miércoles, 1 de julio de 2009

Rasguña las Piedras (XXII): El cuento de Cortázar


NO RECOMIENDO SU LECTURA A MENORES DE 18 AÑOS NI A PERSONAS FÁCILMENTE IMPRESIONABLES

Lo prohibido, lo repudiado, lo condenado ejerce el mayor de los atractivos. Teobaldo Oesterheld conservó junto a sí el libro con ánimo de leer el cuento en cuestión, pues le era francamente desconocido. Apagó su sed en la fuente, se refrescó el rostro, la barba y los cabellos y buscó un lugar tranquilo bajo la sombra de una frondosa jacaranda. Una vez cómodamente instalado en un banco de forja, empezó a leer las páginas despreciadas por el despreciable “Indio”:

Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida…

El primer párrafo del cuento convocó a los restantes. Los haces de las hojas de la jacaranda relumbraban con las llamaradas del sol, manchando las páginas del libro con racimos de verano nostálgico. Teobaldo Oesterheld visualizó un hombre que, burlando los toques de queda, sembraba las paredes de la ciudad de dibujos de tiza. Era la época de las prohibiciones y las condenas, y un buen día, junto a sus dibujos aparecieron otros cuya autoría atribuía a una mujer por sus trazos singulares. Así se desarrolló un idilio entre dos seres que sólo se veían a través de sus respectivas creaciones artísticas. Una noche sorprendieron a la mujer in fraganti, a la cual le aplicaron un terrible escarmiento que presenció de lejos el protagonista de la historia; después se la llevaron en un carro celular. Pasó el tiempo sin que ella apareciera, y un amanecer el artista dibujó en la puerta de un garaje la expresión del amor que su compañera desconocida le inspiraba. Y tuvo respuesta ese hermoso dibujo. Ella, que a la vez era la narradora de la historia, dejó escrito en el último párrafo:

Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.

Teobaldo Oesterheld cerró el libro y lo apretó contra su corazón. Cerró los ojos y se retrepó en el banco, estirando todos sus miembros al unísono. Dejó que el pensamiento vagara en alas del corazón. Él también estaba condenado a seguir viviendo, a seguir en soledad su camino y a perder toda esperanza de reencontrarse con “sus chicos”. Ya no tenía el pedazo de hormigón ni ningún objeto que le atara al pasado (¡si al menos hubiera conservado el crucifijo cuya propiedad atribuía a María Clara!). Estaba con el alma desnuda enfrentando el resto de su vida. El pegajoso calor del verano se volvía terneza en la sombra protectora. Los dedos de sus manos, apoyados en el libro, se accionaban casi involuntariamente. Recordaba a “sus chicos” y sus dedos querían resucitar este recuerdo. Sus labios musitaban con la solemnidad de un rezo:

-Daniel Alberto Racero (18 años), María Claudia Falcone (16 años), María Clara Ciocchini (18 años), “Panchito” López Muntaner (16 años), Claudio de Acha (17 años), Horacio Ungaro (17 años)… Daniel Alberto Racero (18 años), María Claudia Falcone (16 años), María Clara Ciocchini (18 años), “Panchito” López Muntaner (16 años), Claudio de Acha (17 años), Horacio Ungaro (17 años)…

El libro, el cuento de Cortázar, el sueño de un amor ilocalizable, el ansia de continuar la lucha emprendida… ¡Así sería! Teobaldo Oesterheld apeteció la posesión de tizas de colores. Si sus viejas acciones ya no tenían posibilidad de reproducirse, su alma encontraría nuevas acciones para dar salida a sus sentimientos, tanto tiempo amordazados.

CONTINUARÁ…

Ilustración: "Almas gemelas", por cortesía de la pintora argentina Sonia Salazar.

El jardinero de las nubes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso relato el de hoy, y la musica que le aconpaña ya sabes, me tiene fascinada. Hoy me as echo soñar y recordar momentos bonitos.

La ilustración de las almas gemelas es preciosa.

Gracias por ser tan lindo.

Un abrazo, Azul

judith dijo...

de verdad amigo no he leido nada de cortazar y me estoy ilustrando contigo. muy bueno todo tu texto. y veo que le has dedicado mucho a tu blog. se ve muy lindo. te seguire leyendo como de costumbre.