Era
domingo, y aún faltaba una hora para que las campanas anunciaran el oficio de
la misa. Arthur Seygfried estaba sentado en uno de los bancos delanteros de la
iglesia, preparando entre libros y papeles el sermón que iba a pronunciar ese
día. El lugar estaba en uno de esos momentos en los que la atmósfera era
especialmente grata y benévola. Un titilar de velas creaba una claridad
especialmente propicia para que la imaginación se adentrara en las cuestiones
piadosas.
El
párroco leía del misal de tapas desgastadas, adaptando sus reflexiones a lo que
la jerarquía esperaba de su ministerio. En conclusión, el catecismo era más
valioso que los textos sagrados, eso había que dejarlo bien sentado; los
doctores de la Iglesia ya se habían devanado los sesos para soslayar los
argumentos espinosos. Él era un humilde pastor, y como tal debía velar por que
no se descarriase la grey confiada a su cargo. Así era y así seguiría siendo.
–Padre,
vengo a pedirle que me una en matrimonio con la persona que yo amo.
El
misal voló por los aires. El sacerdote hubiera caído hacia atrás de no ser por
el respaldo del banco. La bilis tiñó de amarillo la blancura de sus ojos. Se
preciaba de poseer un buen oído, pero en esta ocasión no había notado el acercamiento
de la persona que ahora tenía a su lado. El sobresalto había sido rotundo.
Levantó la cabeza, orientó su mirada y…
Se
trataba de Jeremías Sandoval.
–¿Qué
haces aquí? –preguntó con la furia invadiéndole las pupilas.
–Hago
lo que quizá no debería hacer –respondió Jem–, pero me veo en la necesidad de
hacerlo.
–¡Habla
claro!
–Me
quiero casar con una mujer, y es usted quien debe unirnos en santo matrimonio.
–¿Casarte?
¿Tú?
–El
mismo –dijo Jem con audaz determinación.
–¿Y
con quién te quieres casar?
–Usted
la conoce muy bien. Me quiero casar con Rebeca Evigan.
–Con
Solange Reyes, querrás decir.
–No
me importa el nombre que utilice. La amo a ella sin más.
–¡Esa
mujer es una prostituta!
–No
creo que esté en lo cierto, mister Seygfried.
–Lo
estoy. Ella se acuesta con cientos de hombres, faltando a la pureza que se
espera de una perfecta cristiana.
–Ella
va a ser mi mujer, y sólo se acostará conmigo.
El
brillo de los cirios alumbró el silencio que se estableció a continuación. La
imagen del Cristo del altar pareció proyectar un aura sobrenatural a la escena
que se estaba verificando dentro de la iglesia. Las coloridas vidrieras fueron
recorridas por sombras de pájaros en vuelo. El párroco se ofuscó; no podía
recordar que Dios estaba en todas partes, incluso en el interior de las almas
manchadas por el pecado.
–Vosotros
no podéis casaros.
–¿Qué
lo impide, mister Seygfried? Con que nos amemos es suficiente.
–No
seré yo quien os case.
–Eso
ya es distinto. ¿Puedo saber el motivo?
El
párroco esbozó con los labios una mueca de desprecio, y acto seguido dijo:
–Mírate
a ti, mírala a ella. Un pescador de dudosa reputación, una mujer que comercia
con su cuerpo. ¿Qué más motivos necesitas?
–Yo
no sé mucho de religión, pero sé que el apóstol Pedro era pescador y María
Magdalena prostituta. Eso no impidió que Jesucristo los amara mucho.
–¡Fuera
de mi iglesia!
Jem
se puso resignadamente en pie, y, antes de dirigirse a la salida, dijo:
–Dice
usted bien: es su iglesia, no la mía
ni la de los que no piensan como usted. Adiós, mister Seygfried, que le vaya
bien.
Haciendo
gala de un orgullo que le llenaba de energía, Jem enfiló la nave del templo
hacia la salida. Sentía el tibio consuelo de aquél que ya tiene poco que perder
porque todo le ha sido negado. Estaba convencido de que el amor es más grande
que la opinión de los hombres. Si no le permitían casarse con la mujer de la
que estaba enamorado, no por ello iba a dejar de reverenciarla como la esposa
de su corazón.
Salió
a la portada de la iglesia. El aire estaba saturado de dulces efluvios y alas
de gorriones. El verano tocaba a su fin, las golondrinas ya hacía tiempo que
habían migrado a sus perdederos de invierno. Una vez más, igual que en
ocasiones anteriores, Jem sintió que se le ensanchaba el pecho a la vista del
cielo de este hermoso pueblo costero. Estaba dispuesto a luchar denodadamente
con tal de que su derecho a la felicidad quedase firmemente establecido.
Detrás
quedaba la insufrible tristeza, la parroquia que les segregaba a Rebeca y a él,
no por mandato divino, antes bien por la intolerancia y la tendencia a imponer
a los demás las cargas que nosotros mismos no estamos dispuestos a soportar.
Jem
siguió caminando. Bien pensado, no era mucho lo que había perdido. Seguía
teniendo su barca, la libertad de los océanos, los atardeceres profundos de San
Juan Capistrano… y ahora el corazón de la mujer que amaba hasta el éxtasis.
A
su encuentro iba.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
1 comentario:
tienes esa facilidad para capturar al lector y hacerlo presenciar las imágenes de tu relato. La narración en si,es exelente, demuestra mucho de la sinceridad de darce y darle una segunda oportunidad y amarse sinceramente como debe ser. Besitos
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