sábado, 30 de octubre de 2010

Días en Cantabria (II): El monasterio de Santo Toribio de Liébana, cuna del Camino de Santiago



A poco de salir de Potes, nos desviamos hacia la derecha tomando la CA-885, que en breves kilómetros nos dejaría junto al monasterio de Santo Toribio de Liébana. Era grato sentir el abrazo amoroso de las agrestes montañas, cuyas laderas exhibían en la inmediatez un primoroso bordado de bosques de avellanos, fresnos, robles, castaños, abedules y chopos.

Subiendo por la serpenteante cinta de la carretera, vimos a un peregrino embozado en un poncho para protegerse de la lluvia transflorada en niebla. Santo Toribio de Liébana (junto con Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela) goza del privilegio de contar con jubileo, lo cual sirve de reclamo a innumerables peregrinos (el último año santo lebaniego fue en 2006 y el próximo se celebrará en 2012). En “Comentarios al Apocalipsis”, famosa obra escrita por Beato de Liébana en el 776, se señala que el sepulcro del apóstol Santiago se encuentra en Compostela, por lo que se puede decir que la tradición del Camino de Santiago arranca de estas montañas.

En el siglo V, Santo Toribio, obispo de Astorga, trajo desde Jerusalén el mayor trozo existente de la cruz donde supuestamente ajusticiaron a Cristo (el Lignum Crucis). La invasión árabe atrajo a esta zona a numerosos monjes y refugiados, que comenzaron morando en cuevas y después edificaron las ermitas que se encuentran esparcidas por las faldas del monte La Viorna, asentamiento secular del monasterio de Santo Toribio. Los monjes de la orden benedictina habitaron el sitio desde el siglo XI hasta 1835, año en que la desamortización de Mendizábal los expulsó de sus patrios lares. En 1961, tras los destrozos acaecidos durante la Guerra Civil, se acometió una profunda remodelación y la orden franciscana pasó a hacerse cargo del cenobio, desempeño que aún mantiene en la actualidad.


Eran las 11:30 cuando nos apeamos en la amplia explanada de aparcamiento. Desde el extremo noroeste se podía columbrar una generosa apertura a los amplios valles lebaniegos, revestidos del verdor perpetuo de Cantabria. No se veía ningún otro peregrino de mochila y bordón, excepto el que habíamos visto ascender por los repechos de la carretera. Tampoco se apreciaba ninguna multitud de visitantes que pudiera incomodar la visita.

La sobria construcción del monasterio se recortaba en la cúspide de un talud de hierba rala, tras una hilera de jóvenes plátanos de sombra. En el promedio de las escaleras que partían del aparcamiento, se erguía un mural indicando las rutas senderistas que se podían realizar por esos contornos. Siguiendo el rumbo de los visitantes que nos precedían, accedimos al claustro, llevados por la emoción de hallarnos en un lugar de tan honda raigambre religiosa.

Las dimensiones del claustro, de clara influencia herreriana, tendían a ser diminutas. Una fuente que semejaba la concha del peregrino, despedía un lento hilo de agua, temeroso de turbar la tranquilidad del entorno. Las rosas estaban en plena efervescencia, en tanto que de los macizos de hortensias sólo se veían las hojas, anchas y ovaladas cual manos extendidas en la acción de bendecir; los vistosos medallones de sus flores aún no habían brotado. Sobre las arcadas se veían austeros y asimismo estrechos ventanucos rectangulares, que al mostrarse tan cerrados sugerían la noción de retiro propia de los lugares monacales. A lo largo de los muros de las crujías, se distribuía una serie de paneles ilustrativos de la obra de Beato de Liébana, donde llamaban especialmente la atención los márgenes policromados, de marcado carácter medieval.


Salimos del claustro y en uno de los muros del atrio de entrada nos topamos con un sugerente relieve dedicado a San Beato en 1973 por el escultor Jesús Otero. El trazado era tan atinado que cualquiera hubiera pensado que no se trataba sino de otra de las famosas ilustraciones de “Comentarios al Apocalipsis”… Beato en su scriptorium, esgrimiendo pensativo una pluma bajo un tejado sostenido por pilastras y siendo observado por tres santos de hierática semblanza.

