jueves, 8 de julio de 2010

Mi padre (XVIII): Consumación


Se presentó la fría madrugada de enero. Yo no sé qué sueños o pesadillas hicieron que mi descanso me agotase las energías más todavía. El dormitorio estaba encostrado de las frías tinieblas del mes de enero. El teléfono inalámbrico reposaba sobre el tablero de mi mesita. Mis convicciones religiosas me impiden creer en las apariciones marianas, pero en la agitada somnolencia vi una peña entre nubes inflamadas de tormenta. Allí estaba una dama de los tiempos de la antigua Galilea, cubierta por vaporosos velos. Me miraba. Las nubes sangraban con los relámpagos. La mujer se recubrió el rostro con su velo. La intensidad de la mirada que me dirigía carbonizaba las órbitas de sus ojos. De repente, me desperté del sueño y fui consciente de las tinieblas del dormitorio. Me encontraba lúcido y despierto. Aún no sé explicarme porqué oí una voz lejana si ya no estaba soñando. Una voz femenina que pronunciaba mi nombre con la cadencia de un fatal llamamiento, una sola vez… Yo no creía en presencias fantasmales, pero esa voz no me resultó desconocida. ¿No se parecía a la voz que yo recordaba de ella cuando aún vivía en el mundo?

Entonces arrancó la melodía del teléfono inalámbrico. Una especie de antífona electrónica que pretendía remedar la belleza de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. No hacía falta responder a la llamada para saberlo. No obstante, lo hice.

-Acaba de morir –La voz de mi madre sonaba desgarrada por el llanto.

-Enseguida estoy allí –dije con la calma que nunca hubiera imaginado poseer en semejante trance.

Me vestí en un abrir y cerrar de ojos. Mi mente estaba como amordazada. Tomé el coche y conduje con movimientos sorprendentemente certeros. Las luces de la madrugada, las siluetas de los edificios a medio levantar que había antes de llegar al hospital, todo surgía en medio de la neblina de una apacible ensoñación. No queriendo profundizar en mis pensamientos, me puse a tararear la melodía de “El lago de los cisnes”… Nunca más volvería a ponerla en mi teléfono, pues siempre me recordaría la voz de la oscuridad y el anuncio de la muerte de mi padre.

Mi alma drenaba por los vacíos pasillos del hospital. Las luces estaban disminuidas a consecuencia de la madrugada. Encontré a mi madre llorando en el umbral de la habitación. Buscó fundirse en mis brazos tan pronto me detectó a su lado. Había presenciado el estertor de mi padre mientras yo escuchaba en el dormitorio aquella intrigante voz femenina.

-Intentó incorporarse con los ojos muy abiertos –me explicó-. Echó todo el aire fuera y al tocar el colchón ya estaba muerto.

-Ya está avisado el médico de guardia para certificar la defunción –nos dijo el enfermero, un hombre de cabeza rapada y mirada amable.

-Este chico me he abrazado cuando ha muerto tu padre. Se ha portado muy bien el pobre.

-Muchas gracias –le dije, sobreponiéndome a mi timidez.

-No las merece –respondió él, dándome en la espalda una amistosa palmada.

Mientras esperábamos al médico de guardia, y, aprovechando que mi madre había ido a sentarse a la sala de estar de pacientes, fui a ver a mi padre. Tenía el rostro seco y macilento. Le despuntaban los blancos cañones de su barba. La boca entreabierta dejaba ver sus carencias dentales. Pero, en resumidas cuentas, un aura de serenidad circuía su rostro desfigurado por la muerte y la enfermedad. Le toqué la frente, y acto seguido se la besé. El camino que juntos recorrimos había tocado a su fin. Apreté mis párpados con las yemas de los dedos de mi mano izquierda, y dejé que mis piernas me condujeran fuera de la habitación.

“Adiós”, fue la única palabra que sonó en mi interior. ¿Dónde estaba el llanto que hubiera sido de esperar que derramara en esa hora fatídica?

Entre las sombras del pasillo surgió la doctora de guardia. Traía la cara somnolienta. Me dio sus condolencias de un modo maquinal y rutinario. Ordenó que se le hiciera a mi padre el electroencefalograma de rigor. Cuando la muerte del paciente resultó evidente, se puso a extender el certificado de defunción, al tiempo que me pedía que viniera a recogerlo pasada media hora.

Un celador actuó de guía para conducirnos a la sala del tanatorio en medio de ese laberinto de pasillos escasamente iluminados. Una vez allí, avisé por teléfono a los de pompas fúnebres y a los familiares más cercanos, desde un punto de vista sentimental. Luego me interné solo en los pasillos del hospital para ir en busca del certificado de defunción. Me extravié. El eco de mis pisadas se ampliaba hasta los rincones más oscuros y distantes. Di varias vueltas hasta que por fin llegué a una oficina iluminada donde había tres guardias de seguridad. Les expliqué mi problema, y uno de ellos se ofreció muy amablemente a guiarme hacia el área de cuidados paliativos y posteriormente hacia la sala de tanatorio.

A mi regreso, ya me estaba esperando el empleado de pompas fúnebres. Me tomó los datos y me preguntó cómo queríamos que mi padre apareciera en el féretro: con el rostro descubierto o con la tapa colocada. Mi madre y yo fuimos unánimes: mi padre tenía el rostro muy desfigurado y no era agradable que tal fuera la última imagen que nos quedara de él, por lo que optamos por colocar la tapa al ataúd.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

3 comentarios:

Marisa dijo...

La muerte es un eslabón más de la vida; aceptarla es saber y querer vivir.

El dolor recorre cada pasillo de ese hospital, cada pasillo interlineal de tu sólido relato. El Lago de los Cisnes suena de fondo anunciando el invierno de la primavera.

No dejo de sorprenderme como el intimismo de tus relatos me sumerge siempre hacia esas regiones del alma que pintas tan magistralmente.

Un abrazo.

Susana del Rosal dijo...

Querido amigo, todo un reto no llorar leyéndote... mueves los sentimientos con tus líneas...

trobador dijo...

Una vez mas, querido amigo, cuando te leo y te vivo, me haces llorar, y eso amigo mio no es fácil en un hombre que a pasado por muchos baches en esta vida, tengo por costumbre leerte y vivirte, me gusta.
Te quiero y admiro