sábado, 30 de octubre de 2010

Días en Cantabria (II): El monasterio de Santo Toribio de Liébana, cuna del Camino de Santiago



A poco de salir de Potes, nos desviamos hacia la derecha tomando la CA-885, que en breves kilómetros nos dejaría junto al monasterio de Santo Toribio de Liébana. Era grato sentir el abrazo amoroso de las agrestes montañas, cuyas laderas exhibían en la inmediatez un primoroso bordado de bosques de avellanos, fresnos, robles, castaños, abedules y chopos.

Subiendo por la serpenteante cinta de la carretera, vimos a un peregrino embozado en un poncho para protegerse de la lluvia transflorada en niebla. Santo Toribio de Liébana (junto con Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela) goza del privilegio de contar con jubileo, lo cual sirve de reclamo a innumerables peregrinos (el último año santo lebaniego fue en 2006 y el próximo se celebrará en 2012). En “Comentarios al Apocalipsis”, famosa obra escrita por Beato de Liébana en el 776, se señala que el sepulcro del apóstol Santiago se encuentra en Compostela, por lo que se puede decir que la tradición del Camino de Santiago arranca de estas montañas.

En el siglo V, Santo Toribio, obispo de Astorga, trajo desde Jerusalén el mayor trozo existente de la cruz donde supuestamente ajusticiaron a Cristo (el Lignum Crucis). La invasión árabe atrajo a esta zona a numerosos monjes y refugiados, que comenzaron morando en cuevas y después edificaron las ermitas que se encuentran esparcidas por las faldas del monte La Viorna, asentamiento secular del monasterio de Santo Toribio. Los monjes de la orden benedictina habitaron el sitio desde el siglo XI hasta 1835, año en que la desamortización de Mendizábal los expulsó de sus patrios lares. En 1961, tras los destrozos acaecidos durante la Guerra Civil, se acometió una profunda remodelación y la orden franciscana pasó a hacerse cargo del cenobio, desempeño que aún mantiene en la actualidad.


Eran las 11:30 cuando nos apeamos en la amplia explanada de aparcamiento. Desde el extremo noroeste se podía columbrar una generosa apertura a los amplios valles lebaniegos, revestidos del verdor perpetuo de Cantabria. No se veía ningún otro peregrino de mochila y bordón, excepto el que habíamos visto ascender por los repechos de la carretera. Tampoco se apreciaba ninguna multitud de visitantes que pudiera incomodar la visita.

La sobria construcción del monasterio se recortaba en la cúspide de un talud de hierba rala, tras una hilera de jóvenes plátanos de sombra. En el promedio de las escaleras que partían del aparcamiento, se erguía un mural indicando las rutas senderistas que se podían realizar por esos contornos. Siguiendo el rumbo de los visitantes que nos precedían, accedimos al claustro, llevados por la emoción de hallarnos en un lugar de tan honda raigambre religiosa.

Las dimensiones del claustro, de clara influencia herreriana, tendían a ser diminutas. Una fuente que semejaba la concha del peregrino, despedía un lento hilo de agua, temeroso de turbar la tranquilidad del entorno. Las rosas estaban en plena efervescencia, en tanto que de los macizos de hortensias sólo se veían las hojas, anchas y ovaladas cual manos extendidas en la acción de bendecir; los vistosos medallones de sus flores aún no habían brotado. Sobre las arcadas se veían austeros y asimismo estrechos ventanucos rectangulares, que al mostrarse tan cerrados sugerían la noción de retiro propia de los lugares monacales. A lo largo de los muros de las crujías, se distribuía una serie de paneles ilustrativos de la obra de Beato de Liébana, donde llamaban especialmente la atención los márgenes policromados, de marcado carácter medieval.


Salimos del claustro y en uno de los muros del atrio de entrada nos topamos con un sugerente relieve dedicado a San Beato en 1973 por el escultor Jesús Otero. El trazado era tan atinado que cualquiera hubiera pensado que no se trataba sino de otra de las famosas ilustraciones de “Comentarios al Apocalipsis”… Beato en su scriptorium, esgrimiendo pensativo una pluma bajo un tejado sostenido por pilastras y siendo observado por tres santos de hierática semblanza.