En la fachada del atrio descollaba un escudo en piedra donde figuraba la siguiente leyenda: “Nobleza religiosa de Liébana”. Siguiendo las indicaciones de los carteles, dirigí mis pasos hacia la iglesia.


Mi atención se vio cautivada por la Puerta del Perdón, ceñida por arquivoltas románicas y que lleva incrustada en sus batientes todo un muestrario de figuras de bronce alusivas a Jesucristo y al séquito de santos lebaniegos. Observadas desde cierta distancia, las figuras forman un vistoso óvalo. Fueron labradas por el escultor cántabro Pereda de la Reguera. Esta puerta no será abierta hasta el próximo año jubilar (2012).

A todo esto, la vista de semejantes solemnidades artísticas no reavivaba todavía mi vena religiosa. Tanto deseé por devoción acudir a este santo lugar, que no lograba explicarme por qué ahora me sentía como el más frívolo de los turistas. ¿Qué estaba pasando? Me encontraba en Santo Toribio de Liébana y como si nada.

Penetré en la iglesia. Estilo cisterciense, bóvedas de crucería, tres naves con tres ábsides poligonales, la imagen policromada del altar mayor y la efigie yacente en el ábside izquierdo, ambas representativas de Santo Toribio. La luz de afuera se quebraba en impactos de color en las estrechas vidrieras medievales, que motivo a su escasez, no pueden paliar del todo los aires románicos de un edificio que pretende coquetear con el estilo gótico. La decoración brillaba por su ausencia. La nave central, ligeramente elevada sobre las laterales, contaba con la única hilera de bancos allí presente, a cuenta de su mayor anchura con respecto a aquéllas. Un grueso cordón granate impedía ocupar los bancos hasta tanto no llegara el momento de celebrar la misa. Antes de entrar a la capilla del Lignum Crucis, mi mirada se vio atraída por la figura representada en una de las vidrieras policromadas; me recordaba a las ilustraciones de la obra de Beato de Liébana.

Entré en la capilla que roba protagonismo al resto de la iglesia. Todos los bancos estaban ocupados por heterogénea congregación de visitantes. Raudales de luz del cercano mediodía se deslizaban a través de los huecos del cimborrio central sostenido por pechinas. Desde el presbiterio un fraile franciscano mostraba a una admirada concurrencia la principal reliquia del lugar: el mayor pedazo de Lignum Crucis conocido, encofrado en un artístico estuche de plata sobredorada con forma de cruz, en el cual campean las imágenes de los cuatro evangelistas, que también aparecen en las guirnaldas ovaladas de la cúpula central de la capilla. Esta reliquia se tiene por auténtica por la iglesia católica y dicen que corresponde al brazo izquierdo de la Cruz en la que ajusticiaron a Cristo; de hecho, exhibe claramente la huella del clavo que traspasó la carne de Jesús.

El fraile, de cabellos canos y espejuelos muy usados, amonestó a un fotógrafo que intentaba sacar una instantánea de la reliquia.

-Está prohibido tomar fotos. Este es un lugar de oración y recogimiento y se viene a adorar la reliquia y a participar en la misa que tendrá lugar ahora a las doce. Recemos juntos una oración.

A mí no me atraen las oraciones en multitud, y aproveché la expectación que causaba el Lignum Crucis para regresar al cuerpo principal de la iglesia. Dejé que mis ojos vagaran por su cercano firmamento de piedra.

En sendos capiteles del ábside mayor había dos efigies alusivas a un oso y un buey. Al parecer su presencia allí tenía mucho que ver con la fundación del eremitorio, como la figura de la loba tiene que ver con la de Roma. Cuentan que había un buey que acarreaba sin descanso la piedra con la que se levantara el monasterio. Un día un oso lo atacó, matándolo a zarpazos. Santo Toribio salió al encuentro de la bestia, y, reconviniéndole en severos términos, logró que el oso supliera al buey en la tarea del acarreo de piedras. Los rincones de las iglesias custodian, a no dudar, hermosas leyendas que muchas veces pasan desapercibidas al conocimiento del turista apresurado.


Poco después, me quedé extasiado mirando de nuevo la vidriera que representaba la figura de lo que parecía un dómine medieval. Me gustaron los contrastes que la luz exterior reavivaba en los vidrios de colores.

