Viendo Jesús que lo rodeaba una multitud de gente, mandó que lo llevaran a la otra orilla. Se le acercó un maestro de la ley y le dijo:
-Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.
Jesús le dijo:
-Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8, 18-20).
Había mucho que visitar, aquella tarde plácida del 23 de julio de 2009, pero me quedé a mitad de camino, en un mirador desde el cual se avistaba el más largo de los puentes de San Vicente de la Barquera. Me senté en un banco que parecía suspendido sobre los tejados de la hermosa villa. Todo el casco urbano descendía a mis ojos como las gradas de un anfiteatro. Había tejas de barro cocido y jardines casi olvidados, donde la hiedra y los rosales veraniegos tejían tramas inextricables. El empedrado de la calle del Padre Antonio estaba barnizado por una reciente llovizna. Dos telescopios turísticos me flanqueaban en mi reposado retiro. Me encontraba cansado por las emociones que me generara la visita a la cueva de “El Soplao”. El mundo se había detenido para mí, en tanto que el crepúsculo se condensaba en un cielo veteado de gris. Un banco sobre los tejados de San Vicente, el olor de la lluvia marina, la claridad de una lámpara surgiendo entre los visillos de una ventana decrépita, las mojadas banderas del inmediato Castillo del Rey (sin viento que las hiciera flamear), la multitud de lenguas que mis oídos reconocían como ajenas a la mía, las olas apagadas de la distante playa, las barcas incrustadas en la silente ría de San Vicente, el reverberar de una campana en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles… Mi mente estaba muda, y más que eso: amordazada.
Un perro ladraba en una azotea que quedaba justo bajo mis pies. Perro negro de orejas gachas, cuyo genoma debía predisponerle a la caza. Ladrada sin malicia, como queriendo alertar mi atención. Me puse de pie sobre el bajo parapeto, y posé en él una mirada indolente. Sus ojos despedían ternura; no era un perro agresivo. ¿Quién te ha confinado en esa azotea solitaria? ¿Quién ha permitido que las hojas de las macetas te salpiquen el hociquillo de gotas de lluvia diferida? Es evidente que me pides socorro, a mí, que ocasionalmente me encuentro en las alturas… Te lo voy a contar.
Llegué y aparqué en el puerto, cerca del edificio de la cofradía de pescadores. Casas humildes me rodeaban. Crucé el Puente de Piedra, que salva la ría pintada de tonos de mercurio. Había algunos veraneantes y me miraban. Así ha sido la vida: siempre acumulando miradas de la gente pero pocas palabras. Enfilé por los soportales de la avenida del Generalísimo. Los restaurantes aparecían vacíos y desolados en aquella hora silenciosa de la tarde. Aromas que en otro momento fueran apetitosos, ahora comenzaban a tornarse mefíticos. De repente, de uno de aquellos establecimientos salió una chica con mandil, portando una caja con botellas de cerveza vacías. Nos miramos; su juventud se confrontó con el tiempo que yo ya llevaba vivido. Ella tenía gafas y sin duda debía estudiar durante el invierno. Sus cabellos flotaban sobre sus hombros como espigas de centeno maduro. En esta ocasión también ocurría: una mirada ausente de palabras y luego la distancia, los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años… Así es como la vida se va agotando; así es como el corazón late sin sentir. La muchacha se metió por el hueco de la puerta de una pensión anexa al restaurante. Cuando llegué a esa altura, sólo vi escaleras y no la vi a ella. Seguí caminando, dejando al lado comercios y sombras grises de la tarde. Comenzaban los empinados escalones de una calle medieval, y me di la media vuelta. No encontré de nuevo a la chica de las gafas. Salí del refugio de los soportales y me sorprendió mi propia soledad y melancolía, bajo la apariencia de un orvallo fresco como el mar Cantábrico. Subí por el empedrado de la calle del Padre Antonio, no quise entrar al Castillo del Rey y paré en este rincón donde nuestras miradas se enfrentan ahora.
Me dejé caer de nuevo sobre el banco. Me tapé los ojos con la mano, y experimenté el silencio de mi propia alma. ¿Así se reza? Expresé el deseo camuflado de sentir que Ángel habría progresado hoy un poquito más. La gente lo mirará y le hablará; seguro que Dios hará que le quepa esa fortuna. Para mí el rezo ya había dejado de ser una cadena de palabras. Ahora el rezo era saberme acompañado por algo que escapaba a mis ojos… Algo que corría por mi propio torrente sanguíneo.
