miércoles, 25 de agosto de 2010

Mi padre (y XXIII): Cicatrización


Era una apagada tarde de domingo, entoldada de nubes que presagiaban tormenta. Había transcurrido casi año y medio desde la muerte de mi padre. Las hojas del laurel ya tenían el lustre del verano. Aldea dormía la pesada siesta de junio. No se veía un alma por las calles.

Me hacía falta una remachadora para unir dos pedazos de chapa. Recordaba haberle visto una a mi padre, pero no daba con ella. Entonces pensé en el cobertizo del huerto; era posible que anduviera por allí. Me encaminé, pues, hacia el viejo y olvidado lugar. Se respiraba el bochorno en el aire, y comenzaba a percibirse el ozono de la inminente tormenta. La cerradura de la puerta del huerto estaba dura, y tuve que darle unos cuantos empellones hasta que conseguí que cediera. Un trueno solitario restalló en la lejanía.

Las salamanquesas, alertadas por mi presencia, se deslizaron por las paredes del cobertizo, abocándose hacia sus escondites junto a los huecos de las tejas de uralita. La ventana tenía los postigos entrecerrados y el vidrio se había tornado traslúcido a causa de la acumulación de polvo. Busqué entre los trastos, y di por fin con la remachadora. Estupendo; así podría marcharme antes de que se desencadenase la borrasca.

Antes de salir, quise pasear la mirada por el recinto, a modo de despedida, y me fijé en un objeto que colgaba de un gancho en la pared inmediata… La vieja zamarra de mi padre, aquella que solía usar cuando le daba por trajinar en el huerto durante las escarchadas mañanas de invierno. Me quedé como petrificado, fascinado por la vista de la prenda abandonada. Deposité la remachadora sobre la carcomida mesa de faena, y me aproximé a la zamarra.

La tomé en mis manos. Tenía mucho polvo acumulado pero, inspirando profundamente, conseguí rescatarle alguna remota fragancia ligada al recuerdo de mi padre. Humo seco de ramas de olivo, tabaco negro, aceite lubricante, aroma a hinojo y menta poleo, incluso a cebolla de pretéritas matanzas. Deslicé mi mano por uno de los bolsillos y topé con un caramelo de eucalipto, ya fosilizado. Un caramelo como los que mi padre solía tomar para calmar su tos pertinaz.

El tiempo había pasado, las heridas ya sólo eran cicatrices, pero aquí había un testimonio de lo vivido: un simple caramelo balsámico de eucalipto. Todo había existido, las alegrías lo mismo que las tristezas. El corazón había latido de amor y ahora era como la lava endurecida de una antigua erupción volcánica; retornaba el calor del recuerdo, y la lava podría adquirir de nuevo su consistencia fluida. Pero no sería para contaminar el amor sentido con una costra de dolor. Padre querido, exististe en aquella gran parcela de mi vida y seguirás estando donde siempre has estado, aunque yo tardara tanto tiempo en apercibirme de ello. Si ya no podemos hacer el camino juntos, el camino que anduvimos jamás será borrado mientras que a mí me quede un paso por emprender hacia adelante.

Oí que llamaban a la puerta con jovial alharaca. La tormenta estaba a punto de estallar. Acudí a abrir, y tuve que mirar hacia abajo para ver el rostro de la niña, animado por la felicidad de sus verdes años.

El primer relámpago eclipsó los colores del entorno con un enérgico fogonazo de luz blanca. La niña se abrazó asustada a mi cintura, y yo la cubrí con mis brazos.

Aunque el cielo rugiera de espanto, me sentía inopinadamente feliz. La niña a la que tanto quería mi padre, había acudido a buscarme.

FIN

El jardinero de las nubes.

5 comentarios:

Marisa dijo...

Las personas que amamos y que se fueron, jamás lo hicieron definitivamente.
Mientras haya zamarras colgadas del péndulo del tiempo, o aromas de humo seco de ramas de olivo purificadas por el fuego del amor, o perfumes de hinojo embalsamados de recuerdos, o caramelos de eucalipto fosilizados en el corazón, mientras sigan habitando en nuestra memoria, los que se fueron... nunca lo hicieron.
Nos miran y sonríen desde aquellos objetos, aquellos aromas, aquellos sabores, aquellos lugares, que son los puentes para llegar a ellos.

