Ese año el otoño se presentó temprano. Los pasos de mi padre se tornaban a cada momento más torpes e indecisos, la carne de las mejillas se le fue hundiendo y la esclerótica de los ojos asumió el tono de la mantequilla rancia. El óvalo azul que le circuía las niñas se intensificó, impregnando de sufrimiento la expresión de su mirada. Perdió las ganas de hablar, cuando no las de comer, y apetecía con mayor frecuencia el reposo. Mi madre le animaba a que se moviera lo que le fuera posible. Algunas mañanas nubladas lograba reunir las suficientes fuerzas para salir a por el pan. La gente del pueblo lo veía trepidar en ese corto trayecto como un sarmiento ante el empuje de la tempestad. Viendo que las piernas se le mostraban reacias a obedecerle, intentó tomar la bicicleta, y no tuvo mejor fortuna: al primer intento acabó midiendo el suelo con su trémula osamenta. Este incidente nos lo silenció a la familia y sólo lo supimos mucho después, cuando nos lo refirió el piadoso hombre que tuvo a bien ayudarle a levantarse del suelo. Una ventosa tarde de octubre se armó de un viejo bastón para sostenerse, y, trabajosamente, deambuló por todos los bares y cafeterías que solía frecuentar en el pueblo; quería saldar las pequeñas deudas que había ido dejando aquí y allá; a todos los camareros les iba diciendo que ya no iba a volver a sus locales… El reposo era lo único que ansiaba en sus actuales circunstancias.
Por entonces, yo ya no vivía en el pueblo, y mi madre se esforzaba en ocultarme el raudo deterioro que venía padeciendo mi padre. Ella no quería alarmarme, pero llegó el momento en que tuvo que contármelo todo. Fue el día que mi padre tropezó en el tramo final de las escaleras mecánicas de la estación del AVE de Madrid; el pobre enfermo se aterrorizó al no encontrar asidero seguro en la bajada de las escaleras, y acabó derrumbándose henchido de tristeza e incapacidad.
-A tu padre le sucede algo –me advirtió mi madre esa misma noche al teléfono-. Pasa todo el día amorrado, hemos corrido peligro en el coche manejando él el volante, se ha caído varias veces, con la suerte de no haberse roto ningún hueso… Algo le pasa.
-Mañana lo llevo al hospital –dije fustigado por la angustia-. Que descanse esta noche todo lo que pueda. Iré a buscaros muy temprano.
Tan pronto colgué el teléfono, sentí que me derrumbaba en el sofá. Intenté rezar, pero en lo profundo de mi alma ya sabía que ningún hecho milagroso mitigaría la triste situación en que nos hallábamos. Le pedí a Dios que me consolara, agradeciéndole los nueve años de vida que le había concedido a mi padre desde la pulmonía de marras.
La mañana se presentó tintada de sombríos auspicios. Fue espantoso el tiempo que mi padre hubo de permanecer en urgencias, en el antiguo Hospital de Alarcos de Ciudad Real. Mi madre estaba agotada de tanta espera y le pedí que se marchara a descansar. Al cabo de un rato infinitamente prolongado, el médico que atendía a mi padre me llamó. Yo ya presentía lo que me iba a decir:
-Está muy enfermo. Tiene una masa enorme en el pulmón izquierdo y el derecho está lleno de ramificaciones.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
Por entonces, yo ya no vivía en el pueblo, y mi madre se esforzaba en ocultarme el raudo deterioro que venía padeciendo mi padre. Ella no quería alarmarme, pero llegó el momento en que tuvo que contármelo todo. Fue el día que mi padre tropezó en el tramo final de las escaleras mecánicas de la estación del AVE de Madrid; el pobre enfermo se aterrorizó al no encontrar asidero seguro en la bajada de las escaleras, y acabó derrumbándose henchido de tristeza e incapacidad.
-A tu padre le sucede algo –me advirtió mi madre esa misma noche al teléfono-. Pasa todo el día amorrado, hemos corrido peligro en el coche manejando él el volante, se ha caído varias veces, con la suerte de no haberse roto ningún hueso… Algo le pasa.
-Mañana lo llevo al hospital –dije fustigado por la angustia-. Que descanse esta noche todo lo que pueda. Iré a buscaros muy temprano.
Tan pronto colgué el teléfono, sentí que me derrumbaba en el sofá. Intenté rezar, pero en lo profundo de mi alma ya sabía que ningún hecho milagroso mitigaría la triste situación en que nos hallábamos. Le pedí a Dios que me consolara, agradeciéndole los nueve años de vida que le había concedido a mi padre desde la pulmonía de marras.
La mañana se presentó tintada de sombríos auspicios. Fue espantoso el tiempo que mi padre hubo de permanecer en urgencias, en el antiguo Hospital de Alarcos de Ciudad Real. Mi madre estaba agotada de tanta espera y le pedí que se marchara a descansar. Al cabo de un rato infinitamente prolongado, el médico que atendía a mi padre me llamó. Yo ya presentía lo que me iba a decir:
-Está muy enfermo. Tiene una masa enorme en el pulmón izquierdo y el derecho está lleno de ramificaciones.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
2 comentarios:
No es fácil hacerse mayor, no es algo fácil de asumir, cuando eso lleva implícito el deterioro físico, las enfermedades, las dolencias, la incapacidad que se manifiesta de golpe...
Parece que esas cosas están siempre tan lejanas... que cuando llegan, nos pillan de sorpresa...
No es fácil aceptar que detras de toda una vida luchando... cuando al fin se puede y deberia estar bien, empiezan los problemas físicos serios...
Esta vida no me parece nada justa.
Las enfermedades no deberian existir. Ya hay bastantes sufrimientos en la vida, como para acrecentarlos con una enfermedad destructiva...
Pero así es la vida, supongo...
Triste, muy triste relato...
Que difícil es, que la vida, como historia, tenga un final feliz...
Al menos tu padre, estaba rodeado de gente que le queria. Al menos, no estaba solo...
Un gran abrazo, mi amigo...
Nubbbe.
Me entero de esto tan triste que vivió tus padre, debe haver sido una epoca dificil, lo mejor es que ya está en major lugar aunque es triste no verle mas. Un gusto leer tus vivencias.
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