Pasé a la tienda de recuerdos y vi, entre innumerables reproducciones del Lignum Crucis en todos los metales y aleaciones comunes, algunos facsímiles, muy costosos, de la obra capital de Beato de Liébana. Aunque las ilustraciones son las que se han llevado la fama, forzoso es reconocer el ingenio y la sabiduría de Beato, que con sus dotes dialécticas lograra poner en un brete a Elipando, el entonces arzobispo de Toledo. Los más de cien euros que costaba el facsímil me disuadieron de integrarlo a mi patrimonio bibliográfico.

Salí de la tienda un poco mohíno y con las rodillas flojeándome por las emociones que se iban acumulando. En ese momento, las campanas de la torre repicaron para anunciar que faltaba un cuarto de hora para el comienzo de la misa; su metálico fragor quebrantaba con palmaria violencia la paz idílica del entorno.

Marché al edificio donde se ubicaban los servicios. Allí encontré una ventana que daba a un muro forrado de madreselva. La luz del cielo transportaba el color de la niebla, y el verde de las hojas se tornaba más sombrío. En ese momento sentí un prurito místico, un deseo de adentrarme en las aguas profundas de la fe, una leve melancolía similar a la que antecede a los sentimientos desbordados. Dios en todas partes, Dios en algunos lugares. El templo de Dios lo portamos nosotros mismos, y se llama corazón.

El tiempo de la visita se nos había ido, y teníamos que emprender de inmediato la marcha a Fuente Dé. No quise bajar por los peldaños que conducían al aparcamiento, y tiré por el talud herboso. De repente, con su habitual sobresalto, las campanas de la torre cantaron las doce del mediodía.

Como si una palpitación extraña hubiera sacudido el tronco de los árboles, hubo una agitación en los follajes que arrojó desde lo alto a un polluelo sobre un mullido colchón de tréboles. Temiendo que se hubiera hecho daño, lo tomé cuidadosamente en mi mano. Pero no, simplemente era muy pequeño para volar. Tenía todo el negro plumaje completo y una delgada banda azul le recorría cada una de las alas... Hace muchos años me dio por estudiar las características de las aves, y lamenté que el olvido no me permitiera identificar a qué clase pertenecía este polluelo. El nido no estaba demasiado distante del suelo, por lo que con buena y afinada puntería tal vez pudiera acomodarle de nuevo allí.

Ya iba a efectuar el lanzamiento, cuando dos voces amadas me lo impidieron.

-¡Un pajarito, enséñanoslo!

-¡A ver, a ver!

Y sí, les mostré el polluelo y acariciaron sus apelmazadas plumas con dedos cautelosos. Les enfaticé la necesidad de devolverle al nido.

-¡No, déjanos que nos lo llevemos!

-Por fi…

-No es posible, es muy pequeño y necesita que su madre lo alimente –argumenté haciendo caso omiso de las lágrimas incipientes que empezaban a surcar sus mejillas-. Todos los seres vivos necesitan los cuidados de sus padres cuando son pequeños.

Al final se convencieron. Tuve la fortuna de devolver el polluelo a su nido al primer intento. La madre no debía de andar muy apartada, pues me pareció distinguir un apresurado batir de alas entre las hojas inmediatas.

CONTINUARÁ...

Próximo capítulo: Fuente Dé, balcón de los Picos de Europa.

Fotografías del autor.

El jardinero de las nubes.

domingo, 17 de octubre de 2010

Días en Cantabria (I): Introducción/De Panes a Potes (por el Desfiladero de la Hermida)


El mundo digital irrumpió en mi vida con auténtica euforia. Llegué a pensar que las notas y papeles manuscritos de mis primeros tiempos habían quedado definitivamente relegados al olvido.

Sin embargo, pese a sus indiscutibles ventajas, no pude zafarme del pensamiento de que la huella personal faltaba con el uso de los medios digitales. Una fotografía digital es en esencia algo que pertenece a la cámara que la realiza; en contraposición, el cuadro de un paisaje es algo que pertenece al artista que lo ha pintado. Algo similar sucede con la escritura: da más sensación de propiedad lo manuscrito que lo tecleado.

