domingo, 19 de febrero de 2017

Lady Jane (2ª Parte - I): El viaje de cuatro siglos




Recuerdo que cuando empecé a escribir la segunda parte de Lady Jane, en el invierno de 1989, me encontraba muy influido por la lectura del Ulises de James Joyce. Fue un desafío leerme ese libro, y más con los verdes años que yo entonces me gastaba. Mi profesor de Lengua sostenía que era un libro no al alcance de todas las inteligencias, denso y hasta aburrido. A mi me fascinó; gracias a ese texto descubrí que podía existir un cauce de comunicación entre la prosa y la poesía, y que la libertad podía tener las alas abiertas en el mundo literario.
Estas ideas inficionaron de alguna manera mis siguientes escritos, llegando a truncar en ocasiones el discurso narrativo de Lady Jane. 
Ahora se me presentan las opciones de darle un buen afeitado al texto o respetar el delirio creativo del joven que fui. Al final me he decidido por destacar entre cursivas lo que yo ahora, ya cargado de madurez literaria, consideraría superfluo. Pueden prescindir de su lectura o soltar una sonrisa de condescendencia ante las especulaciones románticas de un artista adolescente, que diría el mismo James Joyce.  




Una simpática sonrisa de niño. Un enardecido abrazo de gratitud.
−¡Gracias, muchas gracias, gracias te sean dadas ahora y siempre hasta el final de los tiempos!
Peter lloraba de alegría en mis brazos. ¡Qué poquito cuesta hacer feliz a un alma esperanzada! ¡Qué maravilloso placer se experimenta después de realizar una buena acción a un semejante!
En principio, el gran agradecimiento que el niño sentía hacia mí, me causó una extraña turbación. Raras veces había visto en mi vida a alguien tan satisfecho por mis servicios. Peter fue, y lo seguiría siendo en años sucesivos, el gran artífice de esa sensación de paz surgida en medio de las borrascas de mi vida interior. Aquel abrazo suyo fue como la lava de un volcán, cuyo ígneo fluido representa el combate entre la vida y la muerte, entre el amor y la aversión. ¡Oh!, cuánto daría por volver a ver al joven Peter. Él hizo que renaciesen en mí las ganas de vivir y de volver a sentir la acibarada alegría del amor. Todavía no estoy seguro de si Peter existió en realidad; tal vez fue sólo una imagen onírica, pero estoy seguro de que fue quien me condujo hacia el objeto de una gran veneración pasional y que hoy sólo son cenizas de un poderoso y melancólico amor platónico: la hermosa Jane Grey. ¡Oh!, desconocido lector, no podrías imaginarte lo buena y sencilla de corazón que ella era. Se conmovía por cualquier motivo: por las violetas que la primavera hacía brotar en las grisáceas márgenes del Támesis, por los tiernos cantos de las aves matutinas, por las voces de los niños (aunque ella todavía seguía siendo una niña), por los versos que los poetas cantaron en los comienzos del mundo civilizado. Ella era lady jane, sin más. ¿Por qué tuvo que morir? ¿Por qué me siento tan solo? Cuando la vi por primera vez, comprendí que me sería difícil encontrar mejor objeto de adoración. Quizá me esté adelantando al curso de mi relato; siempre dejé volar mis sentimientos con la pluma. Recibe mi más sincero reconocimiento, mi estimado Peter. ¡Oh, queridos seres! ¿Por qué razón la vida os llevó siempre tan lejos de mi lado? ¡Oh, desesperación!
El que Peter pensase que habíamos viajado casi cuatro siglos en el pasado dio lugar a una escena emotiva. Entonces me hice cuenta del inmenso poder de la imaginación. Peter era el claro exponente de la persona que encuentra su felicidad particular recurriendo al amparo de la fantasía para transformar la realidad en una figuración de ésta más saludable al individuo.
Cuando el alborozo de Peter cesó y pudimos tranquilizarnos lo suficiente, reparé en el broche de cabeza de unicornio. Aquella pausa de silencio constituía la ocasión adecuada para interrogar a mi joven amigo acerca del peculiar adorno que aún conservaba en mi helada mano.
