domingo, 21 de agosto de 2011

Cuentos urbanos: La increíble aventura de los Fisgones (y V) - Armagedón


En algún otro punto del tiempo, volvió a recobrar la vista de sus ojos. ¡Que le asparan si esto no era el interior de la casita de muñecas!, si bien más aireado y espacioso. Olía a flores de los bosques, y, para mayor sorpresa, no se encontraba solo.


Reconoció a uno de sus desaparecidos guardaespaldas.


-Señor presidente.


Le sorprendió que a su vez pudiera reconocerle con esos andrajos, ese cabello y esa barba descuidados, y, sobre todo, el nauseabundo hedor de Andersonville.


-¿Qué hacemos aquí? –preguntó con un hilo de voz.


-Yo también me lo pregunto –dijo el guardaespaldas-, al igual que todos los que estamos aquí. Sólo sé que en mal momento entré por la puerta de esta… casa.


-¿Tú también has sufrido?


El guardaespaldas estaba tan rotoso y macilento como el mismo presidente.


-Estuve luchando en el guetto de Varsovia, hostigado por el hambre, el tifus y los malditos nazis. Lo último que recuerdo es la explosión de un obús, que una pared se me venía encima… Y usted, señor, ¿dónde ha estado?


-En 1864, en el campo de prisioneros de Andersonville.


-¿Y eso dónde queda, señor?


-No me extrañaría que la Historia lo hubiese silenciado… Por mi parte, no quiero recordarlo… pero tampoco quiero olvidar la lección aprendida.


Los otros hombres no abrían la boca. A la legua se traslucía que también habían sufrido.


Sobre el dintel de la inmediata puerta surgió, como por arte de magia, la palabra “Libia”. Entonces se levantó un hombre que caminaba encorvado; la silla en que había estado sentado se desplomó como roída por la carcoma. El hombre, quemado por el sol del desierto, abrió una rendija de la puerta, salió y la cerró con un sonoro golpe.


-Señor, hemos de esperar a que aparezca el nombre de nuestro país –informó el guardaespaldas-. Antes, cuando usted todavía estaba transpuesto, han salido hombres de Venezuela, Serbia, Cuba, Estados Unidos, de alguna república del Báltico… A nosotros también nos llegará el turno de salir.


-En Andersonville un hombre extraño me habló del castigo de los fisgones.


-Y a mí en el guetto de Varsovia. Era un hombre flaco como la misma hambre, con unos ojos de un azul sobrenatural.


-En Andersonville ese hombre se hacía llamar el padre Peter Wheelan.


-En Varsovia le llamaban simplemente el rabino Salomón.


De repente, sobre el dintel de la puerta, apareció la palabra “España”.


-Señor, nos corresponde salir –dijo el guardaespaldas-. De uno en uno, pues antes he visto salir a dos hombres de un mismo país y guardaban este orden. Salga usted primero.


El presidente no discutió el privilegio que se le ofrecía. Se levantó de su silla, y, con una pierna renqueante, se encaminó presuntamente hacia la liberación. Empujó la puerta, y un golpe de brisa ardiente golpeó su macilento rostro.


El paisaje tenía una textura de bruma arenosa. A lo lejos fueron surgiendo unas sombras que enseguida identificó como ruinas de edificios devorados por el fuego. Y fuselajes de aviones estrellados y carrocerías de automóviles abandonados y mimetizados con el polvo. Reinaba la desolación más completa. En un oxidado cartel de tráfico acertaba a leerse la palabra “Madrid”.


El presidente se giró de espaldas, esperando encontrarse con el guardaespaldas, pero allí no había nadie. Ni rastro incluso de la casita de muñecas. Igual que la vez anterior.


-¿Qué ha pasado?


Pareció que su pregunta había de encontrar respuesta. Por entre la bruma polvorienta, una extraña efigie se fue definiendo; avanzaba en dirección a él.


Cuando la distancia se acortó lo suficiente, el presidente reconoció los inconfundibles rasgos del padre Wheelan…, el fantasma.


-Ésta es tu tierra, presidente –le dijo con un tono seco y cortante como una lezna.


-¿Qué ha pasado? –preguntó de nuevo el presidente, con la garganta abrasada por la sed y aún dolorida por la presión del dogal.


-¿No lo adivinas? Un pueblo abandonado a la desesperación, sin metas ni horizontes. Sólo la supervivencia como única esperanza. ¿Te lo puedes imaginar? ¡La guerra!... La aniquilación. Esto es lo que te corresponde, ¡oh tú, el más taimado de los fisgones!


