lunes, 1 de mayo de 2017

Lady Jane (3ª Parte - I): Riberas del Támesis



L
a corriente me arrastraba río abajo. La decisión de arrojarme al Támesis para zafarme de mis perseguidores se había saldado con resultados positivos. Sir Herbert y sus secuaces no se vieron con muchos deseos de secundarme, y tan sólo pudieron dirigirme terribles amenazas.
Yo siempre me tuve por buen nadador, y gracias a ello pude alejarme rápidamente, aprovechando el favorable discurso de las aguas. He de señalar que mi nueva impedimenta me dificultó en gran manera el libre ejercicio de la natación; empero, pude encontrar una forma de asumir el control de mi situación. La capa, sobre todo, no me permitía mover las piernas a mi gusto, por lo que uno de mis primeros propósitos fue tratar de quitármela, cosa que al final pude realizar tras no pocos intentos.
Me había alejado ya un buen trecho en el río, cuando tomé la decisión de aproximarme a la orilla izquierda. Después habría de improvisar un plan para reunirme de nuevo con Peter y emprender nuestra empresa de salvar a lady Jane.
Nadando con toda la lentitud que me imponían mis mermadas fuerzas, llegué a tierra. Los álamos proyectaban la imagen de sus ramas sobre la superficie de las aguas. El cielo comenzó a encapotarse de nubes de color pizarra, anunciando la inminencia de un chaparrón. A todo esto, se levantó un helado vientecillo proveniente del Oeste.
Salí del agua y me tumbé sobre un colchón de hojarasca. Toda esa absurda persecución me había dejado completamente agotado, y, en medio de mi cansancio, aprecié con total evidencia la dura realidad de mi situación. ¡Y pensar que al principio me invadieron las dudas sobre mi viaje en el tiempo!... Que se lo dijeran ahora a mi derrengado cuerpo. Para colmo de males, el número de piezas de mi atavío personal se había visto apreciablemente rebajado.
No sólo perdí la espada, sino que también me apercibí de que la capa y el sombrero debieron habérseme extraviado en el río. ¡Pues sí que comenzaba bien la que se me antojaba mi mayor peripecia!
Cuando consideré que había tenido un aceptable descanso, me incorporé y me puse a caminar. Frente a mí se alzaba una fronda casi impenetrable, los matorrales no hacían muy transitable el camino y en más de un momento mis ropas sufrieron el desgarro de las zarzas que crecían a ras del suelo. Aquel solitario paraje estaba ubicado en uno de los más aislados arrabales de Londres, extraños lugares que encerraban un melancólico aire de misterio.
Mi marcha se prolongó diez minutos hasta que vi una humareda de color verde ascendiendo sobre las copas de los árboles.
Resultaba hasta extraordinario hallar indicios de vida teniendo en cuenta lo deshabitado de la zona. Así que me interné entre esas fragosidades y, tras unos minutos de dificultoso caminar, alcancé un ancho calvero.
El suelo mostraba hierba agostada y embarrada y algún que otro tocón podrido. En el centro podía verse una choza de ramas perfectamente ensambladas entre sí. El humo verdoso que había avistado antes salía del interior de la choza.   
Al momento se verificó algo asombroso. Se escuchó una explosión que hizo saltar por los aires la choza, dispersando sus ramas en todas direcciones. Yo, azorado, perdí el equilibrio y caí al suelo. Entonces vi cómo a través del aire se desplazaba una especie de mole hacia mí. En el último segundo esquivé el anunciado choque, y el extraño bulto colisionó con gran estruendo en el suelo. Fijándome con mayor detalle, puede apreciar que se trataba de un hombre rebozado de hollín y barro.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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