Inauguro hoy una nueva sección,
que lleva por título “Cuaderno de juventud (primeros escritos)”. Está integrada
por escritos ya muy añejos, cuando aún podía considerarme una persona joven.
“Virginia” fue publicado en
septiembre de 1998, en el programa de festejos de Aldea del Rey. Al copiarlo a
ordenador, me he resistido a efectuar las correcciones que mi ya mayor experiencia
me hubiera requerido. Lo ofrezco tal
cual se publicó. Me inspiré en un hecho real, y de ahí mi imaginación le dio más
vuelo. Hacía muchos años que no leía este cuento, y, al rescatarlo del olvido,
he sentido hondos estremecimientos en mi interior. ¿Ocurren estas cosas?, me he
preguntado en ocasiones. Espero que no sea así...
N
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i el dolor, ni la compasión, ni la flor de nieve
y juventud iban a durar eternamente. Atisbaba a través de los cristales de la
ventana, orlados de vaho azul, del mismo azul virginal que aquellas nubes de lo
alto, preñadas de nieve. No veía nevar desde que sus cabellos lucían trenzas de
infancia y su cuerpecillo se protegía del frío con una trenca color pistacho. Dejar
atrás los recuerdos; ésa era su consigna durante aquellos interminables ocho
años. Ahora no estábamos en primavera, y las plantas que colgaban del saledizo
de su ventana no ensombrecían la estancia y no la protegían de las avizorantes
gentes del exterior. Hoy nevaba, y la nieve, que tan poco se prodiga en las
comarcas del Mediodía, era un espectáculo que merecía la pena contemplar…
Dentro de los cajones del armario ropero, la mantelería que terminó de bordar
ocho años atrás, cuando el sol entraba a manos llenas en la estancia y hacía
brillar la tela en el bastidor. Dibujos de flores y pájaros, confinados para
siempre entre plásticos y bolas de naftalina. El piso de arriba habilitado para
que hubieran vivido ahí. La alcoba nupcial, que no conoció estreno; la prisión
donde su juventud se agostaba. Ocho años…, que se dice pronto.
«Tienes
que hacer por que me gustes. Sabes coser, eso sí. Pero ¿nada más? Hoy día no
todo lo hace una cara bonita. Hay que tener cerebro, hay que demostrar que no
se es tonto. No te pavonees de que sabes bordar; hoy eso lo hacen las máquinas,
y cien veces mejor que tú. Haz como yo: sacrifícate y estudia. Cuando menos, sácate
el carné de conducir. Demuestra que tienes células grises…»
Oíanse
de lejos los gritos de la jovial chiquillería, que invadía las calles para
recabar el tradicional aguinaldo y, por supuesto, para jugar con la nieve. El pueblo
parecía una sábana recién acabada de lavar. Chupones de hielo, aguzados como
lanzas, colgaban de los aleros y los canalones. La tierra sumida en un sueño de
pureza, en una dulce ilusión de inocencia… No, lágrimas; quedaos en vuestro
sitio. El dolor añejo no merece vuestra presencia… que ya va para ocho años.
«Decías
que yo te gustaba mucho cuando me pediste salir. Yo te ofrecí desde el
principio mi corazón. Y tú aceptaste no hacer cierta cosa hasta que pasáramos por el altar. ¿Qué quieres que le
haga? Así soy, así me educaron… Y ahora tú me dejas tirada como un trapo,
cuando ya estábamos a punto de unir nuestras vidas… ¿En qué te he desagradado?
¿Es que me he vuelto más fea?»
«Te
he dicho hasta la saciedad que la belleza física no lo es todo. Mírate a los
ojos; no hay nada en el fondo de ellos; son ojos bonitos pero bobalicones. Yo,
siendo culto, ¿qué iba a hacer contigo? Aunque te pese, hay una barrera que nos
separa…»
Barrera
era ese cristal frío como el hielo. Barrera que no había de volver a ser
traspasada por ninguna ilusión de afuera.
Su
madre se hacía cruces desde que vivía confinada en la alcoba nupcial; se
quejaba de que apenas la ayudaba en las faenas de casa.
«Hija
mía, me ves echando la lengua y ni te inmutas. Te quedas encerrada en la
habitación como una reclusa. La gente no habla bien de ti, ¿lo sabías?... De
seguir así, más te valdría hacerte monja. Cuando aquello, tus amigas quisieron ayudarte a superar el bache. Tú las
despachaste con cajas destempladas. Ahora ya ni me preguntan por ti cuando me
las encuentro en la calle…»
Es
costoso tomarle afición al silencio; mas cuando se le toma, más costoso es
prescindir de él. Las campanas tocando a rebato, anunciando la víspera de la
Navidad. El cielo despuntado de todos los matices del blanco y del azul. Afuera
haría un frío de apretarse los dientes. En la acera de enfrente acababa de
resbalar un niño con la nieve, en el mismo sitio en que vio a la flor marchita
de su amor tres veces después de todo aquello. Tres veces que llenaron su vida
de dulces cadencias, haciendo más soportable su enclaustramiento voluntario. La
tercera vez se le vio pasar llevando a otra del brazo; y en ningún momento
dirigió su vista a la ventana guarnecida de flores de geranio.
