El
islote Anunciación se encontraba a unas veinte millas mar adentro, en la
dirección en la que soplaba el viento del suroeste. Se trataba de un pedazo de
roca plantado en medio del océano, donde los cormoranes, los alcatraces, los
piqueros, los petreles, los sardillos y las gaviotas estacionaban de sus vuelos
al continente. Tenía practicada una cavidad en los peñascos, que podía ofrecer
alojamiento a un náufrago ocasional, y asimismo, en el lado que miraba al filo
costero de California, un encajonado ancón podía servir de varadero a una embarcación
de dimensiones regulares. Las lluvias aseguraban una discreta reserva de agua
dulce en las concavidades de los peñascos más altos, a los que raramente accedían
las olas de la mar arbolada.
En
el islote Anunciación era donde Jeremías Sandoval convertía ocasionalmente su
propensión a la soledad en aislamiento de eremita. La desesperación le había
conducido allí. Tenía el corazón encogido en el pecho desde que Rebeca le diera
calabazas. Y al final, pese a sus esfuerzos iniciales por hacerse digno de
ella, había decidido alejarse, poner mar de por medio. No quería tener cerca a
la gente ni saber nada del mundo que tan alevosamente lo segregaba como si
fuera un paria de las leproserías. Con un pedazo de pescado en salazón, algunos
huevos de gaviota y un sorbo de agua de cuando en cuando, le bastaba para
subvenir a sus necesidades alimenticias. Llevaba varias semanas residiendo en
el islote Anunciación, sin pensar en emprender el retorno a San Juan
Capistrano. Los días eran cálidos, pero por la noche el aire refrescaba, y
dentro de la cueva Jem se valía de su vieja frazada de marinero para no pescar
un enfriamiento.
No
quería ver a nadie ni evocar ningún rostro humano, pero de sus labios, en los
momentos en que sus pensamientos se apaciguaban, resbalaba muy frecuentemente
el nombre de Rebeca. Algunas espumas de las olas figuraban siluetas femeninas,
y él les asignaba el parecido con Rebeca. El cielo era azul porque así convenía
para realzar la belleza de Rebeca, y las brisas interpretaban endechas a su
ausencia. No podía apartarla de sus recuerdos. Su aislamiento le acercaba más a
ella, cuando hubiera preferido el efecto contrario. Rebeca constituía la
dulzura de sus pensamientos solitarios.
Era
un desatino pretender una estancia prolongada en el islote Anunciación. Allí no
abundaban por cierto las comodidades, y se imponía plantearse el regreso a San
Juan Capistrano.
Una
buena mañana, cuando ya había cesado el efecto contrario de la brisa nocturna,
sacó la barca del ancón, aparejó y enfiló la proa hacia San Juan Capistrano. La
vela se infló hasta el último extremo de su resistencia, y la barca orzó
abriendo una brecha de espuma en la uniformidad del todavía estival océano. Al
cabo de una hora, avistó a sotavento el perfil dentado de la isla de Santa Catalina;
manteniendo el rumbo, antes de que acabara la mañana, rendiría singladura en
San Juan Capistrano. Las aves marinas, que no paraban de graznar, semejaban una
escolta de la barca en los aires, apenas transitados por leves filamentos de
nubes.
El
sol iluminó en la lejanía las casas blancas de San Juan Capistrano. Después de
todo ese tiempo haciendo vida de ermitaño, Jem notó que el pecho se le
ensanchaba. Estaba deseando saber de Rebeca, aunque fuera a través de otras
personas; principalmente, tenía intención de preguntarle a Hugh Carter, quien
gustoso le daría cuanto informe le pidiera.
Al
punto del mediodía, la barca fondeó en el muelle. Nadie de los que había cerca
recibió a Jem con buenos ojos; pero él hizo caso omiso de esos gestos
desabridos; con el tiempo se había acomodado a la idea de que sólo son
importantes las opiniones de las personas que le tributaban algún afecto, que
al fin y al cabo eran más bien escasas. Sin embargo, se atrevería a afirmar que
ahora le estaban mirando con más saña y descaro que de ordinario. ¿Tan mala
impresión había causado su escapada de tantos días? Cierto era que su estado de
aseo, con la ropa maloliente y el rostro devorado por una barba descuidada y
glutinosa, predisponía a arrugar la nariz a su paso. Pero el rencor que
percibía en las miradas de en derredor no era como para echarlo en saco roto.
–¿Qué
me miran, demonios? –barbotó cuando se dio cuenta de que todos le flechaban con
la vista al unísono.
Decidió,
en consecuencia, ir a hablar con Hugh, sin previamente darse un baño o mudarse
de ropa. Tal vez Hugh pudiera despejarle la intriga que le consumía.
Le
causó una extrañeza sin cuento apreciar la pintada tan obscena en la superficie
principal del diner. ¿Un burdel? ¡Vamos, por Dios! Seguidamente, su extrañeza
alcanzó mayor grado al apercibirse de que sólo había dos clientes, teniendo
además en cuenta que ya era la hora del almuerzo. Enseguida se topó con el
dueño, parapetado tras la barra.
–Hugh,
¿qué ha pasado? –le preguntó sin entrar en preámbulos–. ¿Por qué hay tan poca
gente aquí? ¿Y esa pintada?
–Ya
ves, el infierno nos ha visitado –respondió Hugh con amarga sonrisa–. ¿Y tú de
dónde sales? Pareces un nazareno con esas barbazas.
–Estuve
solo… un tiempo. Explícame, por favor, qué es lo que ha pasado aquí. ¿Y dónde
está Rebeca?
–¿De
veras quieres saberlo?
–¡Cuéntame,
por favor!
Conforme
iba enterándose del asunto, Jem pudo comprobar que su capacidad de asombro aún
no había rozado sus límites. ¿Rebeca una actriz porno, despreciada por todos?
Se le erizaba el vello sólo de imaginarlo.
–¡Ya
sé lo suficiente! –declaró en un instante dado.
–¿Qué
vas a hacer? –preguntó Hugh, con una tristeza velada.
–No
lo sé. La gente me va a despreciar aún más por relacionarme con ella. Yo vivo
aquí, y entiendo que la convivencia va a ser verdaderamente difícil. Quizá hasta
tenga dificultades para vender mis pescados. Aun así, me quedaré en este lugar,
pase lo que pase. ¿Sabes lo que se me ocurre ahora, Hugh? Se me ocurre ir a
afeitarme y lavarme el cuerpo a conciencia. Me pondré una blusa limpia, una
muda en condiciones y me cambiaré de pantalón. Me daré también una rociada de
agua de colonia. Tengo muchas cosas que hacer bien.
Hugh
no respondió. Con el dorso de la mano se tapó el ojo izquierdo; parecía que el
lagrimal de este lado comenzaba a traicionar sus emociones.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
Me gusta, se refleja parte de un amor buscado, el amor sincero es dificil de encontrar cuando se quiere amar con todo el corazón poniendo toda el alma en ello, y cuando se encuentra, surgen obstaculos. Un beso.
Este comentario era para el reciente escrito de ésta historia lo siento. Para cap.Vlll
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