El día 9 de agosto de 2010 levantó con lluvias y aires un tanto desapacibles. Era lunes, y, viendo que no se podría aprovechar la jornada desde el punto de vista playero, decidimos realizar otra de las excursiones que teníamos proyectadas: los dos núcleos más representativos de la costa oriental de la comunidad cántabra, esto es, Laredo y Castro Urdiales.
Dejamos atrás Santander al punto de las nueve de la mañana. Tomamos la autovía A-8 por la zona de los astilleros de Maliaño, en dirección a Bilbao. La lluvia, que a menudo asumía la apariencia del aljófar, se desmenuzaba en el parabrisas con un sonido terne y relajante. Las afueras de Santander tenían una grisura y una tristeza que se diría fabril. Los camiones de mercancías circulaban entre lábiles lienzos de lluvia. El verdor de las montañas, sin la caricia del sol matinal, se tornaba más hosco y amenazante. 51 kilómetros nos separaban de Laredo entre agrestes vallejadas y algunos pequeños poblados a orillas de la carretera. No pasó mucho rato sin que asomáramos a la vista del puente colgante que salva la ría del Asón de Treto. Mirando a la izquierda, en dirección al mar, se columbraba el inicio de las marismas de Santoña, Victoria y Joyel.
Antes de que pudiéramos tomar la desviación hacia Laredo, hubimos de padecer una desesperante retención en la autovía. En pocos instantes se formó una inacabable fila de turismos y vehículos pesados. La época estival es por lo general la elegida para efectuar obras y reparaciones en las carreteras, y, por más que refunfuñáramos y tocáramos el claxon, no nos quedaba otra que armarnos de paciencia. Lo que en otras circunstancias hubiera sido un viaje de media hora en coche, se dilató hasta completar una hora cuando por fin pudimos acceder a la emblemática Laredo. Nos llamó especialmente la atención el edificio de aspecto cilíndrico que domina la perspectiva montaraz de la villa y que es conocido como el “Edificio del Risco”; lo cierto es que desentona por completo con la estampa bucólica de los parajes circundantes.
Tan pronto llegamos a la altura del “IES Fuente Fresnedo”, comenzó la odisea de encontrar aparcamiento en un lugar de especial afluencia turística. Los primeros minutos transcurrieron sin encontrar un solo hueco donde asentar el vehículo. Temiendo que hubiera más dificultades en la villa vieja, doblamos por la calle del Marqués de Comillas y acabamos desembocando en el anchuroso arenal de la playa de la Salvé. Fuimos bordeándolo por la avenida de la Victoria, y providencialmente, cuando nuestro ánimo rayaba en la desesperación, encontramos sitio para estacionar.
Mirando al otro lado de la bahía, se avistaban las edificaciones de Santoña y los imponentes acantilados de Monte Buciero, que a esa hora de la mañana aún aparecían enfajados por espesas masas de vapor. La amenaza de lluvia mantenía el arenal inusualmente despejado para tratarse de una fecha del mes de agosto; había muy pocos bañistas. Enfilamos la dirección del monte de la Atalaya, con ánimo de visitar el puerto pesquero y adentrarnos en el túnel que atraviesa el susodicho monte en un recorrido de 221 metros hasta el Muelle de la Soledad.
Diseminados por todo el paseo marítimo, había bellos conjuntos escultóricos. Especialmente, me llamaron la atención una representación en forja de delfines nadando, otra de una mujer con los cabellos ondulantes como si el viento se los azotase, una enorme áncora y, sobre todo, el Monumento a los Hombres del Mar: tres marinos equipados con aparejos de pesca, ubicados al arranque de la avenida de la Victoria.