Dicho esto, el padre Wheelan se dio la vuelta y regresó por donde había venido, disolviéndose en la bruma.


Desesperado, con las energías agotadas, el presidente aterrizó sobre sus custridas rodillas.


-Un pueblo ha desaparecido por mi culpa –dijo mascando el polvo.


Y no quiso levantarse del suelo. Todo le dolía. Por primera vez, la desolación de Andersonville se le hubiera figurado más amable que este entorno de muerte y soledad… Allí al menos hubo vida.


FIN


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


sábado, 13 de agosto de 2011

Cuentos urbanos: La increíble aventura de los Fisgones (IV) - En el patíbulo

No supo el tiempo que permaneció en la oscuridad de la inconsciencia. Al despertar se vio fuertemente amarrado a un poste en mitad del lodazal de Andersonville.


Cerca del suyo había otro poste, y su alma experimentó un desagradable estremecimiento cuando reconoció al que se veía amarrado a aquél. ¡Tommy Marner!


El muchacho alzó desmayadamente la cabeza. Tenía el rostro exangüe, al filo de sus últimas energías. Sus párpados aparecían hinchados y tintados de un color cárdeno; había cuajarones de sangre en las comisuras de sus fosas nasales. Su aspecto era, en suma, el de un moribundo.


-Cuando te escapaste, cargaron conmigo. Me golpearon, me quitaron el alimento… Mañana tú y yo estaremos muertos.


El presidente reparó con creciente desasosiego en el patíbulo que unos soldados estaban montando a no muchos metros de allí.


-Wirtz nos va a mandar ahorcar sin juicio previo –expresó Tommy Marner con los labios purulentos-. Tú has tenido suerte; te has ahorrado la paliza que a mí me han propinado.


El presidente notó que el remordimiento se precipitaba sobre él con el peso de una losa sepulcral.


“Si yo pudiera, Tommy Marner, te salvaría de esta ignominia que por mi causa estás padeciendo. Si aún hubiera tiempo, procuraría ser un amante de la verdad, no miraría por mis intereses egoístas y procuraría aliviar a los sectores más desfavorecidos de la población que estaba bajo mi gobierno. Me hubiera ido a tiempo, no hubiera seguido revolcándome en el fango de mi fracaso.”


El presidente lloró como no recordaba haberlo hecho desde la niñez. Sus ojos se fijaron en el patíbulo, y en su alma sólo reconoció el miedo que le producía haber dejado tantas cosas sin hacer, cuando tuvo tiempo de hacerlas.


-Mañana nos ahorcarán –reiteró Tommy Marner, contagiado del llanto del presidente.


-Antes de ahora ya habían montado el cadalso –musitó el presidente.


-Siempre lo montan y lo desmontan –dijo Tommy Marner-. Así siembran el terror en los reos y en los que pueden llegar a serlo.


El presidente notó que se le desvanecía la cabeza. Y no pudo por menos de dejarse arrastrar por esa fortuita onda de descanso.


Pasó lo que restaba de tarde y también la noche. El canto lejano de un gallo anunció el amanecer. La luz azuleaba en torno al cadalso. Los reos estaban despiertos. El hombre que parecía un fantasma apareció de repente junto a ellos. El padre Peter Wheelan. Su barba estaba orlada de espinas rojas y blancas, y su estola, que en sus principios fuera negra con estampados de color púrpura y topacio, ostentaba ahora un incierto aspecto de ala de mosca.


-Vengo a daros el viático –dijo con tono lúgubre.


-¡Yo no quiero morir! –gritó Tommy Marner, el llanto arrasando sus mejillas.


-Yo tampoco –dijo por su parte el presidente.


-En menos de media hora os van a ajusticiar –prosiguió el padre Wheelan-. Se muere a esta vida pero se aparece en otra. Las buenas acciones nos acompañan; las malas nos hunden en las simas de la tierra. Si en esta vida vuestras acciones han sido buenas, recuperaréis lo perdido…


-Yo no he realizado muchas buenas acciones –confesó el presidente-. En esta vida me he limitado a sobrevivir, y en la otra que tuve y ahora me parece un sueño, sólo traté de buscar mi provecho y el de los míos, y mi pueblo acabó maldiciéndome.


-Tu pueblo ya te ha olvidado –dijo el sacerdote-. Ya no volverá a ser tu pueblo.


-Echo de menos a mi familia.


-Todos los hombres que se encuentran tras esta estacada perdieron a sus familias y todo lo que les resultaba querido.


-No quiero perder a mi familia –insistió el presidente, con tono suplicante.


-Todos se resisten a perder lo que les resulta querido… Ahora, ¿deseas hacer las paces con Dios?