Yo he pasado varios años escribiendo con el ordenador, sin la sensación de añorar aquellos papeles emborronados de la juventud. No hace mucho descubrí los cuadernos Moleskine, concebidos para acopiar notas y pensamientos con un marcado toque personal, independientemente de su glamour comercial. En un reciente viaje a Córdoba empecé a escribir apuntes en una libreta Moleskine de bolsillo, y me di cuenta de que esta forma de registrar los lugares visitados contaba con más poder evocador y me generaba aún más placer que la mejor de las fotografías digitales. Redescubrí, pues, la satisfacción de ser uno mismo a través de la escritura manual.

De esta manera, se puede decir que he levantado sobre el terreno acta pormenorizada del viaje estival de este año a la comunidad cántabra. Las notas están vivas y me van a servir para contar todo tal como ocurrió y lo sentido en los distintos momentos. No han ocurrido grandes cosas pero sí que se han dado importantes transformaciones interiores. No referiré el viaje en todos sus detalles, como ocurriera el año pasado; tan sólo mencionaré lugares distintos, sin otra intencionalidad que la de complementar los escritos que aluden a Cantabria. El año pasado mi oración era de súplica; este año es un rezo de encendida gratitud.

El jueves 5 de agosto de 2010 amaneció nublado y con lluvias intermitentes. No apetecía ir a la playa, y por eso se estimó que era la jornada ideal para emprender una larga excursión al corazón de la comunidad cántabra, esto es, la emblemática comarca de Liébana.

Desde Santander es fácil seguir la autovía A-8 hasta Unquera, desde donde se enlaza con la nacional 621, haciendo una breve incursión en el Principado de Asturias. Lentamente, las serradas elevaciones y promontorios que costean el Cantábrico se iban replegando entre dameros de pastizales y parcelas de tierra cultivada hasta los cada vez más cercanos farallones del Desfiladero de la Hermida. Pasamos por el bello pueblo de Panes, último bastión asturiano por aquellos pagos. No pude evitar el recuerdo de un documental rodado por mi buen amigo José Antonio Labordeta en la década de los noventa: "De Panes a Potes", perteneciente a la magnífica y recordada serie "Un país en la mochila"; mira tú por dónde yo ahora me encontraba siguiendo la misma ruta casi sin proponérmelo. Curiosamente, es también la ruta que Benito Pérez Galdós refiere en su opúsculo "Cuarenta leguas por Cantabria".

La travesía por Panes está plagada de comercios e infraestructuras turísticas. El delicado barniz del cielo arrancaba reposados brillos a las fachadas de madera y flores de terraza. Las gentes, enfundadas en chaquetas e impermeables, buscaban el resguardo de galerías y soportales para tomar el primer café de la mañana.

Después volvimos a internarnos en la cada vez más áspera campiña, donde en medio del verdor circundante emergían muelas de roca caliza, cariadas de musgo, anunciando el relieve montañoso que estábamos a punto de afrontar. Otra vez cruzamos el borde fronterizo con la comunidad cántabra, y ya la carretera parecía querer cobrar fuerzas para la travesía por el mítico Desfiladero de la Hermida, cuya tortuosa garganta se extiende a lo largo de veinte kilómetros.

De repente, como quien no espera la cosa, la misma carretera frunció el ceño, no permitiendo que se tomaran con ella la menor de las libertades. Las airosas barreras rocosas se alzaron con petulancia, y el río Deva se vio precisado a adaptar su curso a un cajón por demás estrecho. Nos movíamos, pues, por el fondo de un abismo tapizado de roca desnuda y vegetación frondosa; Galdós lo denominaba “esófago de la Hermida”, porque, según sus propias palabras, “al pasarlo se siente uno tragado por la tierra” (sic). Había baluartes que, traspasando las nubes, se elevaban hasta la cota de los seiscientos metros, evidenciando la profunda incisión que este desfiladero supone en los sistemas montañosos de la cornisa cantábrica. Los coches avanzaban medrosos por la cada vez más adusta y transitada carretera, que a su capricho se mudaba, por medio de precarios puentecillos, de una orilla a otra del río Deva. Asimismo se apreciaba una inusual e incómoda afluencia de camiones, pues desde la autovía habían desviado por la nacional de León a todos los vehículos pesados que marcharan hacia Galicia. Se veían redes metálicas suspendidas en algunos tramos del camino por el peligro de desprendimientos. ¡Qué razón tenía don Benito Pérez Galdós al señalar que en el Desfiladero de la Hermida llovían catedrales del cielo! Causaba innombrable pavor ver enormes pedazos de peña atrapados entre las mallas de las redes. El cielo, aunque nublado, se mostraba benévolo, cosa que había que agradecer vehementemente, pues Galdós también dejó escrita una frase elocuente sobre el peligro de las tormentas en el desfiladero: "El que no ha oído retumbar un trueno dentro de las angosturas de la Hermida, no reconoce el tono en que habla Jehová por boca de Isaías" (sic).