Me causaba una especie de vértigo la sensación de que el silencio interno se fuera adueñando de mí. Ante esto, mis piernas reclamaron movimiento y me arrastraron calle Alta arriba. Deslicé mi mirada por el marco de una ventana vistosamente iluminada. La biblioteca municipal. Olía a libros nuevos y a polvo sumido en el rocío marino. Airosos volúmenes se alzaban en los pulcros mostradores y bellas pinturas de temática marina decoraban los espacios entre estanterías. No había lectores; sólo pude ver a la bibliotecaria. Una muchacha de temprana veintena, que por las trazas hacía una sustitución de verano; quizá una maestra recién titulada, sin inmediatas posibilidades de inserción laboral. Colocaba rimeros de libros y no era consciente de mi mirada de lluvia al otro lado de la ventana. Podría haberle llamado la atención, acaso haber charlado con ella; podría haberlo intentado. ¿Tal vez haber hecho uso de la vanidad para impresionarla, dando pruebas indiscutibles de haberme leído gran parte de los libros que allí tenía?… Sin embargo, tantas lecturas se constituyen en la consecuencia de tanta soledad, y se me hacía abrumadora la perspectiva de arriesgarme a dar explicaciones de mi inusual dedicación a la lectura. Los tiempos debían cambiar, y las piernas seguir su camino. Adiós, silenciosa bibliotecaria, que aún puedes permitirte creer que tu labor entre libros es sólo un trabajo y no la vida entera.
En un santiamén me aupé a la cima de la colina. La oscuridad del cielo goteaba, y tuve que encasquetarme mi gorro de lluvia. Me hallaba en un auténtico recinto medieval. La iglesia de Santa María de los Ángeles levantaba briosa sus bastiones en medio de esas tintas de tarde invernal. Los lienzos de la antigua muralla parecían tiznarse con el chapuzón pluvial, el cual reavivaba los escondidos aromas de las piedras sillares. Los turistas se metían dentro de la iglesia pagando el euro de entrada; yo no les acompañé, no porque hubiera que pagar, sino porque mi alma está del lado de la lluvia por convencida devoción. Desde un terrado contemplé la panorámica de la ría, que al rodear la villa se divide en dos brazos: los ríos “Escudo” y “Gandarillas”. Miré en derredor, y me apercibí que la lluvia me había dejado sin hombros en los que reclinar mi cabeza. Una sorda carcajada se escapó de mis labios: aunque me encontrara rodeado por un ejército de personas, mi temperamento me impediría encontrar hombros para apoyar mi cabeza. Proyecté mi mirada a lo lejos. Era hermosa la apariencia de los coches alumbrados cruzando el puente de “La Maza”, que en su longitud de casi medio kilómetro es sustentado por veintiocho ojos nada menos. El atardecer era una evidencia. Las embarcaciones de recreo ya habían regresado a puerto. El faro de la lejanía pronto comenzaría a repartir sus destellos sobre la emplomada superficie del mar. Yo me encontraba cansado.
La lluvia recrudecía mientras emprendía la bajada por la calle Alta. Hermosa casa-cuartel de la Guardia Civil. Adiós, amiga bibliotecaria. El local de la ONG “Manos Unidas”, sus ventanales chorreantes. Con semejante nublado, no podía arriesgarme a cruzar el Puente de Piedra. Decidí esperar a que escampara bajo los soportales de la avenida del Generalísimo.
Las mesas de los restaurantes ya exhibían hermosos manteles a cuadros. Un camarero colocaba con esmero servilletas y cubiertos. Los faroles creaban un entorno acogedor para la hora de la cena. El aire transportaba una deliciosa fragancia a mejillones al vapor. Volví a ver a la muchacha del mandil. Estaba tras la barra de uno de aquellos establecimientos de restauración. Seccionaba limones con un afilado cuchillo. La miré todo lo que pude, hasta que levantó la cabeza y me miró a su vez. ¿Quise creer que me sonreía? Seguí adelante mi camino hasta la estrecha entrada de un estanco parcamente iluminado. Desde allí examiné el aspecto del cielo. Ya había parado de llover. El color del atardecer viraba hacia los característicos matices cerúleos de las noches nubladas.
