domingo, 27 de junio de 2010

Mi padre (XVII): Despedida


No era agradable pensar en la despedida, pero de algún modo había que afrontarla. Si le abrazara, si le dijera cuánto le quería, él sentiría sin duda la opresión del pánico. Eran momentos para un contacto más estrecho pero sin perder las apariencias. ¡El afeitado! Ahí estaba la solución. Posiblemente sería la última ocasión que tendría de adecentar su aspecto, toda vez que en cuanto se iniciara la sedación, ya no podría ayudarme en tal operación.

La espuma cubrió su demacrado rostro como si la nieve se hubiera posado sobre un páramo durmiente. Los cañones de su en otro tiempo suave barba habían asumido la dureza del alambre. La maquinilla se deslizaba dificultosamente. El óvalo azul de sus niñas crecía, recreando la mirada clara de quien fuera mi abuelo y a quien nunca, ni aun mi padre, pudimos conocer. En algún lugar de la Guerra Civil, en alguna tumba sin nombre reposaría el hombre que fue nuestro origen; la hierba crecería y aparecerían flores por primavera; habría árboles por encima, donde los pájaros se contestarían de una rama a otra… Sentí que mi padre me daba una especie de pellizco. Le acababa de hacer un corte en el mentón.

-Perdona, tenía la cabeza en otra parte.

La sangre refluía, como si no quisiera abandonar el cuerpo de mi padre. Su mirada atravesaba mi propia vida. Le sequé con la toalla, le apliqué bálsamo rico en esencia de eucalipto. Ya estaba aseado para emprender el viaje definitivo. Había un asomo de felicidad en el rictus de sus labios descoloridos. Me sentí poseído por un sentimiento tanto más extraño cuanto que ni en mi adolescencia hubiera imaginado que en el corazón del hombre pudiera existir algo semejante.

-Dame un beso –le pedí a mi padre, acercando mi rostro al suyo, terso y perfumado por el afeitado.

Y sí, no porque me lo hubiera dado un enfermo resultaba ser un beso menos verídico. He aquí nuestro momento de despedida. Ahora ya no podía quedar arrepentimiento en mi vida en lo que a mi padre concernía. Ambos sabíamos lo mucho que nos queríamos, y, por tanto, ésta o cualquier otra despedida ya no se revelaban tan cruciales.

Mi madre entró en la habitación, una vez calmada de la congoja que los médicos le transmitieran con su veredicto. Me miró y, según me dijo después, creyó ver mi semblanza de niño en un cuerpo de hombre fornido. Y también me diría después que recordó esos tiempos tan lejanos en los que mi padre me llevaba de la mano a todos sitios. Pensé que aquél era un buen momento para verter lágrimas de emoción. Pero no, yo era como prieto nubarrón que se resiste a liberar las fuentes de la lluvia.

Después de comer (por decir algo, porque allí no hubo quien comiera), vinieron a colocarle a mi padre los parches que supuestamente habrían de sumirle en el beatífico sueño de la sedación.

-¿Vendrá hoy la niña a verme? –me preguntó cuando nos quedamos solos en la habitación.

-Sabes que no es conveniente que los niños vengan a los hospitales –respondí con la garganta entorpecida por la mentira.

Mi padre estaba en su sano juicio, y guardaba el anhelo de ver a la niña en cualquier momento. Era la alegría de los últimos tiempos de su vida. Siempre se ama lo que ocasiona alegría. Toda la esperanza que él tenía yo ya la daba por perdida. Dentro de mí, en lo más recóndito de mis sentimientos, empezaba a aflorar un manantial de agua que refulgía al sol de mis ensoñaciones; y de ahí nacía un río que corría desenfrenado al estuario de mis lagrimales. Cuando me quise dar cuenta, tenía las corneas bañadas en ardiente humedad. Busqué el rincón que reputé más sombrío, para que mi padre no pudiera percatarse de este detalle.

Esa tarde vinieron algunas visitas del pueblo. Mi padre las miraba con ojos turbios, sin que su lengua pudiera articular la menor palabra. El efecto de los parches sedantes comenzaba a hacerse notar, pero no era como yo lo hubiera esperado... Mi padre tenía desazón, se le ponían los ojos en punta, se contoneaba de un lado a otro; las manos, incontroladas, arrancaron el pañal varias veces, difundiendo en consecuencia un nauseabundo hedor a orina y excrementos por toda la habitación. Las visitas se fueron. Yo pedí ayuda en el control de enfermería; lo que estaba presenciando no casaba con mi concepto de un paciente sedado.

