miércoles, 13 de julio de 2016

Las desavenencias literarias de Sebastián Argote y Cencibel (IV) - EMIGRADO, SIN MÁS REMEDIO

   

Después de un tiempo, me hice demasiado conocido en Toledo. Ya no había quien quisiera leer mis libros. Bueno, de peras a higos algún incauto se atrevía a comprarme alguno de mis polvorientos tomos, lo hojeaba, atendía con pocas ganas a mi discurso y se iba como la luz del atardecer, privándome de la opinión y la posible alabanza… Dejé la lengua quieta y la pluma seca.
Un sábado en que azotaba un ventarrón cargado de fúnebres presagios, coloqué un nuevo cartel junto al montón de mis libros. Así decía:

Si te gusta la lectura y no tienes posibles, llévate un libro gratis.

Y ni por ésas. Ni regalados querían mis libros. No volví a cargar de tinta el depósito de mi pluma. Me fui de la plaza de la Catedral con la amarga sensación de que había gastado mi vida en quimeras irreverentes. Más me hubiera valido seguir de pincha y no haberme creído más especial o iluminado que el resto de mis congéneres.
Arrinconé mis libros en el trastero de mi casa, y llevé mi carrito a un punto limpio. Me sentí libre y aliviado de pasadas pesadumbres. Me miré otra vez al espejo, y acepté lo que vi… Esa noche prescindí de las birras.
***
 Lo malo de vivir en capitales pequeñas es que como te destaques un poco, te acaban poniendo el sambenito y en la mayoría de los casos pasan de ti como de comer mierda.
Me fui de Toledo, no sin algún sentimiento, pues había sido mi ciudad por espacio de diez años. Tiré hacia el norte, tan sólo unos setenta kilómetros, ya que Madrid reunía todo lo que en aquel momento apetecía.
Alquilé un bajo lleno de humedades cerca de la barriada de Pan Bendito, y di en buscar un medio para reponer las pelas que aceleradamente se me iban agotando.
A mi edad es casi imposible que te den trabajo, por lo que se me ocurrió bajar a los vagones del Metro, a semejanza de como otros hacían. Me inventé un melodrama con que aderezar mi vida y desperté no pocas conmociones entre los pasajeros. Total, que me llovieron los euros suficientes para comer y cenar en El Brillante, con el debido acompañamiento de birras fresquitas. Pero no, esta vez fui prudente y todo lo que conseguía lo invertía de la manera que me dictaba mi inteligencia. Al final, haber escrito tantas historias me había tenido que servir para algo… Bueno, en uno de mis monólogos metropolitanos, un pibe inválido me encajó un garrotazo en las corvas, aduciendo que mi desenfrenada verborrea le ocasionaba migrañas… Pero, entre claros y nublados, eché adelante en mi vida.
***
Tras dos meses de una primavera lluviosa en Madrid y un pasar razonable, sentí el anhelo de que mis palabras dieran testimonio de lo tío guay que era. En definitiva, me entraron las ganas de empezar a escribir en la prensa.
Los rotativos de mayor tirada no me hicieron ni puto caso; si acaso, una minúscula parrafada en la sección de “Cartas al Director”. Pero nada, yo buscaba un reconocimiento más directo y satisfactorio.
Tras una inconstante búsqueda, hallé lo que se acomodaba a mis capacidades en una plataforma digital de escaso calado, en la que sin embargo se formaban interesantes foros de comentarios. No la busquéis, ya está desaparecida, y se llamaba “Al día de Madrid”. Allí empecé a hacer críticas de libros que había leído, de otros que nunca leería, a atizar mis furores en contra de los beselers (como yo digo) y a verter alguna que otra opinión referente al panorama político y social.
He de decir que los foreros y comentaristas se cebaron en mí. Me llamaban vago, rancio, fachuzo, ignorante y cuantos términos contiene el más voluminoso diccionario de agravios. Y he de confesar que entré en su juego, para lo cual extremaba mis modos irónicos e insolentes… Total, que al final me cansé y mandé a tomar por culo el mundo de la llamada prensa seria y digital, por añadidura.
Con lo bueno que es no cortar árboles para fabricar papel, y muchos tontarras afirman que sin publicar en papel un escritor no existe. Y me lo dicen a mí, que tengo libros impresos que me costaron mis buenos cuartos y que ahora sólo sirven para estudiar el proceso de cómo el papel pasa de blanco a amarillo.
¡Cuántas ganas de reír me entran! Con el tiempo he descubierto que el primer mandato del escritor es deberse a sí mismo. Arriado vas como confíes en los gustos y la opinión de los lectores… Más vale pasar hambre con la pluma que escribir toda la vida de rodillas.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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