Solían decirme que espabilaría cuando comenzara la universidad y pudiera relacionarme con gentes de diversa índole. Me hablaban de las fiestas de estudiantes, de las actividades reivindicativas, de las horas de estudio en atestadas bibliotecas, de la juventud y la vida en su conjunto. Y ante esto alenté la esperanza de que mi hasta entonces melancólica vida obrara un giro de ciento ochenta grados.
Sin embargo, el primer trimestre pasó sin pena ni gloria; y el segundo comenzaba bajo los mismos auspicios. Muchos de mis compañeros ya habían roto el hielo, ya quedaban para salir los fines de semana y para ir a la cafetería de la facultad los días de entre semana para sostener distendidas tertulias y animadas partidas de naipes. Una vez más, mi apocado carácter me estaba jugando una mala pasada.
Los sábados solía pasarlos yo en mi casa leyendo y escribiendo, pues por entonces soñaba con alcanzar alguna notoriedad en la república de las letras, estando dispuesto a sacrificar mis mejores años al objeto de pulirme en tan noble oficio. Y aunque han transcurrido los años, esos sábados aún perviven en mi memoria con una aureola de nostálgica dulzura.
Hubo un sábado, no obstante, en que rompí mi rutina de enclaustramiento. Mi madre apreció la necesidad de comprarme un par de zapatos nuevos, y me propuso ir a las tiendas del centro de Madrid, cuando aún seguía vigente el período de rebajas.
Recuerdo que era el último sábado de febrero de 1990. El jueves anterior me había enfrentado al último de los exámenes parciales, y me apetecía sobremanera darme una vuelta por el centro.
Mientras enfilábamos hacia la estación del metro, mi mente tarareaba la canción “Luka”, de Suzanne Vega. Esa música me inducía a prestar atención al entorno y mirar con desusada intensidad todo rostro que se me pusiera por delante, sobre todo si era femenino.
Eran las cuatro y media de la tarde y el vagón iba casi vacío al abandonar la estación de Oporto. Pero, llegados a Pirámides, un nutrido tropel de jóvenes abarrotó el habitáculo; y en los otros vagones también se apreció tan inusual como admirable afluencia.
Debían de tener más o menos mi misma edad. Iban provistos de buenas ropas de abrigo, pues febrero se estaba despidiendo con su peor cara.
Fijándome en el rostro de mi madre, mientras a su vez se fijaba en todos esos jóvenes, no me resultó difícil adivinar sus pensamientos, que después de todo coincidían plenamente con los míos. Acaso no fuera el momento más idóneo para formular reproches, pero el silencio puede contener las más elocuentes amonestaciones. Después de tantos años, aún permanece esa amarga sensación que no me veo capaz de elucidar en toda su magnitud.
Yo me sentía incapaz de mantener diálogos y sonrisas similares a las que estaba presenciando en ese vagón atiborrado de juventud. Pero entonces apenas estrenaba mi mayoría de edad y abrigaba la certeza de que el tiempo de mi vida me iba sobrado y podía permitirme aguardar unos años a que mis complejos remitiesen y pudiera integrarme en la sociedad del modo que mis sueños pretendían.
Llegamos a la estación de Ópera, y los jóvenes abandonaron los vagones como acuciados por una misma voluntad. Y fue entonces cuando distinguí el rostro de Paloma, mi compañera de curso.
Habíamos coincidido en la primera fila de asientos de la primera clase que abriera el curso académico, allá por las postrimerías de octubre. Le dirigí varias miradas subrepticias durante aquella caótica exposición de matemáticas. A mi juicio, ella personificaba la imagen que me había formado de la perfecta estudiante universitaria. Su larga melena de color caoba, sus gafas de montura de acero, sus ojos de azabache, sus labios breves y aún en flor de besos…
Luego descubrí que era muy simpática y abierta de genio, gracias a lo cual formaba parte del menguado círculo de personas cuyo trato mi timidez me permitía cultivar. Llegué incluso a considerar la posibilidad de tener un pequeño affaire con ella, pero hube de desecharla rápidamente.
Una soleada tarde de noviembre, en la calle Agustín de Foxá, a la salida del maltrecho autobús que nos traía del campus de Cantoblanco, vi cómo Paloma se encaminaba al encuentro de un individuo con barbas, greñas y vestiduras extravagantes. Al momento sus bocas se fundieron en un hambriento y prolongado beso. Yo seguí mi camino por la acera que me conduciría hasta la Plaza de Castilla, desechando ilusiones y acaso forjándome otras nuevas.
Tres meses habían transcurrido desde entonces, y ahora veía a Paloma saliendo de un vagón del metro, una estación antes de yo apearme. Me pregunté adónde iría con tanta gente. Incluso acaricié el sueño de poder acompañarla en medio de esa muchedumbre de jóvenes, a despecho de su barbado novio.
Llegamos a nuestro destino, la estación de Callao, salimos al exterior e iniciamos nuestra peregrinación por las zapaterías de la cercana calle de Hortaleza. Fuimos a aquélla en la que hacía cuatro años mi madre me consiguiera unos zapatos que me habían resultado muy buenos.