«Ésa
ha sabido engatusarle —le comentaba su madre tiempo atrás—. Tiene la carrera de
magisterio, ¿lo sabías? Dicen que es una superdotada, y guapa por añadidura.
¡Qué vergüenza! ¡Qué desfachatez! Pasearse por aquí. Como llevar la soga a casa
del ahorcado…»
Pobre
mantelería, que nunca vería la luz como ella quiso. Pobres reformas al piso de
arriba; ni matrimonio ni frutos del matrimonio lo habitarían. Una rosa
arrancada del rosal; en cuanto se marchitara nada quedaría. ¡Oh, la nieve
cayendo ahora! Nieve vertical, volviendo la blancura a la calzada. Las campanas
se silenciaron, pero sus vibraciones aún poblaban el aire. ¿Acaso la incultura
no siente?
La
voz de padre siete años atrás: «¡Tonta! ¿Por qué te encierras? ¡Vamos y plántale
cara a la situación! Sal a las discotecas, y busca un hombre que te convenga. Ese
quiquilicuatre de maestro de música no te venía al pelo. ¿Qué se habrá creído? Hija,
sólo se vive una vez. No acabes tu juventud entre estas cuatro paredes. Sal al
mundo de afuera y con valor. Por un fracaso sentimental la vida no se termina…»
El
pájaro cautivo llega un momento en que pierde la facultad y el deseo de
remontar el vuelo. La vida le parece más hermosa e idílica tras los barrotes de
su prisión; arrebatadle de ésta y el pánico ante lo desconocido se apoderará de
él. Ella no deseaba más cosa que esa ventana al mundo y esa alcoba donde su
dicha estuvo tan a pique de hallar consumación. Un rectángulo de celaje siempre
mudable; unas maceteras ostentando lujuriantes florecillas, adonde las abejas
acudían a libar por primavera; escuadrones de vencejos y golondrinas en los
atardeceres caniculares; las brumas doradas del otoño y el melancólico redoble
de las campanas cuando alguien pasaba a mejor existencia. ¿Qué más necesitaba? Desde
esa florecida ventana el mundo caía bajo sus dominios. Un mundo que no admitía
novedad. Una tarde consagrada a contemplar las ramificaciones que la lluvia
trazaba en el cristal de la ventana. No había mayor felicidad que ver una alba
mariposa rondar las flores de los geranios, un luminoso y fragante mediodía del
mes de abril.
«Lo
damos todo por imposible, vecina. Su padre y yo lo hemos intentado todo por que
salga a flote. Apenas si habla. Al mirar por la ventana pone los ojos como las lechuzas.
Una hija que estuvo compuesta y sin novio, ¿quién podrá volverla como antes? Hasta
ha perdido el talento de la aguja, y ya ni tan siquiera habla como las
personas. ¡Bien contento podrá estar ese maestrucho! Él, mal que bien, ha
rehecho su vida, ha tenido un hijo de esa… En fin, Dios dirá.»
Una
mañana de verano, hacía como seis meses de ello, las campanas doblaron con
desusado estridor. Ella se puso sobre alerta; algo intuía. Y esa misma tarde lo
vio encabezando el cortejo fúnebre, todo él de riguroso luto y llevando de la
mano a una criatura que hacía poco que había empezado a dar sus primeros pasos.
Fue una visión fugaz como un relámpago; al primer golpe de vista no quiso mirar
más. Los días y las noches ya no volvieron a ser los mismos. Como ahorcado al
que aprieta el dogal, como buque en dique seco. ¿De dónde provenía tanto daño?
«Su
mujer tuvo un accidente de coche —se comentaba poco después en la vecindad—,
cuando regresaba del pueblo donde había conseguido plaza como maestra. Apañados
quedan él y la criatura. ¿No le notáis más demacrado? Me ha dicho su madre que
apenas si prueba bocado y que ha perdido el sueño. Ahora se ha volcado por
completo en su hijo; quiere sacarlo adelante…»
Piedad.
No existe piedad para quien no la prodiga. A él poco le importó dejarla en el más
completo ostracismo. No sintió el menor remordimiento al saber que él era el
ladrón de su juventud; que por su causa los ríos transportaron caudales de lágrimas
y la felicidad huyó para siempre de esa solitaria alcoba. Mejores pensamientos
merecían las nieves de ese día que él. Nunca nevaba, y hoy lo había hecho. La novedad.
Un nuevo colorido, un rebrote de esperanza. Llegará la lluvia y el blanco
inmaculado se esfumará; la rutina sentará sus reales de nuevo. La pureza del
exterior confortaba su alma, que nunca tuvo ocasión de impurificarse, que nunca
pudo zambullirse en la vida que tanto esperó. No hay luna sin estrellas, no hay
sol sin juventud.
Esa
misma tarde. La nieve había cuajado en los tejados y en las aceras. En las
alturas se perfilaba una oscuridad lechosa. Su madre, cual tifón de los mares
del Sur, irrumpió en el santuario de su soledad.