A las 10:50, casi una hora después de iniciar el viaje desde Santander, decidimos hacer una parada en un mirador que se abría al margen izquierdo de la carretera. Apenas si contaba con espacio para cinco coches a lo sumo. Había una especie de construcción cubierta y una hermosa escultura de un salmón irguiéndose como si salvara un salto de agua. Una niebla densa y desmigajada emboscaba las cimas del desfiladero. Me situé detrás de la construcción para aliviar la presión de mi vejiga. Por el fuerte olor a amoníaco que allí reinaba, colegí que más de uno ya había hecho antes lo que yo estaba haciendo ahora. En el entrevero de la tupida floresta, percibí el caudal del río desgranándose entre las piedras. Acto seguido volví tras mis pasos y me dirigí hacia la escultura del salmón.


Allí había un matrimonio de mirada amable. El hombre, que tenía una pincelada de bigote cano sobre el labio superior, nos preguntó:

-¿Vienen de la costa?

-Sí, señor; de Santander.

-¿Qué tal tiempo hace por allí ?

-Igual que aquí. Como no está la cosa para ir a la playa, hemos decidido hacer una excursión a la Liébana... Y ustedes, ¿de dónde vienen?

-Somos de San Vicente de la Barquera, pero de vez en cuando vamos a Potes y pernoctamos allí.

Después de despedirnos afablemente del matrimonio, reanudamos la marcha. En medio de la nada, aparecían casitas al lado de la carretera, volando sobre el cauce del Deva y sin espacio suficiente para que un vehículo pudiera estacionar con holgura. También el pueblo de la Hermida daba una imagen de idílico aislamiento. Los tejados de sus casas son de una belleza perfectamente conjuntada con el entorno. En una peña horadada, se perfilaba una inquietante talla de la Virgen, llamada por tal motivo Virgen de la Cueva (curiosamente como la de la famosa canción “¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva!”). La presencia del cercano balneario parecía concitar las apetencias de los fatigados viajeros que osaban atravesar el escabroso desfiladero.

La niebla iba levantando cuando encaramos las perspectivas no tan constreñidas de la comarca de Liébana. Los pueblos de la ruta se iban sucediendo: Lebeña, Castro, Tama, Aliezo, Ojedo y finalmente Potes.

Un febril bullicio animaba las calles de esta última localidad. Casas de entrañable tipismo lebaniego, calles empedradas, flores en los miradores, comercios y restaurantes jalonando las aceras seculares..., el pueblo incitaba a la parada tranquila. Pero nuestros deseos de llegar cuanto antes al monasterio de Santo Toribio de Liébana, se impusieron a aquellos turísticos cantos de sirena. Doblamos la curva que conducía al puente sobre el río Quiviesa, y continuamos en sentido a Fuente Dé.

CONTINUARÁ…

Próximo Capítulo: El monasterio de Santo Toribio de Liébana, cuna del Camino de Santiago.

Fotografías del autor.

El jardinero de las nubes.

domingo, 10 de octubre de 2010

Tercer premio de narrativa en un concurso internacional


Me acaban de comunicar que he sido galardonado con el tercer premio en la vertiente de narrativa en el CONCURSO LITERARIO "SIN FRONTERAS", convocado por la sede de México de la prestigiosa plataforma literaria LETRASKILTRAS. El relato premiado lleva por título EL SUEÑO DE VALANCOURT, y lo publicaré en este blog tan pronto se haga público en la referida plataforma y en el encuentro internacional que tendrá lugar en México el próximo día 5 de noviembre del corriente. Para acceder a la noticia (colocada por tiempo limitado en el tablón de anuncios), se puede pinchar en el siguiente enlace:






Según consta en la base 10 de la convocatoria de dicho concurso:



10. Los trabajos de los finalistas y de los ganadores de cada género serán dados a conocer y leídos el día 5 de Noviembre en el encuentro LK-México. Estos, serán recopilados en un “cuadernillo” para su distribución durante el mismo.