El presidente abatió a un tiempo los hombros y la cabeza.


-Ya no volverás a verme en este lugar –concluyó el padre Wheelan-; enseguida te conducirán al cadalso.


Así fue. En menos de diez minutos, todos los habitantes del campo se habían congregado en torno al patíbulo. Los verdugos realizaron su trabajo; hicieron subir a los reos los toscos escalones del macabro estrado. Al cabo los pies quedaron apostados en sendas trampillas, y los dogales fueron ceñidos en torno a los mugrientos cuellos. No se utilizaron caperuzas, para incentivar así el espanto entre los espectadores. Era la hora en que el rocío empezaba a desvanecerse de los paupérrimos mechones de hierba.


El comandante del campo hizo una leve seña a los verdugos. Un tambor redobló en la inmediatez. Se oyó el funcionamiento de una roñosa palanca. El presidente miraba la trampilla sin pestañear; al instante ésta se abrió y se sintió succionado por la fuerza de la gravedad. Acto seguido se hizo una nube de negrura… y se oyó el grito de Tommy Marner mientras la vida abandonaba su martirizado cuerpo.


CONTINUARÁ…


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



viernes, 5 de agosto de 2011

Cuentos urbanos: La increíble aventura de los Fisgones (III) - Tommy Marner / La huida de Andersonville


El presidente logró por fin que lo admitieran al amparo de una tienda. Allí habitaba Tommy Marner, un joven muy afortunado en Andersonville; tenía permitido salir fuera del perímetro de la estacada para recoger leña, un raro privilegio que sólo les era concedido a los tullidos o a los dementes inofensivos. Tommy Marner había perdido la utilidad de la mano derecha al aplastársela la rueda de un carro que le cogió desmayado en el suelo, durante una de las escaramuzas con el ejército sudista.



-Me gustaba tocar el violín –le refería al presidente una tarde de septiembre que se puso a llover a mares, hallándose ambos bajo la exigua protección de la tienda-. Soñaba con darme a conocer en mi Chicago natal, en todos los estados de la Unión y hasta en el resto del planeta. Para ayudar a la economía familiar, me dedicaba a ordeñar vacas. Y los ratos que podía, practicaba con el violín. Quise ser el mejor, y al cabo del tiempo me di cuenta de que es necesario conformarse con lo que se es; mi modo de interpretar no pasaba de mediocre. Yo no tenía maestros que me guiaran ni podía permitírmelos. El paso de los años reveló lo fatuo de mi sueño. Y la rueda del carro me dejó los dedos gafos y anquilosados… Uno se atreve a soñar, creyendo que andará nuevos caminos. Y no, el camino es siempre el mismo, aunque la hierba crezca en los relejes y de vez en cuando broten algunas flores.



Tommy Marner guardó silencio. El rumor de la lluvia se acrecentaba al golpear el hule de la tienda.



-Algo similar me ocurrió a mí –dijo el presidente-. Aspiré a ser el mejor gobernante de mi país, y cada día nuevo ponía en claro mi mediocridad.



-Yo soy joven –repuso Tommy Marner-. Todavía puedo aspirar a una segunda oportunidad.



-Yo ya dejé de ser joven –manifestó el presidente-, y ahora mi única aspiración se basa en tener la humildad de ser consciente de mis errores.



El tifus comenzó a cebarse entre los habitantes del campo de prisioneros. Lo que pretendía ser arroyo, era el criadero de centenares de ratas. Quien poseía una manzana era propietario de un tesoro difícilmente apreciable. El infierno resollaba en el aire, en el agua cenagosa, en los cuerpos de los prisioneros… Se cometían atropellos y asesinatos por cuestiones baladíes. La vida era allí peor que la muerte.



El presidente se fue endureciendo poco a poco. Dejó de mostrarse aturdido y complaciente con sus compañeros de cautiverio. Si se hacía preciso airear los puños, no era de los que se echara atrás. Tenía el cuerpo lleno de cardenales por los golpes recibidos y de habones por las picaduras de los insectos. Casi siempre estaba hambriento, y sentía cómo poco a poco se le iban pudriendo los intestinos. Nunca dejó de pregonar su condición de presidente de un país lejano, y casi todos (incluido Tommy Marner) dieron en considerarle un pobre lunático.



Un día murió Lovejoy, el viejo soldado que acompañaba a Tommy Marner en sus salidas al bosque en busca de leña. El caso es que el joven convenció a los guardianes para que el presidente, quien había sentado plaza de loco, pudiera acompañarle fuera de la estacada, a fin de ayudarle a reunir haces de leña. Y el permiso les fue concedido.