Sentí que mis hombros flaqueaban. Me apoyé contra un pilar pulido por el roce de tantas manos. Contemplé la enfermedad de mis brazos. ¿Era conveniente esconder al mundo la vista de este dolor? ¿Dónde estás, lo que quiera que seas: nido o madriguera? Si llueve, la gente no sale; entonces podrás tú salir. Si te rodea la niebla, nadie te verá. Que tus lagrimales no destilen las gotas que el cielo ya se basta a derramar… Cerré los ojos, apretando los párpados. Valentía y no compasión. La vida ya era para ti una prueba de valor, y si habías de vivir sin nido ni madriguera, ¡adelante, inventor de caminos! Levanta los hombros y no escondas tu dolor; deja que sean otros los que se horroricen y se escondan de tu dolor.
La autovía hasta Santander estaba mojada y manchada de reflejos melancólicos, lo mismo que mi alma.
Desde el adarve del Castillo del Rey me viste sentado en el banco del mirador, y te asaltó la idea de hacerme una fotografía contemplando un horizonte que se adentraba más allá de lo visible. “¿Por qué tenías los hombros caídos? ¿Llorabas acaso?”, me preguntaste con posterioridad. “El cielo es el único que llora”, te respondí sin mucho convencimiento. Luego me pediste que os tirara una foto en un bazar de abajo, junto a la figura de una hermosa vaca a tamaño casi natural. “¿Por qué huyes de la cámara?”, me insististe todavía. Entonces lo pensé, y lo dije, olvidando mis propios pensamientos: “Da igual de quién huya. Soy yo quien no quiero huir de vuestro lado”.
-Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.
Jesús le dijo:
-Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8, 18-20).
Había mucho que visitar, aquella tarde plácida del 23 de julio de 2009, pero me quedé a mitad de camino, en un mirador desde el cual se avistaba el más largo de los puentes de San Vicente de la Barquera. Me senté en un banco que parecía suspendido sobre los tejados de la hermosa villa. Todo el casco urbano descendía a mis ojos como las gradas de un anfiteatro. Había tejas de barro cocido y jardines casi olvidados, donde la hiedra y los rosales veraniegos tejían tramas inextricables. El empedrado de la calle del Padre Antonio estaba barnizado por una reciente llovizna. Dos telescopios turísticos me flanqueaban en mi reposado retiro. Me encontraba cansado por las emociones que me generara la visita a la cueva de “El Soplao”. El mundo se había detenido para mí, en tanto que el crepúsculo se condensaba en un cielo veteado de gris. Un banco sobre los tejados de San Vicente, el olor de la lluvia marina, la claridad de una lámpara surgiendo entre los visillos de una ventana decrépita, las mojadas banderas del inmediato Castillo del Rey (sin viento que las hiciera flamear), la multitud de lenguas que mis oídos reconocían como ajenas a la mía, las olas apagadas de la distante playa, las barcas incrustadas en la silente ría de San Vicente, el reverberar de una campana en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles… Mi mente estaba muda, y más que eso: amordazada.
Un perro ladraba en una azotea que quedaba justo bajo mis pies. Perro negro de orejas gachas, cuyo genoma debía predisponerle a la caza. Ladrada sin malicia, como queriendo alertar mi atención. Me puse de pie sobre el bajo parapeto, y posé en él una mirada indolente. Sus ojos despedían ternura; no era un perro agresivo. ¿Quién te ha confinado en esa azotea solitaria? ¿Quién ha permitido que las hojas de las macetas te salpiquen el hociquillo de gotas de lluvia diferida? Es evidente que me pides socorro, a mí, que ocasionalmente me encuentro en las alturas… Te lo voy a contar.
