lunes, 8 de junio de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (VIII) - Lo que el hombre intenta separar


Era domingo, y aún faltaba una hora para que las campanas anunciaran el oficio de la misa. Arthur Seygfried estaba sentado en uno de los bancos delanteros de la iglesia, preparando entre libros y papeles el sermón que iba a pronunciar ese día. El lugar estaba en uno de esos momentos en los que la atmósfera era especialmente grata y benévola. Un titilar de velas creaba una claridad especialmente propicia para que la imaginación se adentrara en las cuestiones piadosas.
El párroco leía del misal de tapas desgastadas, adaptando sus reflexiones a lo que la jerarquía esperaba de su ministerio. En conclusión, el catecismo era más valioso que los textos sagrados, eso había que dejarlo bien sentado; los doctores de la Iglesia ya se habían devanado los sesos para soslayar los argumentos espinosos. Él era un humilde pastor, y como tal debía velar por que no se descarriase la grey confiada a su cargo. Así era y así seguiría siendo.
–Padre, vengo a pedirle que me una en matrimonio con la persona que yo amo.
El misal voló por los aires. El sacerdote hubiera caído hacia atrás de no ser por el respaldo del banco. La bilis tiñó de amarillo la blancura de sus ojos. Se preciaba de poseer un buen oído, pero en esta ocasión no había notado el acercamiento de la persona que ahora tenía a su lado. El sobresalto había sido rotundo. Levantó la cabeza, orientó su mirada y…
Se trataba de Jeremías Sandoval. 
–¿Qué haces aquí? –preguntó con la furia invadiéndole las pupilas.
–Hago lo que quizá no debería hacer –respondió Jem–, pero me veo en la necesidad de hacerlo.
–¡Habla claro!
–Me quiero casar con una mujer, y es usted quien debe unirnos en santo matrimonio.
–¿Casarte? ¿Tú?
–El mismo –dijo Jem con audaz determinación.
–¿Y con quién te quieres casar?
–Usted la conoce muy bien. Me quiero casar con Rebeca Evigan.
–Con Solange Reyes, querrás decir.
–No me importa el nombre que utilice. La amo a ella sin más.
–¡Esa mujer es una prostituta!
–No creo que esté en lo cierto, mister Seygfried.
–Lo estoy. Ella se acuesta con cientos de hombres, faltando a la pureza que se espera de una perfecta cristiana.
–Ella va a ser mi mujer, y sólo se acostará conmigo.
El brillo de los cirios alumbró el silencio que se estableció a continuación. La imagen del Cristo del altar pareció proyectar un aura sobrenatural a la escena que se estaba verificando dentro de la iglesia. Las coloridas vidrieras fueron recorridas por sombras de pájaros en vuelo. El párroco se ofuscó; no podía recordar que Dios estaba en todas partes, incluso en el interior de las almas manchadas por el pecado.
–Vosotros no podéis casaros.
–¿Qué lo impide, mister Seygfried? Con que nos amemos es suficiente.
–No seré yo quien os case.
–Eso ya es distinto. ¿Puedo saber el motivo?
El párroco esbozó con los labios una mueca de desprecio, y acto seguido dijo:
–Mírate a ti, mírala a ella. Un pescador de dudosa reputación, una mujer que comercia con su cuerpo. ¿Qué más motivos necesitas?
–Yo no sé mucho de religión, pero sé que el apóstol Pedro era pescador y María Magdalena prostituta. Eso no impidió que Jesucristo los amara mucho.
–¡Fuera de mi iglesia!
Jem se puso resignadamente en pie, y, antes de dirigirse a la salida, dijo:
–Dice usted bien: es su iglesia, no la mía ni la de los que no piensan como usted. Adiós, mister Seygfried, que le vaya bien.
Haciendo gala de un orgullo que le llenaba de energía, Jem enfiló la nave del templo hacia la salida. Sentía el tibio consuelo de aquél que ya tiene poco que perder porque todo le ha sido negado. Estaba convencido de que el amor es más grande que la opinión de los hombres. Si no le permitían casarse con la mujer de la que estaba enamorado, no por ello iba a dejar de reverenciarla como la esposa de su corazón.
Salió a la portada de la iglesia. El aire estaba saturado de dulces efluvios y alas de gorriones. El verano tocaba a su fin, las golondrinas ya hacía tiempo que habían migrado a sus perdederos de invierno. Una vez más, igual que en ocasiones anteriores, Jem sintió que se le ensanchaba el pecho a la vista del cielo de este hermoso pueblo costero. Estaba dispuesto a luchar denodadamente con tal de que su derecho a la felicidad quedase firmemente establecido.
Detrás quedaba la insufrible tristeza, la parroquia que les segregaba a Rebeca y a él, no por mandato divino, antes bien por la intolerancia y la tendencia a imponer a los demás las cargas que nosotros mismos no estamos dispuestos a soportar.
Jem siguió caminando. Bien pensado, no era mucho lo que había perdido. Seguía teniendo su barca, la libertad de los océanos, los atardeceres profundos de San Juan Capistrano… y ahora el corazón de la mujer que amaba hasta el éxtasis.
A su encuentro iba.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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1 comentario:

Anónimo dijo...

tienes esa facilidad para capturar al lector y hacerlo presenciar las imágenes de tu relato. La narración en si,es exelente, demuestra mucho de la sinceridad de darce y darle una segunda oportunidad y amarse sinceramente como debe ser. Besitos