-No va a salir de ésta, doctor –dije haciendo una afirmación de la consabida pregunta que hubiera sido de esperar.
-Le queda muy poco tiempo de vida –repuso el médico, en vista de mi resignación-. Ahora no hay camas libres en el hospital, pero voy a ordenar su ingreso inmediato.
Salí fuera del claustrofóbico recinto de urgencias, y llamé a mi madre con el móvil.
-Son sus últimos días, mamá. Hemos de ser fuertes y hacer que los pasé lo más dignamente posible. No hay que asustarle diciéndole lo que tiene.
Mi madre lloraba al otro lado de la línea telefónica, sin ser capaz de articular la menor palabra.
La noche en urgencias fue de todo punto dantesca. No había camas libres en el recinto hospitalario, y los enfermos habían de hacinarse en sillones y camillas de mugriento escay. Más de uno se acordó muy malamente del presidente de Castilla-La Mancha, quien a buen seguro jamás se vería envuelto en las situaciones calamitosas que puntualmente habían de sufrir los ciudadanos de a pie. Mi padre se desesperaba en la incómoda camilla que le habían asignado, la barba en rastrojo le picaba y el sudor le estaba provocando la pestilencia aunada del desaseo y la enfermedad.
Me hizo una seña para que me aproximara, y deslizó en mi oído las siguientes palabras:
-Pregunta si nos podemos ir a casa y volver cuando haya camas libres.
La sugerencia de mi padre no dejaba de tener su lógica. Sin embargo, la burocracia en que se fundaba el sistema hospitalario se anteponía al bienestar de los enfermos. Si mi padre abandonaba la sala de urgencias, perdería todo su derecho a ser hospitalizado. Al pobre no le quedaba otro remedio que pasar las de Caín en esa dura, sucia e incómoda camilla de escay, que le provocaba un sudor malsano en la zona de contacto con la espalda. Y para empeorar aún más las cosas, no me dejaban acompañarle lo que hubiera deseado; sólo tenía permitido entrar a verle en los momentos establecidos, que coincidían intencionadamente con las horas de las comidas. En el entretanto, las atenciones a los enfermos por parte del personal sanitario dejaban mucho que desear. Si grande era la agonía que mi padre padecía en la atestada sala de urgencias, no menos era mi propia agonía en la aún más atestada sala de espera, de dimensiones francamente minúsculas. No era por cierto mala idea que al presidente de Castilla-La Mancha le fuera dado conocer y disfrutar de las excelencias del sistema sanitario de que tan pagado se mostraba en los medios de comunicación, si bien jamás caería la breva de que tan alto dignatario llegara a experimentar la angustia que estaba flagelándonos a enfermos y acompañantes en aquel malhadado recinto de urgencias.
Tras casi cuarenta horas de calvario en urgencias, por fin le asignaron cama a mi padre en el servicio de neumología. Su autonomía de movimientos se redujo ostensiblemente. Las auxiliares de enfermería lo lavaron y le facilitaron un pijama nuevo; a mí me dejaron el cuidado de afeitarle.
Si hubiera sido hoy, a cuenta de mi reciente afición al afeitado clásico, hubiera empleado con mi padre el agua a la temperatura adecuada, la brocha de cerda más densa y acariciadora de las que poseo, el jabón más cremoso y aromático, la cuchilla más suave y afilada, la piedra de alumbre y el bálsamo más apaciguante de los que conozco. Pero entonces me faltaban los conocimientos y los útiles necesarios. Hube de emplear, pues, un vaso de plástico, un bote de espuma a presión, una maquinilla desechable y una loción con demasiado contenido en alcohol. Aun así, el resultado fue aceptable y creo que mi padre agradeció y disfrutó del afeitado que le hice. Su rostro se veía tan terso y brillante que nadie hubiera podido suponer a lo primero lo enfermo que se encontraba.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
-Le queda muy poco tiempo de vida –repuso el médico, en vista de mi resignación-. Ahora no hay camas libres en el hospital, pero voy a ordenar su ingreso inmediato.
Salí fuera del claustrofóbico recinto de urgencias, y llamé a mi madre con el móvil.
-Son sus últimos días, mamá. Hemos de ser fuertes y hacer que los pasé lo más dignamente posible. No hay que asustarle diciéndole lo que tiene.
Mi madre lloraba al otro lado de la línea telefónica, sin ser capaz de articular la menor palabra.
La noche en urgencias fue de todo punto dantesca. No había camas libres en el recinto hospitalario, y los enfermos habían de hacinarse en sillones y camillas de mugriento escay. Más de uno se acordó muy malamente del presidente de Castilla-La Mancha, quien a buen seguro jamás se vería envuelto en las situaciones calamitosas que puntualmente habían de sufrir los ciudadanos de a pie. Mi padre se desesperaba en la incómoda camilla que le habían asignado, la barba en rastrojo le picaba y el sudor le estaba provocando la pestilencia aunada del desaseo y la enfermedad.