Hicieron su primera salida juntos una tibia mañana de finales de octubre. Aunque el calendario ya anunciara los fríos del otoño, el cielo mostraba cierto resabio primaveral. En las ramas del cercano bosque trinaban los mirlos y las palomas torcaces. Tommy Marner hizo notar la presencia de una bandada de golondrinas; era muy religioso, y esta circunstancia reavivó sus emociones.



-Las golondrinas quitaron las espinas de la corona de Cristo –dijo mientras en sus ojos se propagaba el brillo de las lágrimas-. Me gustan las golondrinas.



El presidente respiró a pleno pulmón el vivificante aire del pinar. Le encantaba la serena fragancia a resina que el calor del sol estaba transfundiendo. Allí reinaba la libertad, lejos de las interminables podredumbres de Andersonville. Le habían dejado salir para recoger leña; a todos los locos les permitían salir. Él estaba en un tiempo y en un mundo que no le pertenecían. Su afán de fisgón le había conducido al interior de la casita de muñecas, y de allí traspasó los umbrales del infierno. La sangre se aceleró en sus venas. Quería ser libre.



-¿Dónde vas, presidente?



Tommy Marner asistió atónito al comienzo de su huida. El presidente había dejado caer su hacha, y, sacando fuerzas de flaqueza e investido de la dignidad de su cargo, saltó entre matas de espino y vadeó los hilos de agua que buscaban su cauce en la otoñada. “¡Voy a ser libre!”, pregonaban su pecho y sus piernas. Dejó de oír los gritos de Tommy Marner. Penetró en un bosque de alerces. Escuchó a cierta distancia el silbato de un tren. Llegó a la vía, y sus pies, calzados con botas roñosas, pisaron los astillados durmientes. ¿Cuál es el sentido que conduce a la liberación? ¿Dónde está mi hogar y las montañas de mi patria?



Su estómago empezó a quejarse de hambre; trató de aplacarlo con algunas nueces y piñones que encontró en las inmediaciones de la vía. La tarde fue cayendo. Los rayos mortecinos acentuaban el rojo otoñal de las hojas de los robles; el terreno era rico en minerales de hierro.



Entre las colinas comenzaron a escucharse ladridos de perros rastreadores. El presidente notó que le acometían desagradables escalofríos.



-¡Aparece, casita, condúceme de nuevo a mi patria!



Haciendo acopio de sus mermadas fuerzas, coronó una loma erizada de abetos. Entre los resquicios de las ramas divisó en lontananza las construcciones de una ciudad que a todas señas aparentaba ser Americus. El viento levantaba terrales en los llanos colindantes a la vía férrea. ¿Hacia dónde huir? Los aullidos de los sabuesos se hacían cada vez más cercanos. ¿Cómo podría despistarlos? A no mucho espacio de allí, corría la cinta de plata del río Sweetwater. ¿Las aguas borrarían su rastro? Sea como fuere, se trataba de su única alternativa de evasión. Como pudo, se allegó a la orilla, tapizada por juncos y hojas secas del otoño.



-¡Aparece, casita, aparece, por favor!



Se introdujo en la corriente de agua, que aún albergaba la tibieza del verano. Una pequeña culebra dibujaba espirales en el cauce. El presidente sintió un amago de repugnancia, lo que no impidió que iniciara los primeros movimientos natatorios.



De repente, notó que algo pasaba silbándole los oídos. Miró en sentido oeste, hacia la otra orilla, y distinguió en la loma inmediata un francotirador, flanqueado por una jauría de perros aullantes. Los rastreadores le habían localizado. Las balas no dejaban de silbar a su alrededor, causando pavorosas salpicaduras en la superficie del agua. Detectó cerca de allí el tronco caído de un roble, podrido por la acción de la humedad, y nadó a su encuentro, en busca de refugio, bajo la cada vez más terrible amenaza de las balas.



Por medios casi milagrosos, consiguió parapetarse tras el tronco. Aun así las balas seguían impactando en las proximidades. Se acurrucó contra el tronco y empezó a sentir un pánico que no es para descrito. Cerró los ojos. De sus labios se escapaban gemidos de terror.



Sus perseguidores botaron una barca, y, antes de que se alojaran en el paisaje las penumbras del atardecer, ya habían alcanzado su refugio.



-¿Adónde creías ir, yanqui de mierda?



-Vas a pagar caro el revuelo que nos has causado.



El presidente abrió los ojos. Un enérgico culatazo en su frente le privó del sentido.



CONTINUARÁ…



Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).