La playa se acababa, y para acceder al puerto pesquero hubimos de callejear un poco por lo que se ha dado en llamar el “Ensanche de Laredo”. Accedimos a lugares con un romántico aire de descuido. Jardines plantados de palmeras, hortensias, aloes y arbustos ornamentales, circuidos por apacibles viviendas veraniegas. Plaza Virgen del Carmelo, anoté en mi libreta. Me detuve unos instantes para que mi alma se beneficiase de esa agradable atmósfera de sosiego. Una niña de unos doce años entró, cargada de libros escolares, en uno de aquellos solitarios portales; sin duda acudiría a clases particulares para prepararse las materias que pudieran haberle quedado pendientes para septiembre. Me llené los pulmones con una última bocanada de aire aromado de jardín inculto, y continué la marcha.
El puerto pesquero estaba completamente levantado en obras. Las embarcaciones habían de describir complicados giros e itinerarios para plantarse mar adentro. Había grúas suspendidas en el aire, y el ruido de las maquinarias rompía la paz idílica del entorno. Costaba imaginar que a este mismo lugar acudiera Isabel la Católica para despedir a su hija Juana la Loca, cuando ésta se embarcaba rumbo a Flandes para desposarse con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria. El mismo puerto en que desembarcara el hijo de Juana, Carlos I, cuando, ya vencido por las fatigas y decepciones de la vida, acudía a su retiro definitivo en el monasterio de Yuste. Todo había experimentado un cambio acusado en el espacio de unos pocos siglos.
Pasamos al lado del edificio de la “Muy Noble Cofradía de Mareantes y Navegantes de San Martín”, cuya fundación se remonta al Siglo XI, siendo en consecuencia una de las cofradías de pescadores más antiguas de España. Por las ventanas había diseminados multitud de murales y notificaciones de interés para los usuarios del puerto; mi atención se volcó momentáneamente en una tabla de mareas correspondiente al tercer trimestre de 2010; luego seguí bordeando el edificio y descubrí los garajes donde se cargaba el pescado en los camiones que lo integrarían a las cadenas de distribución. Por último, llegué a una esquina rematada por una pescadería, de cuyo género era imposible concebir dudas en cuanto a su frescura. La calle olía a agua salada y a escamas de pescado en descomposición.
Arribamos a la entrada del Túnel de la Atalaya, que, a cuenta de su abundante iluminación a ras de suelo, invitaba a adentrarse en él para descubrir otra hermosa estampa del mar.
A la derecha había una capilla dedicada a San Juan Bautista. La figura principal se encontraba al término de unos escalones de mármol descolorido por la humedad, protegida de la intemperie por una urna de vidrios emplomados. Demasiada protección, pues por encima de la ya guarnecida cancela de entrada había cuatro hileras de alambre de espino. Y las plantas se veían agostadas, ostentando feos matices amarillentos. Asimismo, las figuras de escayola que acompañaban a la principal eran de un gusto por demás dudoso.
Nos internamos en el túnel sin ningún reparo. El eco se ampliaba en la bóveda, de la que de cuando en cuando se precipitaba algún rezagado goterón de agua. A esa hora (10:48) apenas si se veían paseantes.
Desembocamos en el llamado Muelle de la Soledad, un proyecto abortado de ampliar el espacio portuario de Laredo, que se remontaba a 1863. Desde la barandilla se apreciaba cómo las nubes compartían su color con el cercano remanso de las olas. Los bajíos solitarios dibujaban la orilla del mar. En la distancia se avistaba algún que otro paseante solitario. Las olas rompían muy lejos de la barandilla, pues aún era el tiempo de la bajamar. El aire estaba endulzado por el sosiego de una mar silenciosa. Decidimos bajar a los rompientes para disfrutar de un paseo reconfortante.
Las piedras estaban abrazadas por el verdor de las algas, lo mismo que el lecho arenoso, balizado por charcos declinantes. Caminando por aquellas desigualdades, acerté a comprender la razón del topónimo de esta villa: “Laredo” procede de “Glaretum”, palabra latina que literalmente significa “lugar abundante en cascajo o arena”. En cambio, yo prefiero esa denominación más poética que proviene de ensamblar las notas musicales La-Re-Do.