Me hizo una seña para que me aproximara, y deslizó en mi oído las siguientes palabras:
-Pregunta si nos podemos ir a casa y volver cuando haya camas libres.
La sugerencia de mi padre no dejaba de tener su lógica. Sin embargo, la burocracia en que se fundaba el sistema hospitalario se anteponía al bienestar de los enfermos. Si mi padre abandonaba la sala de urgencias, perdería todo su derecho a ser hospitalizado. Al pobre no le quedaba otro remedio que pasar las de Caín en esa dura, sucia e incómoda camilla de escay, que le provocaba un sudor malsano en la zona de contacto con la espalda. Y para empeorar aún más las cosas, no me dejaban acompañarle lo que hubiera deseado; sólo tenía permitido entrar a verle en los momentos establecidos, que coincidían intencionadamente con las horas de las comidas. En el entretanto, las atenciones a los enfermos por parte del personal sanitario dejaban mucho que desear. Si grande era la agonía que mi padre padecía en la atestada sala de urgencias, no menos era mi propia agonía en la aún más atestada sala de espera, de dimensiones francamente minúsculas. No era por cierto mala idea que al presidente de Castilla-La Mancha le fuera dado conocer y disfrutar de las excelencias del sistema sanitario de que tan pagado se mostraba en los medios de comunicación, si bien jamás caería la breva de que tan alto dignatario llegara a experimentar la angustia que estaba flagelándonos a enfermos y acompañantes en aquel malhadado recinto de urgencias.
Tras casi cuarenta horas de calvario en urgencias, por fin le asignaron cama a mi padre en el servicio de neumología. Su autonomía de movimientos se redujo ostensiblemente. Las auxiliares de enfermería lo lavaron y le facilitaron un pijama nuevo; a mí me dejaron el cuidado de afeitarle.
Si hubiera sido hoy, a cuenta de mi reciente afición al afeitado clásico, hubiera empleado con mi padre el agua a la temperatura adecuada, la brocha de cerda más densa y acariciadora de las que poseo, el jabón más cremoso y aromático, la cuchilla más suave y afilada, la piedra de alumbre y el bálsamo más apaciguante de los que conozco. Pero entonces me faltaban los conocimientos y los útiles necesarios. Hube de emplear, pues, un vaso de plástico, un bote de espuma a presión, una maquinilla desechable y una loción con demasiado contenido en alcohol. Aun así, el resultado fue aceptable y creo que mi padre agradeció y disfrutó del afeitado que le hice. Su rostro se veía tan terso y brillante que nadie hubiera podido suponer a lo primero lo enfermo que se encontraba.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
2 comentarios:
Hola amigo...
Que triste...
Creo que nadie está realmente preparado para pasar por esa situación. Ni el enfermo, ni los seres cercanos...
Y por si no fuera poco ese angustioso momento, en el que lo más terrible se presiente... sólo hace falta, las deplorables condiciones en que "almacena" el sistema sanitario a los enfermos, muchas de las veces, sin consideración alguna y sin miramientos, a pesar de la situacion que viven familiares y sobre todo enfermos.
La mayoria de hospitales públicos,por no decir todos, y máxime servicios de urgencias presentan una falta de medios, unas carencias, y un aspecto mas que deplorable, deprimente e incluso degradante... Lamentable situación, culpa de no se quien, supongo que de un gobierno, que no se preocupa mas que de promocionar lo que "le interesa" y no "lo que realmente interesa"...
No se si uno se dara cuenta de cuando el final se acerca. Creo que aunque a veces seamos pesimistas, nunca pensamos en realidad, que es el final..al menos yo...
Pero siempre me pareció muy triste que ese final tenga que ir acompañado de sufrimiento, de carencias en un hospital frio y deprimente, donde la mayoria de situaciones que surgen son lamentables y de un triste desamparo... Un ambiente demasiado frio, y amargo, para terminar...
Menos mal que como te dije en el anterior capítulo, al menos, tu padre contaba con seres queridos y que le querian a su alrededor. Quizá muchos otros, tengan el problema añadido y la mala fortuna de estar solos... y terminar en una demasiado triste soledad...
Detalles como el del afeitado, creo que deben aportar unas gotas de felicidad suprema a un enfermo que se encuentre en esa situación...
Porque sé, que aunque te faltaban las condiciones, y los conocimientos para un delicado y sibarita afeitado... habia un ingrediente que suplia todas esas carencias... y era el cariño que pusiste al hacerlo... Cariño que tu padre, estoy segura que notó y atesoró, e hizo pensar que jamas estuvo solo. Y lo demas, no importa.
Un gran Abrazo, Jardinero...
Nubbbe.
AMIGO Jardinero,ahora entiendo tus palabras cuando me pides por favor que no fume.
Estos relatos me estan haciendo revivir una historia muy parecida a esta.
Yo con mi padre tambien sufrî la soledad de un hospital.
Pero Dios siempre nos acompaña.
UN ABRAZO
Maria de la O
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