En la fachada del atrio descollaba un escudo en piedra donde figuraba la siguiente leyenda: “Nobleza religiosa de Liébana”. Siguiendo las indicaciones de los carteles, dirigí mis pasos hacia la iglesia.


Mi atención se vio cautivada por la Puerta del Perdón, ceñida por arquivoltas románicas y que lleva incrustada en sus batientes todo un muestrario de figuras de bronce alusivas a Jesucristo y al séquito de santos lebaniegos. Observadas desde cierta distancia, las figuras forman un vistoso óvalo. Fueron labradas por el escultor cántabro Pereda de la Reguera. Esta puerta no será abierta hasta el próximo año jubilar (2012).

A todo esto, la vista de semejantes solemnidades artísticas no reavivaba todavía mi vena religiosa. Tanto deseé por devoción acudir a este santo lugar, que no lograba explicarme por qué ahora me sentía como el más frívolo de los turistas. ¿Qué estaba pasando? Me encontraba en Santo Toribio de Liébana y como si nada.

Penetré en la iglesia. Estilo cisterciense, bóvedas de crucería, tres naves con tres ábsides poligonales, la imagen policromada del altar mayor y la efigie yacente en el ábside izquierdo, ambas representativas de Santo Toribio. La luz de afuera se quebraba en impactos de color en las estrechas vidrieras medievales, que motivo a su escasez, no pueden paliar del todo los aires románicos de un edificio que pretende coquetear con el estilo gótico. La decoración brillaba por su ausencia. La nave central, ligeramente elevada sobre las laterales, contaba con la única hilera de bancos allí presente, a cuenta de su mayor anchura con respecto a aquéllas. Un grueso cordón granate impedía ocupar los bancos hasta tanto no llegara el momento de celebrar la misa. Antes de entrar a la capilla del Lignum Crucis, mi mirada se vio atraída por la figura representada en una de las vidrieras policromadas; me recordaba a las ilustraciones de la obra de Beato de Liébana.

Entré en la capilla que roba protagonismo al resto de la iglesia. Todos los bancos estaban ocupados por heterogénea congregación de visitantes. Raudales de luz del cercano mediodía se deslizaban a través de los huecos del cimborrio central sostenido por pechinas. Desde el presbiterio un fraile franciscano mostraba a una admirada concurrencia la principal reliquia del lugar: el mayor pedazo de Lignum Crucis conocido, encofrado en un artístico estuche de plata sobredorada con forma de cruz, en el cual campean las imágenes de los cuatro evangelistas, que también aparecen en las guirnaldas ovaladas de la cúpula central de la capilla. Esta reliquia se tiene por auténtica por la iglesia católica y dicen que corresponde al brazo izquierdo de la Cruz en la que ajusticiaron a Cristo; de hecho, exhibe claramente la huella del clavo que traspasó la carne de Jesús.

El fraile, de cabellos canos y espejuelos muy usados, amonestó a un fotógrafo que intentaba sacar una instantánea de la reliquia.

-Está prohibido tomar fotos. Este es un lugar de oración y recogimiento y se viene a adorar la reliquia y a participar en la misa que tendrá lugar ahora a las doce. Recemos juntos una oración.

A mí no me atraen las oraciones en multitud, y aproveché la expectación que causaba el Lignum Crucis para regresar al cuerpo principal de la iglesia. Dejé que mis ojos vagaran por su cercano firmamento de piedra.

En sendos capiteles del ábside mayor había dos efigies alusivas a un oso y un buey. Al parecer su presencia allí tenía mucho que ver con la fundación del eremitorio, como la figura de la loba tiene que ver con la de Roma. Cuentan que había un buey que acarreaba sin descanso la piedra con la que se levantara el monasterio. Un día un oso lo atacó, matándolo a zarpazos. Santo Toribio salió al encuentro de la bestia, y, reconviniéndole en severos términos, logró que el oso supliera al buey en la tarea del acarreo de piedras. Los rincones de las iglesias custodian, a no dudar, hermosas leyendas que muchas veces pasan desapercibidas al conocimiento del turista apresurado.


