Bien sabe Dios que siempre he detestado el papeleo y los trámites burocráticos con que los humanos nos hacemos recíprocamente la vida imposible. Acertado estuvo el autor, cuyo nombre no me viene a la memoria, que afirmó que la burocracia era el quinto jinete del Apocalipsis. Mi padre iba a fallecer, era una evidencia, y la máquina burocrática exigiría que todos sus asuntos estuvieran en orden. Pero el orden jamás fue una de las virtudes de mi padre. Localizar los papeles importantes se me antojaba una tarea que no dejaría de parecerme un suplicio. Entre mis visitas al hospital crecía en mi interior un dolor, una rabia y una impotencia por causa de una sociedad que no entendía lo horrible que era perder a un ser querido como para hacerlo aún más horrible con una selva de enmarañada vegetación burocrática. Testamento, escrituras, certificados, recibos del banco, libro de familia, fotocopias de esto, fotocopias de aquello… Y para más infortunio, yo no podía contar con pedirle ayuda directa a mi padre, pues su inteligencia enseguida le hubiera advertido de la gravedad de su estado, a él, que tanto amaba la vida. No obstante, era preciso encontrar una manera de sonsacarle información, pues había papeles importantes que yo, en medio del desorden reinante, no acertaba a localizar en sus carpetas.
La luz de la tarde desaparecía de las ventanas del hospital en medio de conversaciones ingenuas, en las que salían a relucir sucesos de antaño y opiniones de la situación presente. Mi padre me habló de cierto nido de calandrias en lo alto de un alcornoque. Eran los tiempos de la Guerra Civil, y una rama traicionera desgarró su blusón mientras trepaba por las asperezas del tronco. Mi abuela le dio una buena tunda, pues no estaban las circunstancias para exponer las ropas con absurdos juegos infantiles.
-¿En aquella época se pagaban impuestos? –preguntaba yo, aprovechando la coyuntura para entrar furtivamente en terreno delicado.
-Muchos –respondía mi padre.
-¿Por las herencias también?
-Sí, eso que llamaban “derechos reales”.
-¿Y hoy también se pagan?
-Sí, yo tengo los derechos reales pagados.
Él, que tan claro lo veía, no podía saber que para mi entendimiento, acostumbrado a escapar de los asuntos terrenales, era una cuestión totalmente encubierta por espeso manto de tinieblas.
Me contaba que de joven fue un consumado nadador. Se desplazaba con la agilidad de un delfín por los cursos de agua de su pueblo, y, a veces, cruzaba la frontera fluvial del país vecino para traer a su casa legumbres que le daban sus parientes del otro lado, los cuales no conocían las carestías de la guerra. Asimismo, recordaba que un día tuvo que irse de casa a un colegio donde sólo le daban de merendar un alvarillo y una minúscula porción de chocolate; cuando le tocaba servicio en la cocina, le parecía una bendición poder atracarse con las mondas de patata. Transcurrían los tiempos del hambre de la Posguerra. Ya era mocito cuando en un tren desvencijado y traqueteante un hombre fornido le fue a los alcances y le llamó la atención, preguntándole su nombre y apellidos; en cuanto los supo, le dijo que eran hermanos, y lloraron en medio de un abrazo emocionado. Compadecía a su madre y abuela mía: tuvo muchos hijos, quedó pronto viuda y no tenía con qué darles de comer; por eso se desperdigaron por todos los puntos cardinales, sin que muchos de ellos llegaran a conocerse… Los recuerdos de toda una vida se agolpaban lánguidamente en sus labios resecos, en aquellos pausados atardeceres de hospital.