Espléndido final entre hojas de laurel lustroso y abrazos a esa niña que tanto os quiere a los dos. No me esperaba nada menos.

Sólo me resta agradecerte esta hermosa historia que has querido compartir, y de las que nos has hecho partícipes, con lágrimas y sonrisas, con dolor y placer, con bravas tormentas y hermosos amaneceres, con imágenes de exquisita belleza y con tus sentimientos abiertos como una flor. Gracias por compartir esos pétalos de la intimidad.

Un fuerte abrazo, amigo y gran escritor.

trobador dijo...

Querido amigo, esa cicatriz siempre estará a un paso de abrirse, para los recuerdos y sentimientos, que es como debe de ser, recuerda a tu padre, en sus mejores tiempos, lleno de vida, de ilusiones, y deja que esos sean los recuerdos, que traspasen esa cicatriz, su cuerpo no esta, pero su hijo ¡si! por lo tanto siempre estará donde tu lo necesites.
con el fin de tu ultimo relato, solo es un punto y seguido, el tiempo, el animo, la necesidad, y el recuerdo, nunca pasaran.

Un saludo muy cariñoso y admirable

Pluma de Pintura dijo...

Los lugares están marcados por los recuerdos de lo que hemos vivído con esa persona, que falleció por que Dios lo quiso así. Esos recuerdos que permanecen en el corazón y nunca se olvidan. Muere el cuerpo pero no el alma, el alma es la esencia de esa persona, con lo cual la esencia permanece para siempre.
Jardinero, muchas gracias por esta gran historia, con la que he sentido felicidad, melancolía y nostalgia. Me he sentido muy identificada, en algunas ocasiones me ha recordado a momentos de mi vida cuando me encontraba en una situación parecida a la tuya, relacionado con seres queridos que han abandonado este mundo.


Un abrazo, gran amigo mío. Un final espléndido. Eres admirable.

Nubbbe dijo...

Las despedidas nunca son fáciles. Y menos si son para siempre.

A veces, crees despedirte de alguien para siempre, pero te queda la esperanza de que quizá algun dia esa persona vuelva a tu vida. Pero en estos casos, es mayor, mucho mayor el dolor de la despedida porque sabes fehacientemente que esa persona querida jamás volverá. Una despedida, que para mi, al menos, resulta destructiva...

No se cómo se supera eso... quizá con el tiempo. O en algunos casos, tan allegados, igual jamás. Sólo que hemos de seguir viviendo.

Aunque cierto és que nunca dejamos que las personas que amamos,se vayan del todo, pues las guardamos celosamente en el alma, y las hacemos revivir a cada recuerdo. Nos deleitamos y saboreamos cada recuerdo que viene a la mente, haciendolo casi real...pues es la unica forma que nos queda de hacer que permanezcan con nosotros...

Y, algunos, en la noche... mirando al cielo oscuro... observamos un puntito de luz, que brilla mas que los otros... Y ahi colocamos a nuestro ser querido, para asi, poder verlo todas las noches, y hablar, siempre que queramos y necesitamos. Con la esperanza, y la ilusión, de que allá donde esté... también puede vernos y escucharnos...

Y pasa el tiempo, y vivimos, y mientras tanto... recordamos..

Y así,siguen viviendo, en esa misma parcela, donde siempre estuvieron. Para siempre...
Porque los recuerdos sí son para siempre...


Que maravilloso escrito, amigo... Lleno de amor y de cariño. Bonitas y dulces palabras para el recuerdo.
Amor que jamás podrá ser borrado, y que perdurará como perduran las palabras escritas...aunque los dias pasen, y los años corran.
Lindo final. Con esa preciosa y feliz niña, que nos recuerda que la vida sigue, y que la felicidad existe...

Una historia muy emotiva, en la que has sabido despertar de forma sencilla, toda clase de sentimientos.
Con tus palabras, fue como estar viviendola...

Me encantó.

Se que tu propósito estará cumplido... se lee en el final...


Un fuerte abrazo, amigo mio...
Paz...

Nubbbe.

Anónimo dijo...

Este precioso cuento nos describe a la perfección cómo, de repente, encontramos el amor nunca extinto en los objetos personales y cómo cíclicamente otro amor incipiente y poderoso nos da una respuesta cuando irrumpe la tormenta. Me ha encantado, es delicado y tierno. ¡Enhorabuena!