Llegué y aparqué en el puerto, cerca del edificio de la cofradía de pescadores. Casas humildes me rodeaban. Crucé el Puente de Piedra, que salva la ría pintada de tonos de mercurio. Había algunos veraneantes y me miraban. Así ha sido la vida: siempre acumulando miradas de la gente pero pocas palabras. Enfilé por los soportales de la avenida del Generalísimo. Los restaurantes aparecían vacíos y desolados en aquella hora silenciosa de la tarde. Aromas que en otro momento fueran apetitosos, ahora comenzaban a tornarse mefíticos. De repente, de uno de aquellos establecimientos salió una chica con mandil, portando una caja con botellas de cerveza vacías. Nos miramos; su juventud se confrontó con el tiempo que yo ya llevaba vivido. Ella tenía gafas y sin duda debía estudiar durante el invierno. Sus cabellos flotaban sobre sus hombros como espigas de centeno maduro. En esta ocasión también ocurría: una mirada ausente de palabras y luego la distancia, los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años… Así es como la vida se va agotando; así es como el corazón late sin sentir. La muchacha se metió por el hueco de la puerta de una pensión anexa al restaurante. Cuando llegué a esa altura, sólo vi escaleras y no la vi a ella. Seguí caminando, dejando al lado comercios y sombras grises de la tarde. Comenzaban los empinados escalones de una calle medieval, y me di la media vuelta. No encontré de nuevo a la chica de las gafas. Salí del refugio de los soportales y me sorprendió mi propia soledad y melancolía, bajo la apariencia de un orvallo fresco como el mar Cantábrico. Subí por el empedrado de la calle del Padre Antonio, no quise entrar al Castillo del Rey y paré en este rincón donde nuestras miradas se enfrentan ahora.
Me dejé caer de nuevo sobre el banco. Me tapé los ojos con la mano, y experimenté el silencio de mi propia alma. ¿Así se reza? Expresé el deseo camuflado de sentir que Ángel habría progresado hoy un poquito más. La gente lo mirará y le hablará; seguro que Dios hará que le quepa esa fortuna. Para mí el rezo ya había dejado de ser una cadena de palabras. Ahora el rezo era saberme acompañado por algo que escapaba a mis ojos… Algo que corría por mi propio torrente sanguíneo.
Me causaba una especie de vértigo la sensación de que el silencio interno se fuera adueñando de mí. Ante esto, mis piernas reclamaron movimiento y me arrastraron calle Alta arriba. Deslicé mi mirada por el marco de una ventana vistosamente iluminada. La biblioteca municipal. Olía a libros nuevos y a polvo sumido en el rocío marino. Airosos volúmenes se alzaban en los pulcros mostradores y bellas pinturas de temática marina decoraban los espacios entre estanterías. No había lectores; sólo pude ver a la bibliotecaria. Una muchacha de temprana veintena, que por las trazas hacía una sustitución de verano; quizá una maestra recién titulada, sin inmediatas posibilidades de inserción laboral. Colocaba rimeros de libros y no era consciente de mi mirada de lluvia al otro lado de la ventana. Podría haberle llamado la atención, acaso haber charlado con ella; podría haberlo intentado. ¿Tal vez haber hecho uso de la vanidad para impresionarla, dando pruebas indiscutibles de haberme leído gran parte de los libros que allí tenía?… Sin embargo, tantas lecturas se constituyen en la consecuencia de tanta soledad, y se me hacía abrumadora la perspectiva de arriesgarme a dar explicaciones de mi inusual dedicación a la lectura. Los tiempos debían cambiar, y las piernas seguir su camino. Adiós, silenciosa bibliotecaria, que aún puedes permitirte creer que tu labor entre libros es sólo un trabajo y no la vida entera.
En un santiamén me aupé a la cima de la colina. La oscuridad del cielo goteaba, y tuve que encasquetarme mi gorro de lluvia. Me hallaba en un auténtico recinto medieval. La iglesia de Santa María de los Ángeles levantaba briosa sus bastiones en medio de esas tintas de tarde invernal. Los lienzos de la antigua muralla parecían tiznarse con el chapuzón pluvial, el cual reavivaba los escondidos aromas de las piedras sillares. Los turistas se metían dentro de la iglesia pagando el euro de entrada; yo no les acompañé, no porque hubiera que pagar, sino porque mi alma está del lado de la lluvia por convencida devoción. Desde un terrado contemplé la panorámica de la ría, que al rodear la villa se divide en dos brazos: los ríos “Escudo” y “Gandarillas”. Miré en derredor, y me apercibí que la lluvia me había dejado sin hombros en los que reclinar mi cabeza. Una sorda carcajada se escapó de mis labios: aunque me encontrara rodeado por un ejército de personas, mi temperamento me impediría encontrar hombros para apoyar mi cabeza. Proyecté mi mirada a lo lejos. Era hermosa la apariencia de los coches alumbrados cruzando el puente de “La Maza”, que en su longitud de casi medio kilómetro es sustentado por veintiocho ojos nada menos. El atardecer era una evidencia. Las embarcaciones de recreo ya habían regresado a puerto. El faro de la lejanía pronto comenzaría a repartir sus destellos sobre la emplomada superficie del mar. Yo me encontraba cansado.