Me hubiera encantado dedicar todo el potencial de mi mente a disfrutar de sus últimas y mejores palabras, pero el miedo al papeleo me inducía a inventar mil ardides para obtener información sobre tal o cual documento. A veces mis preguntas le llegaban como una cuña dolorosa, permaneciendo sumido en silencios efímeros cuyo significado yo no me atrevía a dilucidar. Incluso, como quiera que no me constaba que hubiera hecho testamento abierto, tuve que improvisar una pantomima para justificar la presencia de un notario en el hospital; yo también hice testamento al mismo tiempo, a fin de que mi padre comprendiera que no podíamos dejarle a la Administración resquicio alguno para que metieran mano en los bienes que con tanto esfuerzo habíamos conseguido reunir. Me sentí un miserable; bien sabe Dios que por mí hubiera mandado al cuerno todas esas minucias legales, pero tenía la obligación de mirar por los intereses de nuestra descendencia. Mi padre quería vivir, y yo sólo podía ofrecerle mentiras piadosas.
-Casi no puedo levantarme, hijo –me abordaba con su voz cada vez más menguante-. ¿Tan mala es la pulmonía que he cogido?
-Ya sabes cómo son estas cosas en invierno –trataba de contemporizar yo, con mi forzada expresión sonriente-. La otra pulmonía la tuviste en primavera y aun así necesitaste varias semanas para recuperarte. Son jodidas las pulmonías en invierno porque curan muy despacio.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
La luz de la tarde desaparecía de las ventanas del hospital en medio de conversaciones ingenuas, en las que salían a relucir sucesos de antaño y opiniones de la situación presente. Mi padre me habló de cierto nido de calandrias en lo alto de un alcornoque. Eran los tiempos de la Guerra Civil, y una rama traicionera desgarró su blusón mientras trepaba por las asperezas del tronco. Mi abuela le dio una buena tunda, pues no estaban las circunstancias para exponer las ropas con absurdos juegos infantiles.
-¿En aquella época se pagaban impuestos? –preguntaba yo, aprovechando la coyuntura para entrar furtivamente en terreno delicado.
-Muchos –respondía mi padre.
-¿Por las herencias también?
-Sí, eso que llamaban “derechos reales”.
-¿Y hoy también se pagan?
-Sí, yo tengo los derechos reales pagados.
Él, que tan claro lo veía, no podía saber que para mi entendimiento, acostumbrado a escapar de los asuntos terrenales, era una cuestión totalmente encubierta por espeso manto de tinieblas.
Me contaba que de joven fue un consumado nadador. Se desplazaba con la agilidad de un delfín por los cursos de agua de su pueblo, y, a veces, cruzaba la frontera fluvial del país vecino para traer a su casa legumbres que le daban sus parientes del otro lado, los cuales no conocían las carestías de la guerra. Asimismo, recordaba que un día tuvo que irse de casa a un colegio donde sólo le daban de merendar un alvarillo y una minúscula porción de chocolate; cuando le tocaba servicio en la cocina, le parecía una bendición poder atracarse con las mondas de patata. Transcurrían los tiempos del hambre de la Posguerra. Ya era mocito cuando en un tren desvencijado y traqueteante un hombre fornido le fue a los alcances y le llamó la atención, preguntándole su nombre y apellidos; en cuanto los supo, le dijo que eran hermanos, y lloraron en medio de un abrazo emocionado. Compadecía a su madre y abuela mía: tuvo muchos hijos, quedó pronto viuda y no tenía con qué darles de comer; por eso se desperdigaron por todos los puntos cardinales, sin que muchos de ellos llegaran a conocerse… Los recuerdos de toda una vida se agolpaban lánguidamente en sus labios resecos, en aquellos pausados atardeceres de hospital.
Me hubiera encantado dedicar todo el potencial de mi mente a disfrutar de sus últimas y mejores palabras, pero el miedo al papeleo me inducía a inventar mil ardides para obtener información sobre tal o cual documento. A veces mis preguntas le llegaban como una cuña dolorosa, permaneciendo sumido en silencios efímeros cuyo significado yo no me atrevía a dilucidar. Incluso, como quiera que no me constaba que hubiera hecho testamento abierto, tuve que improvisar una pantomima para justificar la presencia de un notario en el hospital; yo también hice testamento al mismo tiempo, a fin de que mi padre comprendiera que no podíamos dejarle a la Administración resquicio alguno para que metieran mano en los bienes que con tanto esfuerzo habíamos conseguido reunir. Me sentí un miserable; bien sabe Dios que por mí hubiera mandado al cuerno todas esas minucias legales, pero tenía la obligación de mirar por los intereses de nuestra descendencia. Mi padre quería vivir, y yo sólo podía ofrecerle mentiras piadosas.