Mientras caminábamos, prendí mi vista en el cielo. Había nubes ya descompuestas en jirones, que unas horas atrás habían descargado un chubasco, dejando humedad en asfalto y aceras y algunos pequeños charcos. Mi pensamiento no paraba de evocar a Paloma y hacía cábalas acerca de los lugares que se estarían enriqueciendo con su presencia. Llegué a imaginar que había desaparecido mi figura convencional y carente de atractivo; que por obra de extraño hechizo ahora yo tendría más centímetros de estatura, una cabellera y una barba nazarenas y mis ropas ostentarían llamativos estampados; y en algún rincón de esos viejos barrios matritenses me toparía con la anhelada presencia de Paloma, y sus ojos me acogerían con agrado, reflejando su sonrisa en los vidrios de sus gafas estudiantiles. Al final, yo cerraría mis ojos y en mis labios aparecería una impresión de amor y placer, mientras que unos brazos de vida estrecharían mis espaldas.
Pero no, la verdadera realidad eran calles y zapaterías del viejo Madrid. Y en el entretanto, mi mente incoaba los acordes de la preciosa canción de Suzzane Vega. Esa música contenía el rostro de Paloma en el filo del invierno. Algún día, algún día…
Al lunes siguiente, volví a encontrarla en clase y le comenté que la había visto. Ella traslució cierto asombro. Me explicó que acudían a una manifestación por no recuerdo qué motivo y que habían ido a comer a la Plaza Mayor.
Desde entonces la distancia fue creciendo. Al curso siguiente ya dejé de verla por la facultad. No sé si abandonó la carrera o se cambió de estudios.
Todavía hoy, cuando cojo el metro o paseo por el casco antiguo de Madrid, se me escapa algún destello del pasado. Y trato de imaginar cuáles serán los cambios que Paloma habrá experimentado en estas dos décadas.
Ya no sueño nada acerca de ella, pero en mi alma queda un triste regusto de haber sido joven y no haber sabido aprovecharlo. Me puede quedar, no obstante, el consuelo de haber aprovechado mi madurez desde los tiempos en que las hojas apuntaban verdes en el árbol de la vida.
El jardinero de las nubes.
Sin embargo, el primer trimestre pasó sin pena ni gloria; y el segundo comenzaba bajo los mismos auspicios. Muchos de mis compañeros ya habían roto el hielo, ya quedaban para salir los fines de semana y para ir a la cafetería de la facultad los días de entre semana para sostener distendidas tertulias y animadas partidas de naipes. Una vez más, mi apocado carácter me estaba jugando una mala pasada.
Los sábados solía pasarlos yo en mi casa leyendo y escribiendo, pues por entonces soñaba con alcanzar alguna notoriedad en la república de las letras, estando dispuesto a sacrificar mis mejores años al objeto de pulirme en tan noble oficio. Y aunque han transcurrido los años, esos sábados aún perviven en mi memoria con una aureola de nostálgica dulzura.
Hubo un sábado, no obstante, en que rompí mi rutina de enclaustramiento. Mi madre apreció la necesidad de comprarme un par de zapatos nuevos, y me propuso ir a las tiendas del centro de Madrid, cuando aún seguía vigente el período de rebajas.
Recuerdo que era el último sábado de febrero de 1990. El jueves anterior me había enfrentado al último de los exámenes parciales, y me apetecía sobremanera darme una vuelta por el centro.
Mientras enfilábamos hacia la estación del metro, mi mente tarareaba la canción “Luka”, de Suzanne Vega. Esa música me inducía a prestar atención al entorno y mirar con desusada intensidad todo rostro que se me pusiera por delante, sobre todo si era femenino.
Eran las cuatro y media de la tarde y el vagón iba casi vacío al abandonar la estación de Oporto. Pero, llegados a Pirámides, un nutrido tropel de jóvenes abarrotó el habitáculo; y en los otros vagones también se apreció tan inusual como admirable afluencia.
Debían de tener más o menos mi misma edad. Iban provistos de buenas ropas de abrigo, pues febrero se estaba despidiendo con su peor cara.
Fijándome en el rostro de mi madre, mientras a su vez se fijaba en todos esos jóvenes, no me resultó difícil adivinar sus pensamientos, que después de todo coincidían plenamente con los míos. Acaso no fuera el momento más idóneo para formular reproches, pero el silencio puede contener las más elocuentes amonestaciones. Después de tantos años, aún permanece esa amarga sensación que no me veo capaz de elucidar en toda su magnitud.
Yo me sentía incapaz de mantener diálogos y sonrisas similares a las que estaba presenciando en ese vagón atiborrado de juventud. Pero entonces apenas estrenaba mi mayoría de edad y abrigaba la certeza de que el tiempo de mi vida me iba sobrado y podía permitirme aguardar unos años a que mis complejos remitiesen y pudiera integrarme en la sociedad del modo que mis sueños pretendían.
Llegamos a la estación de Ópera, y los jóvenes abandonaron los vagones como acuciados por una misma voluntad. Y fue entonces cuando distinguí el rostro de Paloma, mi compañera de curso.
