Ese
verano transcurrió de un modo muy irregular desde el punto de vista climático.
El mes de julio estuvo deslucido con continuos chubascos que desbordaron
torrentes y arroyos. En la casa solariega aparecieron numerosas goteras, y
Barbin tuvo que disponer varios cambios de dormitorios, considerando
especialmente el delicado estado de salud que mostraba su hija desde el
percance en el mar.
En
contraposición, el mes de agosto vino acompañado de temperaturas tórridas y
cielos incandescentes. El aire, en las zonas centrales del día, semejaba la
boca de un horno; era imposible aguantar tanto calor y humedad. Por
consiguiente, Barbin dio su autorización a madame Grinard para que acompañara a
su hija, que había mejorado ostensiblemente, a dar frecuentes y largos paseos
por el bosque, donde la hierba crecía verde y las sombras de las hojas eran
frescas y abundantes.
—Esta
noche habrá luna llena —dijo Alphonsine cierta mañana, con la alegría reflejada
en la mirada—. La luna se verá más grande que en ningún otro mes del
calendario. Madame Grinard me lo ha dicho.
A
Barbin le alegraba la vida ver a su hija tan jovial y con las mejillas
impregnadas de un sano rosicler. Ante esto, no podía haber lugar para malos
pensamientos o funestos augurios. Incluso, vista desde otro ángulo, madame
Grinard era una mujer tentadora, muy atractiva en diversos aspectos.
—Monsieur, hará una tarde muy dulce para
un paseo —lo interpeló ella—. ¿Nos permitirá salir a Alphonsine y a mí hasta la
hilera de árboles que confina los acantilados?
Barbin
frunció los labios y apartó a un lado el periódico que estaba leyendo.
—Me
gustaría acompañarlas.
Madame
Grinard torció el gesto por una fracción de segundo. Parecía como si las
palabras no pudieran auxiliarla.
—Quizá
se aburra con nuestros juegos y ocurrencias infantiles —dijo por último, en
tanto que una transparencia extraña oscilaba en sus pupilas.
—Aun
así, nada me agradaría más —insistió Barbin, poniéndose en pie.
La
mañana aún no había terminado. Se acordó emprender el paseo justo después de
comer. Barbin se puso a ojear los libros que había en el armario de la
biblioteca. Había muchos volúmenes que resultaban desconocidos para él. En
concreto, le atrajo la atención uno encuadernado en tafilete, titulado “Las
brujas de Bretaña”, de Jacques Bourdain. Su publicación era relativamente
reciente, apenas si se remontaba a medio siglo atrás. Sin duda, debió
adquirirlo su madre, que era una mujer muy dada a las lecturas exóticas. Estaba
ilustrado con grabados inquietantes, como extraídos de un grimorio del siglo
XIV. Aquelarres, posesiones de íncubos y súcubos, cabezas de machos cabríos con
cuerpos de mujer, estriges, serpientes bicéfalas, vespertilios. Barbin
experimentaba escalofríos a la vista de tan horripilantes imágenes. Le parecía
inverosímil que semejante bestiario se refiriese a las mismas tierras en las
que se asentaba la casa solariega. Sus ojos se detuvieron en un capítulo en
particular, cuyo encabezamiento rezaba lo siguiente:
EL EXTRAÑO CASO DE LA BRUJA DEL
BOSQUE DE LA SANDRAIE
En el año de Redención de
1614 se tuvo noticia de que la condesa de Clermont-Berency, insatisfecha de la
vida que le hacía llevar su marido, un amante a ultranza de la caza y las
francachelas, vendió su alma a Satanás. La posesión infernal se verificó en el
bosque de la Sandraie, que siempre había tenido fama de lugar lúgubre y plagado
de misterios. La condesa no regresó al lado de su marido, y Satanás hizo de
ella la favorita de su harén de brujas. La tradición sostiene que se vale de la
mandrágora para acechar a las gentes del lugar… Desconfiad, pues, de las
mandrágoras que os encontréis en los bosques solitarios de Bretaña. Podrían
raptar la luna, pueden robaros el alma…
A
Barbin se le cayó el libro de las manos. Su mente acababa de hacer una
alarmante cadena de asociaciones. La mandrágora, la cueva, las sospechas del
marinero muerto. Madame Grinard y sus reservas.
—¡Ella!
Abandonó
la biblioteca como si de un bólido se tratara. Necesitaba apretar a Alphonsine
contra su pecho, protegerla, alejarla de nefastas influencias.
—¡Madame
Grinard!
Presa
de un sobresalto insoportable, recorrió todas las estancias de la casa. Ellas
no estaban allí. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo, por Dios? ¡El maleficio de
la mandrágora!
—¡La
cueva!
¿Dónde
si no podrían haber ido? Barbin empezaba a calibrar en su justa proporción el
peligro a que su hija se veía expuesta. ¡Demonios! ¿Cómo pudieron habérsele
escapado tantos detalles?
El
bosque aparecía radiante con sus más ostentosas galas veraniegas. Barbin
esperaba dar con la boca de la cueva, pero la memoria le estaba jugando una
mala pasada. Los bosques de Bretaña eran lugares a propósito para extraviarse.
Erraba
de un lado para otro. Diez veces creyó reconocer la entrada de la caverna por
entre las espesuras de los árboles. Gritó de desesperación al comprobar que sus
pesquisas no estaban dando el resultado esperado. Lo dominó la angustia
inexplicable de haber perdido a su hija. Sentía que una niebla de locura
enturbiaba sus pensamientos. Imploró a Dios como último recurso. Aunque nunca
hubiese destacado por ser un fervoroso creyente, quería aferrarse a la
esperanza de que una oración expresada con sinceridad de corazón, llegaría a
alguna parte.
En
el último paroxismo de la desesperación, dio por fin con el lugar al que sus
ansias le empujaban. No podía envanecerse de poseer unos óptimos conocimientos
de botánica, pero el corazón se le aligeró al reconocer la barrera de matorral
que tapaba la entrada de la cueva. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no
prorrumpir en voces que pudieran delatarle al reclamar la presencia de su hija,
y de esta manera se obligó a hacer uso del mayor sigilo y astucia.
Enseguida
le envolvió la penumbra de los lugares escondidos en el interior de la Tierra.
Su respiración se tornó acezante. Un olor pútrido, malsano, como a savia mezclada
con humus cenagoso, asaltó sus fosas nasales. El miedo era una evidencia en su
espíritu, pero al mismo sobrepujó el deseo de reencontrarse con su hija.
Le
dio la impresión de que la cueva resultaba más extensa que la última vez que la
visitara. Además había giros y revueltas en las galerías que hubiera asegurado
que antes no estaban, uniendo a todo ello el hecho de que enfilaba un trayecto
en marcado descenso. Ya empezaba a dudar de que se encontrara en la cueva de la
anterior vez.
El
olor a podredumbre y humedad vegetal se volvía cada vez más acusado, como si se
estuviera adentrando en un invernadero en el interior de la Tierra. No le
resultaba desconocido ese olor, y, sin explicarse el motivo, le estaba poniendo
el vello de punta.
De
repente, sus ojos distinguieron un halo luminoso al final de un largo corredor.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
1 comentario:
Impaciente por continuar leyendo,
No tardes mucho.
Mayte
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