-Casi no puedo levantarme, hijo –me abordaba con su voz cada vez más menguante-. ¿Tan mala es la pulmonía que he cogido?
-Ya sabes cómo son estas cosas en invierno –trataba de contemporizar yo, con mi forzada expresión sonriente-. La otra pulmonía la tuviste en primavera y aun así necesitaste varias semanas para recuperarte. Son jodidas las pulmonías en invierno porque curan muy despacio.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
5 comentarios:
No se que decir...
Es tan triste...
Nunca he pasado por una situación así tan directa... pero creo que la he imaginado muchas veces. Quiero decir.. que he imaginado qué pasará? Y siento que es terrible de asumir y de asimilar... Se que son cosas inevitables de la vida.. pero aun así, no se... no se si llegado el momento, podria aguantar el tipo y simular que no pasa nada.. A veces lo he hecho en situaciones no tan extremas, y es superdificil y muy duro...
Imagino como debias sentirte. No es fácil simular sonrisas... y menos cuando tienes un único pensamiento trágico en la cabeza...
Odio el papeleo. Y soy un puro desastre para esas cosas...
A veces me pregunto..Por qué esta vida tiene que ser tan complicada siempre?...
No obstante, es hermoso comprobar el amor de un hijo hacia su padre... ese derroche de cariño, y ese estar ahi..a su lado... creeme que se valora muchisimo... quizá más que nada en el mundo, en esos momentos más aun...
Siempre me he preguntado si el enfermo sospechará la verdad, si sabrá pero disimula tambien.. o si realmente nunca somos conscientes de que ésta es la hora... Nunca pensamos que haya de ser ya... y encima para siempre...
No se.. no se que pensar...
Al menos, es bello, ayudar a pasar a alguien que quieres al otro lado, rodeandole de cariño y amor... haciendole sentir feliz o al menos no tan desgraciado como se sentiria si no le asistiera nadie en ese difícil trance...
Siempre me ha costado dejar marchar a las personas y a todo (soy incapaz de tirar ninguna cosa).. asi que la sola idea de que alguien se marche, delante de mis ojos, para siempre... no se... Creo que solo haría que abrazar a esa persona... en un inútil y desesperado intento de que se quedara...
Siempre parece que el tiempo es eterno...
Demasiado duro...
Un fuerte abrazo para ti, amigo Jardinero...
Nubbbe.
Hola, Jardinero, me gustaría poder comunicar contigo fuera de este medio. Mi dirección de correo : amorenar39@hotmail.com.
Un abrazo, Antonio
es terrible todo eso. El papeleo es lo peor que hay que hacer de un ser querido que esta por partir. A veces uno no tiene la serenidad para entenderlo ya que el dolor lo nubla todo a uno. un abrazo desde lejos.
Madre mía, mentir por cariño, con estos capítulos comprendo tus sentimientos, lo debiste pasar mal, me parece realmente triste. Espero tu siguiente capítulo.
Un Abrazo Jardinero.
Pluma de Pintura.
Yo también he pasado por el dolor de perder a mi padre, asi tambien he tenido que luchar contr esta burocracia gélida hasta en el dolor. He llegado ha recibir como respuesta-" para que darle una protesis a su padre , si hay pocas posibilidades de sobrevida". También le he mentido y no le mencione su enfermedad. Pero el lo sabía y poco a poco fué marcando todo el camino a seguir... nos dejo mentirle.
Es un hermoso texto.
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