−A propósito, Peter, quería habértelo preguntado antes pero con tus insistencias casi lo olvidé. –Entonces le mostré el broche−. ¿Es tuyo esto? Lo encontré hace unos momentos sobre la mesa y, a pesar de mis vagos conocimientos en joyería, he podido constatar que se trata de una pieza de gran valor.
El niño asintió a mi afirmación. Sus ojos, todavía húmedos, mostraron un destello de inteligencia. ¿Cómo era posible que brillaran de esa forma? Y eso que sus ojos no eran azules ni verdes, sino tan oscuros como una noche sin luna. Más adelante él me dijo que los ojos de lady Jane eran muy verdes; cuando los vi, no pude recuperarme de la impresión que me causaron. En mis sueños todavía hay una luz cegadora de color verde, y entonces, en esos momentos, parece como si ella guiara mi camino. ¡Oh, luz resplandeciente! Eres tú, porque verdes fueron tus ojos, tan verdes como esmeraldas en una jungla de helechos. Antigua amiga, no permitas que el brillo de tus ojos se apague en mis pensamientos.
Peter me pidió el broche y, cuando lo tuvo entre sus dedos, comenzó a acariciarlo con unción y dulzura.
−Sí, este broche –dijo ella− me lo regaló lady Jane una lluviosa mañana de primavera. Habíamos estando jugando y leyendo cuentos desde que levantó el sol. Raúl, tenías que haber visto lo hermosa que estaba cuando la brisa que subía del río refrescaba su rostro y éste se sonrojaba ligeramente.
−Me lo puedo imaginar –dije yo, y creo recordar que experimenté una peregrina sensación de gozo.
−Desde que me regaló el broche, siempre lo he llevado conmigo. Gracias por haberlo encontrado. No me hubiese perdonado el perderlo.
Mi dicha interior se duplicó. Ya no podía dudar de las palabras de Peter. Simplemente me dejé arrastrar por las ondas de su juvenil e inspirado pensamiento.
−¡Bueno! –exclamó Peter−. Creo que ha llegado el momento de volver al lado de lady Jane.
«¡Oh, pensamientos racionales y mundanos! –dije en mi interior−. No aparezcáis todavía. Dejad que me refugie en las palabras de este niño. Entonces es verdad, potencias celestiales: ella existe, la buena y hermosa lady Jane está en el mundo. Felicidad, no me abandones. ¡Qué maravillosos son estos pensamientos! Lady Jane, quiero conocerte.»
Pese a mis poéticas cavilaciones, aún me quedaba un resto de duda acerca de nuestro viaje en el tiempo, por lo que no vacilé en pedir a mi amigo una prueba fehaciente que diese feliz testimonio de nuestra transmigración.
−¡Cómo no! –me respondió él−. No tienes más que abrir la ventana y mirar.
No recuerdo si desperté de mi ensueño y volví a ser invadido por el gran escepticismo que me provocaron las primeras palabras escuchadas en boca de Peter. Lo cierto es que me acerqué a la inmediata ventana, tiré de la falleba, abrí los postigos y una fuerte brisa me golpeó el rostro.
Cuando dirigí la vista al exterior (¡Oh, cielo santo!), aquél no era el Londres que yo conocía, sino la ciudad que debió ser cuatro siglos atrás.
Peter, perdóname si dudé de ti en un principio. ¡Tenías razón! De una forma u otra, habíamos viajado al pasado. Ya no me cupo duda de que todo lo que me dijiste era cierto.
Londres era ahora un amasijo de toscas y austeras construcciones de madera, exceptuando las catedral de San Pablo, la fortaleza de la Torre, la abadía de Westminster y otras casas de la alta nobleza. Nosotros nos encontrábamos en Southwark, entonces una pobre barriada londinense. La gente vestía humildemente (la primera que vi), con jubones y rudimentarios vestidos de lana sin abatanar.
−¿Te convences ahora? –me preguntó Peter un tanto sarcástico.