La lluvia recrudecía mientras emprendía la bajada por la calle Alta. Hermosa casa-cuartel de la Guardia Civil. Adiós, amiga bibliotecaria. El local de la ONG “Manos Unidas”, sus ventanales chorreantes. Con semejante nublado, no podía arriesgarme a cruzar el Puente de Piedra. Decidí esperar a que escampara bajo los soportales de la avenida del Generalísimo.
Las mesas de los restaurantes ya exhibían hermosos manteles a cuadros. Un camarero colocaba con esmero servilletas y cubiertos. Los faroles creaban un entorno acogedor para la hora de la cena. El aire transportaba una deliciosa fragancia a mejillones al vapor. Volví a ver a la muchacha del mandil. Estaba tras la barra de uno de aquellos establecimientos de restauración. Seccionaba limones con un afilado cuchillo. La miré todo lo que pude, hasta que levantó la cabeza y me miró a su vez. ¿Quise creer que me sonreía? Seguí adelante mi camino hasta la estrecha entrada de un estanco parcamente iluminado. Desde allí examiné el aspecto del cielo. Ya había parado de llover. El color del atardecer viraba hacia los característicos matices cerúleos de las noches nubladas.
Sentí que mis hombros flaqueaban. Me apoyé contra un pilar pulido por el roce de tantas manos. Contemplé la enfermedad de mis brazos. ¿Era conveniente esconder al mundo la vista de este dolor? ¿Dónde estás, lo que quiera que seas: nido o madriguera? Si llueve, la gente no sale; entonces podrás tú salir. Si te rodea la niebla, nadie te verá. Que tus lagrimales no destilen las gotas que el cielo ya se basta a derramar… Cerré los ojos, apretando los párpados. Valentía y no compasión. La vida ya era para ti una prueba de valor, y si habías de vivir sin nido ni madriguera, ¡adelante, inventor de caminos! Levanta los hombros y no escondas tu dolor; deja que sean otros los que se horroricen y se escondan de tu dolor.
La autovía hasta Santander estaba mojada y manchada de reflejos melancólicos, lo mismo que mi alma.
Desde el adarve del Castillo del Rey me viste sentado en el banco del mirador, y te asaltó la idea de hacerme una fotografía contemplando un horizonte que se adentraba más allá de lo visible. “¿Por qué tenías los hombros caídos? ¿Llorabas acaso?”, me preguntaste con posterioridad. “El cielo es el único que llora”, te respondí sin mucho convencimiento. Luego me pediste que os tirara una foto en un bazar de abajo, junto a la figura de una hermosa vaca a tamaño casi natural. “¿Por qué huyes de la cámara?”, me insististe todavía. Entonces lo pensé, y lo dije, olvidando mis propios pensamientos: “Da igual de quién huya. Soy yo quien no quiero huir de vuestro lado”.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
2 comentarios:
Qué paz y tranquilidad transmiten tus escrito jardinero. Yo también estuve en SanVicente y en ese estanco que mencionas compré miscigarrillos malditos que me están quitando la vida pero que no puedo dejar. Por cierto compré un helado normal y estuve casi una hora comiendo helado, son de tamaño descomunal.
Precisamente en ese estanco, amigo Luis, me quedé con ganas de comprar un bastón de senderismo telescópico, a un precio razonablemente más asequible que los que miré con posterioridad.
Tengo observado también que en Santander los helados de la omnipresente empresa REGMA se deshacen a velocidad de vértigo
y te pones hecho un Cristo comiéndote uno de esos helados. Hablaremos sobre este tema en el último capítulo de esta serie.
Gracias de corazón por u visita.
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