Bueno, tras la euforia de los pasados días, retomemos la tarea.
Este cuento lo concluí hace casi tres meses. Empecé a escribirlo en un plan un poco “chorra”. ¿Una casita de muñecas ambulante, el presidente del Gobierno? ¡Vamos, hombre! Tentado estuve de abandonarlo a los primeros renglones. Pero me gusta terminar lo que comienzo, y en este caso fue una decisión que juzgo acertada; estoy por afirmar que es mi preferido de los “cuentos urbanos”, habida cuenta de la vigorosa acción que encierran sus líneas.
Es un cuento de corte apocalíptico. No lo escribí con finalidad satírica hacia el presidente del Gobierno. Simplemente, es un experimento literario: ¿qué sentiría un político al vivir las consecuencias de algo similar a lo que su ineptitud ha causado en la vida de los ciudadanos? Por tanto, es algo que se puede extrapolar a toda la clase política en general, que, a tenor de las encuestas, representan la mayor causa de preocupación en la población española, precedida tan sólo por la natural angustia que genera el desempleo.
Asimismo, deseo hacer notar que es una historia fruto de mi imaginación, si bien el padre Peter Wheelan y el capitán Henry Wirtz son personajes que tuvieron existencia en la realidad.
Espero que les guste.
De la noche a la mañana apareció la casa, en un solar de la Gran Vía madrileña. Era de un claro estilo tirolés; no parecía sino una casita de muñecas, con escaso número de habitaciones y un tejadillo decorado con hermosas contraventanas pintadas de verde.
Ese día el presidente del Gobierno pasaba por la Gran Vía en su ostentoso coche oficial. Y su atención se vio en consecuencia capturada por la presencia de la casita en mitad de ese solar recientemente despejado.
-¿Quién ha plantado esa casa ahí? –preguntó a su inmediato guardaespaldas.
El guardaespaldas tenía la mandíbula cuadrada y la fisonomía inmune a sonrisas.
-No sé qué hace ahí, señor –dijo con voz cascada-, pero trataré de averiguarlo.
El país se hundía en la ruina, y el presidente desviaba la mirada por otros derroteros. ¿Una casita de cuento de hadas? ¡Lo que en esta vida no pudiera verse!
Al cabo de unas horas, fueron dos inspectores de policía a averiguar lo que hacía esa casita en mitad de un solar de la Gran Vía. Testigos oculares afirmaron que los vieron entrar por esa puerta de trazados liliputienses, pero no hubo nadie que pudiera decir que los vio salir. Y para más sorpresa, pasó una noche y al alba ya no quedaba vestigio de la casa.
El presidente leyó el informe que le presentaron a este respecto, y el arco de las cejas se le transfiguró por completo. Cuando se llevó los dedos a los orificios nasales, apreció que éstos olían a podrido.
La casita fue apareciendo los siguientes tiempos por sucesivos lugares de España visitados por el presidente. En León, en Marbella, en el Maestrazgo de Teruel, en las campas de Santander… Siempre había un solar urbano, un rincón campestre donde los ojos que mentían se enfrentaban a la imagen de la casita de muñecas. Y todo policía que acudía a indagar, desaparecía sin remedio al franquear esa puerta diminuta.
Viendo que la situación del país no tenía remedio, el presidente decidió tomarse unas largas vacaciones y desaparecer de la escena pública, donde tan escarnecido resultaba.
Buscó una aldea perdida en el Pirineo, se vistió con ropas que le camuflaran y dio en realizar largos paseos por trochas y orillas de riachuelos turbulentos. Se encontraba solo porque el mundo no pedía cuentas a su mujer y a sus hijas, y éstas no le habían acompañado en su retiro. El país le detestaba, y él hacía tiempo que detestaba el país. Después de tantas presiones, de tantos abucheos, apetecía refugiarse en la soledad de las montañas.
Amaneció una perfumada y musical mañana de primavera. Ni una nube empañaba el firmamento, de un azul de pavo real. El presidente dio orden a sus guardaespaldas de no escoltarle en el paseo que estaba a punto de emprender.
Atravesó un bosque de hayas y avellanos, llegó al sitio de un embalse, ascendió por una ladera esmaltada de verdor y alcanzó la linde de un nuevo bosque, esta vez de araucarias. Pasó por un recodo sombrío en el que repercutía el canto de una disparidad de aves. El relente de la montaña le calaba hasta los huesos. Un fortuito escalofrío le recorrió las articulaciones. Accedió a un espacioso calvero punteado por un caleidoscopio de flores montaraces. Y allí, a no mucho espacio de la pantalla de árboles, se alzaba la inconfundible mole de la casita de muñecas, con la engañosa pasividad de un guerrero ávido de sangre.
El presidente exhaló un suspiro involuntario. Su curiosidad se vio abonada por el asombro ante lo insólito de la aparición. ¿Por qué le acosaba esta imagen, incluso en este lugar recóndito, lejos de los sonidos mundanales?
-Debo averiguar qué es –se dijo con insensata determinación.
Desplegó una gran cautela al aproximarse junto al extraño inmueble. Puso su mano en el picaporte, que tenía forma de cabeza de león, lo giró y la cerradura emitió el chasquido de apertura.
En el interior se le agudizó la sensación de hallarse en una casita de muñecas. Había una mesita de té y cortinas de terciopelo rojo ticiano. Colgados en los tabiques, había una rica variedad de relojes de cuco, de péndulo y de pesas. También se veía un sillón de primorosos estampados, que recreaba los de los tapices venecianos. Y en el rincón más apartado, junto a una ventana de vidrios esmerilados, destacaba un perchero de sastrería.
Del mismo pendía un uniforme militar, que al presidente, habida cuenta de su mucha sapiencia en estos temas, no le costó identificar como perteneciente a un sargento de infantería de la Unión, en la Guerra de Secesión norteamericana.
Le encantaba la apostura de la prenda y la buena calidad del paño. La admiración le hizo olvidarse de las circunstancias que rodeaban aquella aventura. Sintió unos irrefrenables deseos de vestirse el uniforme. Y no los reprimió, por cierto: al momento se despojó de sus prendas deportivas y se puso el uniforme con afectada parsimonia. En el instante en que se encasquetaba el quepis, los relojes que poblaban los tabiques iniciaron su natural funcionamiento. Los tic-tacs se apoderaron de la silenciosa atmósfera del recinto.
En otro de los rincones había un enorme espejo de tocador, medio oculto tras unos cortinajes de brocado. El presidente se acercó a contemplarse. Le impresionó gratamente el reflejo que le ofrecía el espejo. Había de reconocer que el uniforme le sentaba muy bien.
De súbito experimentó las ganas de salir al exterior vestido de esa guisa, máxime cuando no había mucho más que ver dentro de la casita. Se encaminó hacia la puerta, la abrió y…
-¿Qué es esto?
CONTINUARÁ...
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
me encanta Jardinero, espero el siguiente capitulo.
saludos de trobador
y cuando mas metido estas en el cuento... aparece el continuara..
me as dejado totalmente espectante, deseando de leer la continuacion. menos mal que no lo abandonastes por muy "chorra" que te pareciese, porque hasta lo mas simple en unas buenas manos puede convertirse en una obra de arte( el McGiver de las letras jajaja)
sigue asi 1 saludo siempre jardinero
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