Deseo expresar mi gratitud a tanta gente que me ha animado con sus comentarios y cariño.



Este humilde logro lo dedico a mi familia (la ausente y la presente), a mis amigos de las cinco partes del mundo y a mi pueblo Aldea del Rey (Ciudad Real), cuyos paisajes y soledades tanto contribuyeron a formar el embrión de mis inclinaciones literarias.



El jardinero de las nubes.


Pd: El comunicado ha dejado de estar visible en la página principal de la plataforma. Para consultarlo hay que acudir al blog de una emisora de radio venezolana, en el siguiente enlace:


http://radiodecimafm.blogspot.com/2010/10/premiacion-concurso-literario-sin.html

domingo, 3 de octubre de 2010

La libreta de Lennie


Cerca del Pont des Arts encontró ese banco solitario, junto a la orilla izquierda del Sena. Irene Lennie era argentina y como tal aquel rincón tenía para ella un marcado sentido ritual. El comienzo de "Rayuela", el escritor de las cejas muy juntas y pobladas. Las palomas de los tejados del Louvre traían el otoño en el filo de sus alas. Esa mañana había llovido torrencialmente, y extensos charcos de agua triste se distribuían a lo largo del embaldosado del Port des Saint Pères.

Lennie (no me llamen Irene, por favor) se reclinó para ver su rostro en el reflejo de un charco. Era una joven bonita y pizpireta, y llevaba sus cabellos de bronce recogidos bajo una boina parisina, tan verde como el verdor de su mirada o el hueco del río que el sol doraba a través del firmamento de nubes.

Lennie la vio. En la frontera entre dos charcos, abandonada sobre un racimo de hojas de plátano de sombra. Una simple libreta Moleskine, mojada por la lluvia o acaso por las lágrimas de una nostalgia remota.

Lennie la atrapó con dedos de pájaro. Algunas gotas grises se deslizaron desde la cubierta hasta el charco inmediato. Lennie vio cómo las ondas borraban su rostro en la durmiente superficie. Quitó la goma que mantenía cerradas las tapas de la libreta, y se puso a hojear.

Los renglones distorsionados por la humedad, los márgenes de las páginas abarquillados por el accidental abandono. Lennie tenía ganas de fumar, pero no era agradable sostener el pitillo con los dedos mojados. Su mirada descifró palabras, las comisuras de sus labios se articularon en un lento silabear. Sus pupilas se dilataron.

Vio a un niño que miraba por ventanas y tejados. Se formó la imagen de una luna estival alumbrando un páramo donde el viento se quejaba de tanta soledad. El esbozo de una cabellera tan bonita como la de Lennie, brillando en la distancia de una calle de una ciudad tan populosa como el mismo Paris.

Lennie sintió una brisa templando los pétalos de su corazón. ¿Quién ha escrito esto? ¿Dónde estás?

No figuraban fechas, pero el tiempo había dejado su pátina en las páginas y la tinta se había endurecido lo bastante como para resistir la corrosión del agua fría del otoño. Un sol y una montaña, un lago donde se espejaba una silueta que no estaba contenida en la realidad. El autor había crecido y decía llamarse Charles Landor, nombre inglés, aunque en sus letras mencionara campanarios y pueblos de España. Una vez estuvo en Roma, y atrapó dentro de una botella de Frascati un resol de la Piazza Navona; le hubiera gustado regalárselo a ella (no a la que leía la libreta). El tiempo se agazapaba en una nube de Hungría, y Landor seguía hablando de su soledad y del deseo de encontrar a la musa fugitiva.

A estas alturas, Lennie había perdido todo deseo de fumar. Percibía el frescor del aire y el cercano murmullo del río. Necesitaba que alguien la abrazara. Landor, ¿por qué no te sentás a mi lado?

Siguió enfrascada en la lectura. Poco a poco desapareció todo vestigio del otoño y soplaron en las cumbres los anuncios del buen tiempo. Lennie buscando a Landor por riscos y quebradas, por playas en la amanecida y jardines de poniente. Buscándole donde no pudiera encontrarle. Lennie amaba, como Landor había amado aquella presencia que por un segundo destellara en los melancólicos atrios de su vida. Lennie nunca le hubiera dado la espalda.