-Los parches tardan en hacer efecto –me dijeron con impasible encogimiento de hombros.

Mi padre alzaba las enflaquecidas piernas por encima de las barras protectoras. De seguir así, se acabaría planteando la necesidad de amarrarle. De tanto quitársela con febril contundencia, acabó por romper la cinta de la mascarilla de oxígeno. Yo intenté apaciguarle, con palabras dulces y deshaciendo el revoltijo que había formado con la ropa de cama.

-No te quites el pañal, mi vida –le decía en el entretanto-. ¿No ves que si no olerás a miseria? Cálmate e intenta dormir un poco. Así harás por curarte.

Yo no sé por qué cauces se arrastraría su mente. ¿Se habría dado cuenta por fin de la farsa que le rodeaba? El amor en ocasiones emplea ropajes de embustero. Y la mentira ya me dolía como si me hubieran aplicado en el corazón un hierro candente. Sentí deseos de desmayarme, de caer en el olvido hacia tan triste situación y despertarme en algún momento y descubrir que todo no había sido más que un mal sueño.

La noche sobrevino y, por fin, mi padre cayó presa de un benéfico letargo. Los parches habían tardado en obrar su efecto, pero ahora él podría descansar. ¿Hasta cuándo?

-Vete a casa a asearte y a dormir un poco –me interpeló mi madre-. Esta noche me quedo yo.

-No tenemos a nadie que nos ayude –medité en voz alta, con el amargor de toda una vida en soledad.

-Por eso debemos reservar nuestras fuerzas. Tu padre no va a despertar en toda la noche. Vete a casa y mañana acude temprano.

Me dejé convencer. Realmente me sentía sudoroso y cansado. Algo de cena, una buena ducha y unas cuantas horas de sueño entre sábanas frescas y limpias me atraían como cantos de sirenas. Miré a mi padre respirando ruidosamente tras el rumor de la mascarilla de oxígeno. Dejaba traslucir la tranquilidad del paciente sedado. Las conversaciones entre nosotros se habían terminado. Mañana seguiría aquí y nuevos parches mantendrían su inconsciencia…, y su ausencia de dolor por ende. Yo estaría de vuelta mañana, antes de la hora del desayuno, y relevaría a mi madre para que ella pudiera descansar a su vez.

Mientras enfilaba el largo y solitario pasillo del hospital recién estrenado, conservaba en mi retina la impresión de la figura de mi padre abocado a un sueño artificial e imprevisible. No quería pensar en el mañana, el cual ya pasaría a medirse en términos de horas y no de días. Lo que no tiene remedio no merece un instante de reflexión, y menos de lamentación.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

jueves, 10 de junio de 2010

Antes que la derrota


Déjame, mi Dios, ser como la hojarasca confundida en el frescor de la lluvia; déjame llorar cuando los ríos crecen, y exultar cuando el manantial se ha secado.

No mires mi alejamiento del mundo, no tengas en cuenta los lamentos que se escapan del yermo de mi corazón. Abrázame en mi abatimiento y camina conmigo por las solitarias pistas del cielo. Tú me has buscado, y yo no me he ocultado de tu mirada. La montaña me ha aplastado con su peso, y mi clamor es el recuerdo constante de Ti.

Si este mundo es inconquistable, si las fatigas abundan, quédate a mi lado y busquemos juntos el tibio claror del atardecer.

La flor aún se yergue en la plenitud de sus días; aún me subyuga el perfume que imparte a los vientos de la vida.

Dios mío, mis muros no son los de una ciudadela. Cada nuevo golpe hace que mi ser se resienta. Toda la vida marché abatido por el castigo del mundo. ¿Aún esperas que me crezcan alas?

Pues sí, mi hijo, tu dolor marca el camino para elevarte en medio de las adversidades. Si no puedes escapar en sentido a la tierra, no lo dudes, mi amado: ¡escapa hacia el cielo!

El jardinero de las nubes.