Pese a la evidencia, aún me resistía a creerlo. Era algo inimaginable, por no decir imposible. En ese momento, creí volverme loco. Presa de una especie de desvarío nervioso, comencé a pasearme de arriba abajo por la estancia. En una de las esquinas había una palangana de agua con una lámina de polvo en su superficie. Sujeto a conatos de desesperación, introduje mis manos en el líquido y humedecí copiosamente mi rostro; esperaba que el agua operase en mí algún efecto favorable. Volví a acercarme a la ventana y me cercioré de que cualquier otro intento referido a despertar de esa especie de sueño sería en vano: el Londres del siglo XVI seguiría siendo el Londres del siglo XVI. Lo mejor que podía hacer era rendirme a la evidencia. ¡Mi compañero y yo habíamos viajado al pasado! Ya no cabía ninguna duda al respecto, y sería vano cualquier otro intento por demostrar lo contrario.
Al parecer, habíamos llegado en un momento crucial de la historia de Inglaterra. La gente iba gritando por las calles: “¡Han detenido a lady Jane!”. La noticia se propagaba con la rapidez de la pólvora. La historia se repetía ante mis ojos.
La muerte de Eduardo fue sentida por el pueblo londinense. Su reinado supuso un alivio tras el caprichoso reinado de su padre, Enrique VIII.
Recurriendo a mis superficiales conocimientos de la historia de Inglaterra, ya sabía que el siguiente paso sería la coronación de Jane Grey y de su consorte Guilford Dudley, quien en un principio no estaba enamorado de ella, ni ella de él. Pero al final sus vidas concluirían en medio de una bonita historia de amor.
(¡Oh, lady Jane! Como te amé entonces, pero, ¡triste de mí!, tu corazón pertenecía a Guildford. Tú le amabas locamente, e imaginé qué hubiera sido de nosotros si te hubiese conocido en otro lugar y en otro tiempo. ¡Qué maravilloso hubiese sido tenerte de compañera! Sin embargo, tú te merecías alguien mejor que yo y encontraste el amor en Guilford. Al final sólo podía pensar en quién era yo frente a tu gloriosa persona, y encontré una única respuesta: nada, nada, nada… tal era yo. ¡Oh, viejo amor de mi vida! Mil imperios conquistaría sólo por volver a verte.)
−Bueno, Raúl –dijo Peter−. Creo que ya hemos estado bastante tiempo aquí. Debemos irnos de inmediato, necesito ver a Lady Jane. La echo tanto de menos…
−De acuerdo, marchemos –dije casi tartamudeando.
Cuando ya estábamos frente a la puerta de la habitación, escuché de nuevo la voz de Peter con tono de mandato:
−¡Espera!
−¿Qué es lo que sucede? –pregunté.
−No pensarás salir afuera vestido de esa forma. Llamarías demasiado la atención.
Peter tenía razón. Casi pude imaginar qué hubiera ocurrido si la gente me hubiese visto con las prendas originarias de mi tiempo. Seguramente me hubiesen confundido con un hechicero, y entonces podría considerarme carne de hoguera.
−¿Qué hacemos entonces? –le hice otra pregunta.
Peter me llevó junto a un vetusto arcón y lo abrió. Empezó a revolver entre un amontonamiento de trastos viejos. Al final encontró lo que buscaba: un arrugado traje de algodón de color almagre, unas desgastadas polainas marrones y una capa de franela roja, en estado más o menos aceptable, que como afuera era invierno me prestaría un servicio inestimable. Completamos el atavío con un sombrero a juego con el traje y, lo que más me llamó la atención, una espada de bien templado acero toledano envuelta en una ajada vaina de cuero.
Una vez mudados mis atavíos, nos dispusimos a abandonar la estancia. Peter cogió el libro de su tío y se lo guardó en una pequeña escarcela junto con el broche de unicornio. Yo me encontraba al colmo de mis emociones. Parecía mentira pero iba a conocer por mis propios ojos una de las etapas cruciales de la historia de Inglaterra, y también era posible que conociera a lady Jane.

CONTINUARÁ…

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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1 comentario:

NinTudo dijo...

Boa noite! me segue que eu sigo de volta no Google+

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