. Le llamaba la atención con apelativos extraños que él inventaba para ella: de “Tirititi” pasó a “Los Tirrintintintis”. Las risas de ellos dos se acordaban a la perfección, y a veces yo no sabía distinguir la una de la otra.

-¡Mi niña es mi niña! –repetía mi padre frecuentemente, cual si fuera el estribillo de una canción de felicidad.

La niña aprendió a andar y a hablar casi a un mismo tiempo. Ya tenía los dientes crecidos cuando mi padre se aprestó a cumplir su ilusión tan largamente postergada: llevarla a dar un paseo a la plaza. Se fueron cogidos de la mano entre el resplandor veraniego de las farolas. No habría otra oportunidad para repetirlo, pero esa noche mi padre fue el ser más feliz sobre la faz de la tierra.

En otra ocasión, mi padre descubrió que la niña tenía un lunar precioso en el confín de la nalga derecha; su alegría y su conmoción por esto eran ciertamente arrebatadoras. Empezó a bromearla sobre esta cuestión, amenazándola chistosamente con quitarle el lunar. La niña se preocupó de veras, hasta el extremo de evitar la presencia de mi padre a las primeras de cambio. Todas estas bromas alcanzaban mayor notoriedad estando ambos al teléfono.

Tirititi, que te lo quito! –decía mi padre al otro lado de la línea telefónica, con una alegría que era difícil ponderar.

-¡No me quites el lunar! –respondía la niña con su lengüecilla de trapo, y si lloraba o reía mi padre lo aplaudía igual; todo le parecía adorable en ella.

A veces la niña oficiaba de recadera de mi padre, pidiendo una “chervecha” para él. El muy tunante no era capaz de pedirme la cerveza directamente, temiendo que le sermoneara sobre su estado de salud. Cuando terminaba de trasegar la botella de cerveza, la niña solía hacerle cosquillas en la barriga, y él se reía mostrando una falsa mueca de compunción en el rostro. La vida se volvía hermosa en las postrimerías de su vejez. Y sí, la presencia de la niña rejuveneció su alma, llegando a creerse que esta vitalidad se haría extensible a su propio cuerpo. Se sentía tan bien, que no vio necesario acudir a las revisiones médicas. Yo le preguntaba y siempre me decía que se encontraba en la gloria teniendo a la niña cerca. La quería con locura.

Era una tarde de agosto cuando ambos compartíamos sofá, atentos a los juegos de la niña. En los intervalos de quietud, acerté a escuchar un silbido extraño cada vez que mi padre respiraba, como si el aire hubiera de vencer innúmeras dificultades al entrar o salir de sus pulmones. Un chirrido viscoso, un burbujear de mal agüero, que despertaba alarma cuando no pavor.

-¿Qué te pasa, papá? –tuve que preguntarle al final.

-¿Que qué me pasa? –dijo manifestando escaso deseo de abordar el tema.

-¿Por qué respiras así?

-Me habré constipado –respondió evasivamente.

-¿Sigues tosiendo tanto como antes?

-¿No te acuerdas de que el doctor me dijo que la tos la iba a tener siempre? Pero no hay que apurarse, pues sabes que con un caramelillo se soluciona rápido.

-Papá, ¿desde hace cuánto que no vas a las revisiones del pulmón?

-Déjate de rollos, que estoy hecho un chaval.

-Papá…

Se aferró nuevamente a las monerías de la niña para dejarme con la palabra en la boca. En medio de la más absoluta felicidad, cuesta abrir paso a pensamientos tristes. Mi padre no quería escucharme en aquella ocasión. En lugar de eso, le enseñó a la niña a decirle que estaba de él hasta el coco, haciendo el gesto oportuno de palmearse la coronilla. Yo tampoco quería enturbiar ese cuadro de dicha estival. No quería que ni él ni la niña sufrieran. La vida nos había dado una compensación y era menester apurarla hasta las heces. Empero, se estableció en mi alma un desasosiego que juzgué oportuno silenciar. Era mejor olvidarlo (¿o vivir ignorándolo?). No, Dios mío, se me hacía muy dramático dar pábulo a tal pensamiento.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Delicioso y conmovedor relato en el que tu padre proyecta todo su amor de abuelo. Un afectuoso saludo, Jardinero. Antonio

Nubbbe dijo...

Bonito y tierno relato...
Se puede sentir la adoración de ese hombre por la dulce niña..Se percibe el lazo... la conexión...
Sabes usar muy bien las palabras...


En ocasiones la vida nos presenta la oportunidad de volcar todo el cariño guardado... que antes, por cualquier circunstancia puede que no aprovecharamos bastante...

Pensamos mas tarde en ello, y deseariamos volver atrás...tener una nueva oportunidad...
A veces se da, quizá no con la persona que hubieramos deseado enmendar el error... pero al menos, se aprovecha al máximo la identica situación. Esta vez, se apura...
Y nada puede rectificar la anterior... pero la felicidad que emana de la presente, crea una satisfaccion del cambio, una atmósfera de alegria, que hace olvidar cualquier mala cosa... Y sabes que a partir de ahora, todo sera distinto... aprendiste. Aunque al menos en mi caso, lamentablemente,creo fuera demasiado tarde. Pero aun asi... aprendiste..y disfrutas al máximo de los seres que quieres, sin limites.

Los niños son siempre vida, alegria y sabiduría... El tiempo pasa tan rápido.. y la vida es tan dura a veces...Si volviera a nacer, cambiaría muchas cosas...

Tu padre hizo muy bien, aprovechando cada minuto al máximo, para sumar felicidad... es lo que realmente importa...los momentos felices, nada más...

Un saludo, amigo y un fuerte abrazo.

Nubbbe.

Anónimo dijo...

Buena narración Como siempre. Abrazo