¡Qué paseo tan grato! Las gaviotas planeaban en la inmediata perspectiva, decorando los aires litorales con la trápala de sus graznidos. El mar aparecía terso y enmudecido, como queriendo delegar su autoridad en los cerrados palios de nubes. Una fila de montes alfombrados de verdura, abatiéndose al mar mediante empinados cantiles cortados a pico, cerraba la vista del horizonte.
Buscamos asiento en una roca a cuyo pie se enredaban algunas algas ya secas. Se me fueron las ganas de hablar. Me encaré con la panorámica del mar, y sentí que en mis entrañas palpitaba el inicio de una oración. Imaginé galeones de los tiempos de la Armada Invencible; sirenas en los mascarones de proa y velas infladas por el ocasional alisio; grumetes soltando frases resultonas en dirección a las barcas de pesca que se interponían al paso de las airosas naves; mujeres con las faldas arremangadas, buscando almejas entre los rompientes de la bajamar; bocinas lejanas desde el otro lado del monte de la Atalaya; un altar a la Virgen del Carmen, rodeado de cirios titilantes, adonde acudían las vendedoras de sardinas a rezar una leve oración, sin quitar del apoyo de sus cabezas los carpanchos donde transportaban la mercancía; el bullicio de la fiesta, las salvas honoríficas, las dificultades de los humildes y la ostentación de los soberbios.
-Tenemos que irnos –me dijeron, y yo me levanté como si me hubieran arrebatado de un dulce sueño.
-Tenemos que irnos para Castro Urdiales –matizaron acto seguido.
Yo asentí y al momento nos pusimos a deshacer el camino. La prisa por llegar a la mencionada localidad nos llevó a obviar el paseo por la villa vieja de Laredo y su correspondiente arrabal. Ya lo habíamos visitado en otra ocasión, y me vino a la memoria el recuerdo de calles pinas y fachadas medievales; y la iglesia de Santa María de la Asunción, que se me figuraba una excelsa nave varada en una playa concurrida.
Se nos echaba encima el mediodía, y ya se apreciaban nuevos tropeles de bañistas en el arenal de La Salvé. Recordé mi juventud ausente de jornadas playeras, y no pude por menos de envidiar a los chicos y chicas que sabían sacar partido a las vacaciones y a las maravillas que les rodeaban. Aunque en cierto sentido el amor a los libros tiene mucho de rebeldía, siempre queda el regusto de no haber sabido aprovechar el tiempo de la vida. No es sencillo volver la vista atrás, pero los sueños han de avanzar antes que retroceder. Y añorar la juventud es el impulso que permite seguir caminando por tierras de sueños inexplorados. Tras la melancolía del principio, sentí que mis labios diseñaban la resignada sonrisa de la satisfacción por lo que ya queda hecho.
CONTINUARÁ…
Próximo capítulo: Los músicos de Castro Urdiales.
Fotografías del autor.
El jardinero de las nubes.
Dejamos atrás Santander al punto de las nueve de la mañana. Tomamos la autovía A-8 por la zona de los astilleros de Maliaño, en dirección a Bilbao. La lluvia, que a menudo asumía la apariencia del aljófar, se desmenuzaba en el parabrisas con un sonido terne y relajante. Las afueras de Santander tenían una grisura y una tristeza que se diría fabril. Los camiones de mercancías circulaban entre lábiles lienzos de lluvia. El verdor de las montañas, sin la caricia del sol matinal, se tornaba más hosco y amenazante. 51 kilómetros nos separaban de Laredo entre agrestes vallejadas y algunos pequeños poblados a orillas de la carretera. No pasó mucho rato sin que asomáramos a la vista del puente colgante que salva la ría del Asón de Treto. Mirando a la izquierda, en dirección al mar, se columbraba el inicio de las marismas de Santoña, Victoria y Joyel.