—Vete
apañando. Esta noche vamos a ir a la misa del gallo.
Un
atentado contra su soledad. Ya no había calendario que marcara el tiempo que
llevaba sin ausentarse de esas paredes protectoras. La naturaleza había roto
con la rutina mediante esa nevada inesperada. La soledad imita a la naturaleza.
No le dijo que no a su padre.
El
frío recrudeció para medianoche. No se estaba mal en el templo, con la
calefacción a toda mecha. Se sentía atravesada por cientos de miradas; le daba
la sensación de encontrarse de visita en un hospital de leprosos. La multitud
tendía su cerco en torno a ella, y ella conoció el arrepentimiento de haber
roto con su particular clausura.
Finalizado
el oficio religioso, la banda municipal de música atacó una pieza navideña. Él la
dirigía. Sus brazos describían ágiles movimientos frente a la partitura del “Adeste
fideles”. Al lado las figuritas del Nacimiento, rodeadas de miríadas de
lucecitas parpadeantes.
Terminada
la ejecución, volvióse de cara al público para recibir la consabida ovación. Y fue
que sus ojos se congelaron y el semblante se le demudó. ¡Ella aquí!, con su
madre, en un rincón de las atestadas ringleras. La salve de aplausos le
sorprendió presa de un total desconcierto, sin atreverse a realizar el menor
movimiento.
Uno
de los músicos le tuvo que regresar a la realidad.
—Maestro,
agradece los vítores.
Él
saludó a la concurrencia de un modo maquinal y desganado. Sus ojos la fueron
siguiendo mientras salía del templo acompañada de su madre. Luego, cuando la
perdió de vista, encontrados sentimientos de confusión se apoderaron de su ser.
Después de tantos años…, la flor del invernadero, la sonrisa que él aniquiló de
sus labios.
El
tiempo, a partir de entonces, no volvió a ser el mismo. Un rostro lívido de
joven traspasando el umbral de la madurez, clavado como a fuego en su mente. Los
arzollos florecieron en una nube de pétalos de color de rosa, y continuaba
igual de perplejo. Su hijo extrañaba a su madre; él no podía asumir ese papel. Las
vigilias le sorprendían con un nombre en los labios, un nombre humilde que
entrañaba nociones de inocencia. Unos ojos distintos después de ocho años de
separación… Y llegó la añoranza, como el estallido de una tormenta. La vida
suya perdió lo poco que le quedaba de amable, y a partir de entonces todo se
tornó ansiedad, una querencia de volver a retomar el viejo camino abandonado…
Después de ocho largos años.
Tuvo
lugar aquella azul mañana dominical, en que las resedas y los romeros aparecían
por los montes en plena gemación. Tomó de la mano a su hijo, le compró un huevo
de chocolate en el quiosco de la plaza del Ayuntamiento, y se encaminó con él
tan campante hacia allá, hacia la soleada ventana florida. De este modo,
pensaba, lograría conmoverla y hacer que volviera con él. Oh, madrecita en
sueños; te traía un hijo para satisfacer tus ansias de femineidad, para que lo
criaras del modo que mejor estimaras. Estuvieron los dos un rato frente a su
ventana, festoneada por las próvidas maceteras. En los ojos de él había un
ruego implícito, un deseo de rescatar las pretéritas ilusiones del olvido. Esperó
y esperó. Las brasas de la tarde se fueron avivando, y el niño expresaba con
lloriqueos su impaciencia por marcharse de allí.
Un
último rayo de sol brilló en su ventana, antes de quedar sumida en la sombra,
para cuando él percibió que la abrían. No surgió ningún rostro en el marco. Sólo
se precipitó desde ahí el legado de ella, esto es, la mantelería terminada de
bordar tanto tiempo atrás; al colisionar contra el suelo produjo un seco ruido
de plástico viejo.
Aquello
era el último adiós de ella. El maestro de música, siempre llevando de la mano
a su hijo, se acercó donde la mantelería, la tomó del suelo y se la colocó por
debajo de la axila. Había comprendido… Y ya no volvió a vérsele por aquella
parte del pueblo. Afortunadamente, el mundo estaba lleno de mujeres sin
remilgos.
Mientras
hubo flores en el saledizo de su ventana, supimos que ella seguía allí dentro. Después,
al cabo de muchos años, las flores comenzaron a marchitarse por falta de riego.
Así nos enteramos que ella había encontrado otro lugar donde habitar, sin
necesidad de que las campanas nos lo confirmaran.
Aldea del Rey, Ciudad Real
5, 6 y 7 de marzo de 1998
Por Julián Esteban Maestre
Zapata (el jardinero de las nubes)
2 comentarios:
Una vez tuve un sueño hermoso... Me identifiqué con tu relato, aunque espero no tener que pasar por las mismas cosas que ella (el personaje) ... quiero decir, no morir asi tan triste y sola. De todas manera cumpliste con la primordial labor de un escritor... llegar con tu escrito a la profundidad del Corazon. Un beso.
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