Habíamos coincidido en la primera fila de asientos de la primera clase que abriera el curso académico, allá por las postrimerías de octubre. Le dirigí varias miradas subrepticias durante aquella caótica exposición de matemáticas. A mi juicio, ella personificaba la imagen que me había formado de la perfecta estudiante universitaria. Su larga melena de color caoba, sus gafas de montura de acero, sus ojos de azabache, sus labios breves y aún en flor de besos…
Luego descubrí que era muy simpática y abierta de genio, gracias a lo cual formaba parte del menguado círculo de personas cuyo trato mi timidez me permitía cultivar. Llegué incluso a considerar la posibilidad de tener un pequeño affaire con ella, pero hube de desecharla rápidamente.
Una soleada tarde de noviembre, en la calle Agustín de Foxá, a la salida del maltrecho autobús que nos traía del campus de Cantoblanco, vi cómo Paloma se encaminaba al encuentro de un individuo con barbas, greñas y vestiduras extravagantes. Al momento sus bocas se fundieron en un hambriento y prolongado beso. Yo seguí mi camino por la acera que me conduciría hasta la Plaza de Castilla, desechando ilusiones y acaso forjándome otras nuevas.
Tres meses habían transcurrido desde entonces, y ahora veía a Paloma saliendo de un vagón del metro, una estación antes de yo apearme. Me pregunté adónde iría con tanta gente. Incluso acaricié el sueño de poder acompañarla en medio de esa muchedumbre de jóvenes, a despecho de su barbado novio.
Llegamos a nuestro destino, la estación de Callao, salimos al exterior e iniciamos nuestra peregrinación por las zapaterías de la cercana calle de Hortaleza. Fuimos a aquélla en la que hacía cuatro años mi madre me consiguiera unos zapatos que me habían resultado muy buenos.
Mientras caminábamos, prendí mi vista en el cielo. Había nubes ya descompuestas en jirones, que unas horas atrás habían descargado un chubasco, dejando humedad en asfalto y aceras y algunos pequeños charcos. Mi pensamiento no paraba de evocar a Paloma y hacía cábalas acerca de los lugares que se estarían enriqueciendo con su presencia. Llegué a imaginar que había desaparecido mi figura convencional y carente de atractivo; que por obra de extraño hechizo ahora yo tendría más centímetros de estatura, una cabellera y una barba nazarenas y mis ropas ostentarían llamativos estampados; y en algún rincón de esos viejos barrios matritenses me toparía con la anhelada presencia de Paloma, y sus ojos me acogerían con agrado, reflejando su sonrisa en los vidrios de sus gafas estudiantiles. Al final, yo cerraría mis ojos y en mis labios aparecería una impresión de amor y placer, mientras que unos brazos de vida estrecharían mis espaldas.
Pero no, la verdadera realidad eran calles y zapaterías del viejo Madrid. Y en el entretanto, mi mente incoaba los acordes de la preciosa canción de Suzzane Vega. Esa música contenía el rostro de Paloma en el filo del invierno. Algún día, algún día…
Al lunes siguiente, volví a encontrarla en clase y le comenté que la había visto. Ella traslució cierto asombro. Me explicó que acudían a una manifestación por no recuerdo qué motivo y que habían ido a comer a la Plaza Mayor.
Desde entonces la distancia fue creciendo. Al curso siguiente ya dejé de verla por la facultad. No sé si abandonó la carrera o se cambió de estudios.
Todavía hoy, cuando cojo el metro o paseo por el casco antiguo de Madrid, se me escapa algún destello del pasado. Y trato de imaginar cuáles serán los cambios que Paloma habrá experimentado en estas dos décadas.
Ya no sueño nada acerca de ella, pero en mi alma queda un triste regusto de haber sido joven y no haber sabido aprovecharlo. Me puede quedar, no obstante, el consuelo de haber aprovechado mi madurez desde los tiempos en que las hojas apuntaban verdes en el árbol de la vida.
El jardinero de las nubes.
3 comentarios:
Entrañable historia, amigo, creo que todos, tímidos o sociables, guardamos una similar en nuestra mochila vital.
El despertar de la inocencia de esos años trae consigo pasos lentos y torpes, de los cuales en ocasiones nos arrepentimos pero que son consustanciales a esas edades donde experimentar "esa historia" que tan genialmente relatas, es un paso previo y necesario para poder, posteriormente, echar a andar con huellas más firmes y sólidas.
Me ha gustado mucho la naturalidad y la ternura con las que relatas esta hermosa historia. Y sí, la preciosa canción de Suzanne Vega que mencionas, creo que nos trae nostálgicos recuerdos a todos los que vivimos aquellos maravillosos años en los que estuvo sonando en emisoras y en nuestra mente.
Precioso cuento urbano, Jardinero, con el sentimiento que solo tú sabes concederle.
Un fuerte abrazo.
Precioso platonismo evocador de lo que pudo ser y no fue. Siempre es el destino, no estaba escrito...
Preciosa historia, como todas y cada una de las que escribes. Un fuerte abrazo
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