Antes de que pudiéramos tomar la desviación hacia Laredo, hubimos de padecer una desesperante retención en la autovía. En pocos instantes se formó una inacabable fila de turismos y vehículos pesados. La época estival es por lo general la elegida para efectuar obras y reparaciones en las carreteras, y, por más que refunfuñáramos y tocáramos el claxon, no nos quedaba otra que armarnos de paciencia. Lo que en otras circunstancias hubiera sido un viaje de media hora en coche, se dilató hasta completar una hora cuando por fin pudimos acceder a la emblemática Laredo. Nos llamó especialmente la atención el edificio de aspecto cilíndrico que domina la perspectiva montaraz de la villa y que es conocido como el “Edificio del Risco”; lo cierto es que desentona por completo con la estampa bucólica de los parajes circundantes.
Tan pronto llegamos a la altura del “IES Fuente Fresnedo”, comenzó la odisea de encontrar aparcamiento en un lugar de especial afluencia turística. Los primeros minutos transcurrieron sin encontrar un solo hueco donde asentar el vehículo. Temiendo que hubiera más dificultades en la villa vieja, doblamos por la calle del Marqués de Comillas y acabamos desembocando en el anchuroso arenal de la playa de la Salvé. Fuimos bordeándolo por la avenida de la Victoria, y providencialmente, cuando nuestro ánimo rayaba en la desesperación, encontramos sitio para estacionar.
Mirando al otro lado de la bahía, se avistaban las edificaciones de Santoña y los imponentes acantilados de Monte Buciero, que a esa hora de la mañana aún aparecían enfajados por espesas masas de vapor. La amenaza de lluvia mantenía el arenal inusualmente despejado para tratarse de una fecha del mes de agosto; había muy pocos bañistas. Enfilamos la dirección del monte de la Atalaya, con ánimo de visitar el puerto pesquero y adentrarnos en el túnel que atraviesa el susodicho monte en un recorrido de 221 metros hasta el Muelle de la Soledad.
Diseminados por todo el paseo marítimo, había bellos conjuntos escultóricos. Especialmente, me llamaron la atención una representación en forja de delfines nadando, otra de una mujer con los cabellos ondulantes como si el viento se los azotase, una enorme áncora y, sobre todo, el Monumento a los Hombres del Mar: tres marinos equipados con aparejos de pesca, ubicados al arranque de la avenida de la Victoria.
La playa se acababa, y para acceder al puerto pesquero hubimos de callejear un poco por lo que se ha dado en llamar el “Ensanche de Laredo”. Accedimos a lugares con un romántico aire de descuido. Jardines plantados de palmeras, hortensias, aloes y arbustos ornamentales, circuidos por apacibles viviendas veraniegas. Plaza Virgen del Carmelo, anoté en mi libreta. Me detuve unos instantes para que mi alma se beneficiase de esa agradable atmósfera de sosiego. Una niña de unos doce años entró, cargada de libros escolares, en uno de aquellos solitarios portales; sin duda acudiría a clases particulares para prepararse las materias que pudieran haberle quedado pendientes para septiembre. Me llené los pulmones con una última bocanada de aire aromado de jardín inculto, y continué la marcha.
El puerto pesquero estaba completamente levantado en obras. Las embarcaciones habían de describir complicados giros e itinerarios para plantarse mar adentro. Había grúas suspendidas en el aire, y el ruido de las maquinarias rompía la paz idílica del entorno. Costaba imaginar que a este mismo lugar acudiera Isabel la Católica para despedir a su hija Juana la Loca, cuando ésta se embarcaba rumbo a Flandes para desposarse con Felipe el Hermoso, archiduque de Austria. El mismo puerto en que desembarcara el hijo de Juana, Carlos I, cuando, ya vencido por las fatigas y decepciones de la vida, acudía a su retiro definitivo en el monasterio de Yuste. Todo había experimentado un cambio acusado en el espacio de unos pocos siglos.
