domingo, 25 de julio de 2010

Mi padre (XX): Velatorio


La mañana se presentó espléndida y apacible: el sol brillaba con resabios de primavera, y el tono azulenco de la bóveda celeste aparecía liso y diáfano, excepción hecha de las arruguitas de humo que creaban los lejanos aviones. La gente empezó a acudir con cuentagotas, obligándome a realizar esfuerzos sociales para los que mi ánimo no tenía la menor disposición. Un familiar me trajo una corbata negra para suplir la estampada que hasta ahora había llevado puesta. A lo largo de la mañana, hube de repetir varias veces los pormenores de la triste enfermedad que había consumido a mi padre. Mi mente volaba, y hubo un momento en que casi no me acordaba de aquél. Mi madre departía con los visitantes; a ella no le costaba hablar a diestra y siniestra.

Agobiado por la presión social, me puse el abrigo y salí a dar un paseo por la calle Santo Tomás de Aquino. Era la hora del recreo de los alumnos del Instituto de Enseñanza Secundaria “Hernán Pérez del Pulgar”. Se les veía felices ante el derroche de luz de la mañana. Al otro lado de la calle humeaban los hierbajos que rodeaban el helipuerto. Los viejos edificios de la Diputación Provincial y del primigenio hospital se cubrían con un aura de recuerdo. Alguna vez mi padre acudió a curarse alguna herida a este ya abandonado hospital; alguna vez vio nevar sobre estos mismos árboles. El sol que ahora refulgía sobre las viejas construcciones de antaño, debía de ser el mismo que derramara su luz cuarenta o cincuenta años atrás, cuando Ciudad Real aún tenía poco de urbe y mucho de pueblo. Tiempos de boinas de La Encartada, corrales en los patios y carros de mulas por las calles de adoquín. ¿Tanta variedad de costumbres y exteriores podía caber en el espacio de la vida de una persona? Sin duda, hay mudanzas imperceptibles en lo que nos rodea y parece cotidiano, aunque la luz del sol se nos siga antojando la misma.

Regresé al velatorio hasta la hora de comer. Nos fuimos y volvimos a primeras horas de la tarde. Aparecieron los parientes que nunca nos tuvieron aprecio ni a mi padre ni a mí, los familiares espurios, como yo les designaba para mis adentros. Habían venido por la opinión de la gente. Percibí sonrisas vulpinas, y escuché desde lejos esa voz que atribuía la muerte de mi padre a sus “muchos vicios”. Me salí fuera de la sala por no reventar de rabia. La maldad es el triste acompañamiento de la vida. No sé si por la maldad yo hubiera sido capaz de vejar la memoria de un difunto, pero la vergüenza ante el hecho de promover un escándalo estando mi padre de cuerpo presente, me tenía inmovilizado, ardiendo de furor e indignación. A veces los protocolos sociales aconsejan no entrar en pugna con los oponentes, sucumbir, en una palabra, al juego hipócrita en que se desarrollan las relaciones sociales. “El que calló venció e hizo lo que quiso”, era la frase que solía invocar mi madre en parecidas circunstancias. Y por no herirla a ella guardé las formas; si de mí hubiera dependido, habría recurrido a mis instintos más básicos y gregarios y habría mandado al demonio a esos familiares que en su fuero íntimo se regodeaban visiblemente con la muerte de mi padre… Pero si la humillación semeja una derrota, la templanza representa la victoria para aquel que teniendo motivos para enfurecerse opta por desviar la vista hacia otro lado.

A última hora de la tarde vino aquel hombre campechano que yo recordaba de una de las visitas que le hicieran a mi padre en el hospital. Aquel hombre que tras su costra de rudeza ocultaba unos descomunales sentimientos de bondad. Lo acompañaba su mujer como en la anterior ocasión. Le dio el pésame a mi madre visiblemente compungido, y acto seguido se abocó a la cristalera de la capilla ardiente, junto a la cual yo me hallaba situado en ese preciso instante. Sus ojos eran sendas esferas de lágrimas. Apoyó sus gruesas manos sobre la cristalera. Un mechón de cabello gris le rubricó la frente, salpicada de arrugas de tristeza.

-¡Te has ido ya, viejo! –murmuraba con la voz troquelada por los sollozos-. ¡Te has ido!... ¡Pobrecito viejo!

Alguna de sus lágrimas se me contagió, y sentía que en lo profundo de mi ser se deshacía un nudo de emoción. No supe cómo reaccionar. Afirmé mi espalda contra la pared. Nos estaban observando mis parientes espurios.

El hombre se acercó a mi lado, y me tomó de los hombros.

-Tu padre te tuvo viejo, y era mi amigo antes de que tú nacieras. Ahora tienes en mí un amigo.

No es fácil que esto suceda, pero en aquella ocasión una lágrima caliente y viscosa, de tan retenida, surcó mi rostro. Yo sabía que las palabras de ese hombre eran sinceras, pero, por causa de mi carácter y de mi vida entera, no sacaría provecho de las mismas. A cuenta de tantos fracasos, el sonido de la palabra “amistad” había llegado a ser para mí como campana que suena o címbalo que retiñe, empleando el poético símil del apóstol San Pablo (1 Cor 13, 1). El amigo de mi padre me había cogido en una etapa de mi vida en que ya me había hecho a ser una persona solitaria y no me inquietaba un futuro en soledad. Pero yo no era refractario a las emociones, y pocas veces he sentido una emoción tan profunda. No sé qué habrá sido de ese hombre; sé lo que ha sido de mí, y toda mi vida le agradeceré ese gesto de cariño hacia mi padre… y hacia mí de rechazo.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

3 comentarios:

Adeana dijo...

Sigo la historia de tu padre desde el primer capítulo y,cada nuevo episódio me pone el pelo de punta.
Lo peor en esta vida es perder un ser querido y verle sufrir en agonía hasta llegar al fin.
Pero así es,no podemos hacer nada en contra.
Mi enhorabuana por tus relatos,que seguimos mucha gente y nos remueve el corazón...
Un abrazo de una amiga que te quiere.

Marisa dijo...

Querido Jardinero:

"La maldad es el acompañamiento de la vida". Acabo de leer tu texto y esa frase se ha convertido en eco de mi memoria. Las personas que hacen uso de la maldad en situaciones tan extremadamente delicadas como la que narras son víctimas de su propia crueldad, cadáveres de la amistad. Nuestros actos van dibujando trazos de abigarrados colores que acaban conformando un hermoso cuadro o un lamentable boceto en blanco y negro. No hace falta reprenderles por su actitud, su comportamiento acaba dándoles con el tiempo su merecido castigo. No vale la pena enfangar nuestra educación y elegancia en el lodo de la maldad propia de los infelices.

La bondad también es el acompañamiento de la vida. La rudeza del viejo amigo de tu padre honrándole con las lágrimas del adiós esculpidas en la cristalera de la capilla ardiente, resistiéndose a concluir su amistad con el amigo que yace e intentando resucitarla en su hijo.

La sensibilidad de tu texto también refleja esa bondad que anida en emociones diáfanas y en letras exquisitas que convierten en hermosa Literatura el dolor de amar y decir adiós.

Mi más sincero abrazo.

trobador dijo...

Querido amigo, una vez mas la balanza del bien, se vuelca a favor de las buenas personas.
Como cuentas en este ultimo relato, la crueldad de esos "familiares, se vio recompensada, con la ternura y emoción de ese hombre rudo, pero puro.
Animo querido amigo