Poco después, me quedé extasiado mirando de nuevo la vidriera que representaba la figura de lo que parecía un dómine medieval. Me gustaron los contrastes que la luz exterior reavivaba en los vidrios de colores.

Pasé a la tienda de recuerdos y vi, entre innumerables reproducciones del Lignum Crucis en todos los metales y aleaciones comunes, algunos facsímiles, muy costosos, de la obra capital de Beato de Liébana. Aunque las ilustraciones son las que se han llevado la fama, forzoso es reconocer el ingenio y la sabiduría de Beato, que con sus dotes dialécticas lograra poner en un brete a Elipando, el entonces arzobispo de Toledo. Los más de cien euros que costaba el facsímil me disuadieron de integrarlo a mi patrimonio bibliográfico.

Salí de la tienda un poco mohíno y con las rodillas flojeándome por las emociones que se iban acumulando. En ese momento, las campanas de la torre repicaron para anunciar que faltaba un cuarto de hora para el comienzo de la misa; su metálico fragor quebrantaba con palmaria violencia la paz idílica del entorno.

Marché al edificio donde se ubicaban los servicios. Allí encontré una ventana que daba a un muro forrado de madreselva. La luz del cielo transportaba el color de la niebla, y el verde de las hojas se tornaba más sombrío. En ese momento sentí un prurito místico, un deseo de adentrarme en las aguas profundas de la fe, una leve melancolía similar a la que antecede a los sentimientos desbordados. Dios en todas partes, Dios en algunos lugares. El templo de Dios lo portamos nosotros mismos, y se llama corazón.

El tiempo de la visita se nos había ido, y teníamos que emprender de inmediato la marcha a Fuente Dé. No quise bajar por los peldaños que conducían al aparcamiento, y tiré por el talud herboso. De repente, con su habitual sobresalto, las campanas de la torre cantaron las doce del mediodía.

Como si una palpitación extraña hubiera sacudido el tronco de los árboles, hubo una agitación en los follajes que arrojó desde lo alto a un polluelo sobre un mullido colchón de tréboles. Temiendo que se hubiera hecho daño, lo tomé cuidadosamente en mi mano. Pero no, simplemente era muy pequeño para volar. Tenía todo el negro plumaje completo y una delgada banda azul le recorría cada una de las alas... Hace muchos años me dio por estudiar las características de las aves, y lamenté que el olvido no me permitiera identificar a qué clase pertenecía este polluelo. El nido no estaba demasiado distante del suelo, por lo que con buena y afinada puntería tal vez pudiera acomodarle de nuevo allí.

Ya iba a efectuar el lanzamiento, cuando dos voces amadas me lo impidieron.

-¡Un pajarito, enséñanoslo!

-¡A ver, a ver!

Y sí, les mostré el polluelo y acariciaron sus apelmazadas plumas con dedos cautelosos. Les enfaticé la necesidad de devolverle al nido.

-¡No, déjanos que nos lo llevemos!

-Por fi…

-No es posible, es muy pequeño y necesita que su madre lo alimente –argumenté haciendo caso omiso de las lágrimas incipientes que empezaban a surcar sus mejillas-. Todos los seres vivos necesitan los cuidados de sus padres cuando son pequeños.

Al final se convencieron. Tuve la fortuna de devolver el polluelo a su nido al primer intento. La madre no debía de andar muy apartada, pues me pareció distinguir un apresurado batir de alas entre las hojas inmediatas.

CONTINUARÁ...

Próximo capítulo: Fuente Dé, balcón de los Picos de Europa.

Fotografías del autor.

El jardinero de las nubes.

1 comentario:

trobador dijo...

Saber querido amigo que, no soy muy amante de de la religión banal he insípida que me inspiran los sacerdotes y las adoraciones ha imagenes de madera o escayola, pero si en mis adentros creo en Dios.
Lo que si me encanta es hablar con las piedras de estos monumentos vivos, o como las de nuestro Sacro Convento, o nuestro Palacio, cuando me adentro en sus frías paredes, me siento impregnado de soledad, de nostalgia, de querer saber.
Con tus descripciones amigo mio lo vivo y aprendo.
Muchas gracias