Las últimas páginas estaban desfiguradas por el agua, señal de que la tinta era reciente. La llama de los ojos verdes se tornó más sombría. ¿Me quedaré sin saber qué rumbo siguió la vida de Landor?

Mucho tiempo permaneció la libreta engarzada entre los dedos de la joven. La tarde fue declinando con su pujante séquito de sombras. En el río cabrilleaban las mariposas de luz que las farolas del Quai des Tuileries esparcían en el tablero del crepúsculo nuboso. Lennie sentía amor por lo ausente, imbuida por los sentimientos de Landor.

Un sonido rompió la monotonía de la corriente del río. Ruedas de un carrito de supermercado atestado de trastos viejos, talmente el equipaje de un mendigo. El hombre que lo empujaba era alto, con barba encanecida, iba muy mal vestido y estaba tocado con un sombrero de forma y color indefinidos. Detuvo el carrito y se abocó hacia donde Lennie se encontraba. Sus ojos estaban pintados de anochecer.

-Mi libreta -dijo con una voz desarmada, una voz que buscaba el refugio de la soledad.

Lennie tenía el corazón desbocado. Le había hablado en lengua española.

-¿Vos sos Charles Landor?

El hombre retrocedió un paso. Miró con más detenimiento a la joven. Pareció reconocerla. Como a causa de un recuerdo que de pronto le asaltara, su cuerpo harapiento trepidó cual los juncos ante el látigo del viento.

-Así me hacía llamar cuando era joven.

-¿Vos escribiste esta libreta?

-La vida la escribió en mi lugar.

Ella se atrevió a traspasar la turbidez de los ojos del mendigo. Y sí, él había escrito algo que era comparable a la vida en su singular magnificencia. La joven descubrió lo que suponía sentir algo distinto y placentero.

-¿Vos sos Charles Landor? -repitió la pregunta de manera inconsciente.

-¿Me devuelves la libreta? -pidió él, tendiéndole la mano-. Estuve sentado en este banco y se me cayó sin darme cuenta.

Lennie se la dio, aun teniendo la sensación de que se desprendía de una joya preciosa. La sonrisa de Landor se perdió entre sus espesos y desflecados bigotes. Y no reflexionó: arrojó la libreta a los aires anochecidos. La libreta dibujó una parábola y desapareció en el turbulento seno del río.

-¿Por qué lo has hecho? -preguntó Lennie con los ojos hechos ascuas.

-No es necesario aferrarse al recuerdo de lo que no se tuvo y ahora se tiene -respondió Landor con la mirada refugiada en su propia ignominia.

Y ya no dijo más. Se dio la vuelta, encaminándose al carrito que contenía sus posesiones materiales en este mundo. El último despojo de luz diurna palpitó en lo alto de la cúpula del Instituto de Francia. Las campanas de la catedral de Nôtre-Dame despidieron el día con la gozosa ovación de su metal. Un encaje de niebla de río comenzó a desdibujar los contornos de la cercana isla de la Cité.

Lennie vio cómo Landor, arrastrando su carrito, se iba alejando hacia el Quai Malaquais, dejando a un lado el entramado metálico del Pont des Arts. Una farola alumbró con brumosa nitidez las espaldas del mendigo. A continuación, si no lo evitaba, él ya no estaría en su campo visible. Y nadie más en este mundo podría escribir otra libreta como la que flotaba entre las ondas del Sena. ¡No lo dejes escapar, no seas boluda!

Lennie le fue a los alcances, corriendo como el viento de los litorales. Aguardó un momento para recuperar el aliento. La mirada de Landor ya no era turbia; estaba aclarada por la esperanza que se iba cumpliendo.

-Decime, ¿qué ponía en las últimas hojas de la libreta, ésas que no pude leer? -le inquirió ella.

Landor se llevó la mano al pecho. Le dolía de tanta emoción. Acto seguido, mirando a Lennie con ciega devoción, le dijo:

-Allí estaba escrito lo único que tú y yo podemos acabar de escribir.

Estuvieron unos segundos sin decirse nada. Luego las letras, las palabras que aún debían ser escritas, se volvieron abrazos de un gozo inexpresable.

El jardinero de las nubes.