Pasamos al lado del edificio de la “Muy Noble Cofradía de Mareantes y Navegantes de San Martín”, cuya fundación se remonta al Siglo XI, siendo en consecuencia una de las cofradías de pescadores más antiguas de España. Por las ventanas había diseminados multitud de murales y notificaciones de interés para los usuarios del puerto; mi atención se volcó momentáneamente en una tabla de mareas correspondiente al tercer trimestre de 2010; luego seguí bordeando el edificio y descubrí los garajes donde se cargaba el pescado en los camiones que lo integrarían a las cadenas de distribución. Por último, llegué a una esquina rematada por una pescadería, de cuyo género era imposible concebir dudas en cuanto a su frescura. La calle olía a agua salada y a escamas de pescado en descomposición.
Arribamos a la entrada del Túnel de la Atalaya, que, a cuenta de su abundante iluminación a ras de suelo, invitaba a adentrarse en él para descubrir otra hermosa estampa del mar.
A la derecha había una capilla dedicada a San Juan Bautista. La figura principal se encontraba al término de unos escalones de mármol descolorido por la humedad, protegida de la intemperie por una urna de vidrios emplomados. Demasiada protección, pues por encima de la ya guarnecida cancela de entrada había cuatro hileras de alambre de espino. Y las plantas se veían agostadas, ostentando feos matices amarillentos. Asimismo, las figuras de escayola que acompañaban a la principal eran de un gusto por demás dudoso.
Nos internamos en el túnel sin ningún reparo. El eco se ampliaba en la bóveda, de la que de cuando en cuando se precipitaba algún rezagado goterón de agua. A esa hora (10:48) apenas si se veían paseantes.
Desembocamos en el llamado Muelle de la Soledad, un proyecto abortado de ampliar el espacio portuario de Laredo, que se remontaba a 1863. Desde la barandilla se apreciaba cómo las nubes compartían su color con el cercano remanso de las olas. Los bajíos solitarios dibujaban la orilla del mar. En la distancia se avistaba algún que otro paseante solitario. Las olas rompían muy lejos de la barandilla, pues aún era el tiempo de la bajamar. El aire estaba endulzado por el sosiego de una mar silenciosa. Decidimos bajar a los rompientes para disfrutar de un paseo reconfortante.
Las piedras estaban abrazadas por el verdor de las algas, lo mismo que el lecho arenoso, balizado por charcos declinantes. Caminando por aquellas desigualdades, acerté a comprender la razón del topónimo de esta villa: “Laredo” procede de “Glaretum”, palabra latina que literalmente significa “lugar abundante en cascajo o arena”. En cambio, yo prefiero esa denominación más poética que proviene de ensamblar las notas musicales La-Re-Do.
¡Qué paseo tan grato! Las gaviotas planeaban en la inmediata perspectiva, decorando los aires litorales con la trápala de sus graznidos. El mar aparecía terso y enmudecido, como queriendo delegar su autoridad en los cerrados palios de nubes. Una fila de montes alfombrados de verdura, abatiéndose al mar mediante empinados cantiles cortados a pico, cerraba la vista del horizonte.
Buscamos asiento en una roca a cuyo pie se enredaban algunas algas ya secas. Se me fueron las ganas de hablar. Me encaré con la panorámica del mar, y sentí que en mis entrañas palpitaba el inicio de una oración. Imaginé galeones de los tiempos de la Armada Invencible; sirenas en los mascarones de proa y velas infladas por el ocasional alisio; grumetes soltando frases resultonas en dirección a las barcas de pesca que se interponían al paso de las airosas naves; mujeres con las faldas arremangadas, buscando almejas entre los rompientes de la bajamar; bocinas lejanas desde el otro lado del monte de la Atalaya; un altar a la Virgen del Carmen, rodeado de cirios titilantes, adonde acudían las vendedoras de sardinas a rezar una leve oración, sin quitar del apoyo de sus cabezas los carpanchos donde transportaban la mercancía; el bullicio de la fiesta, las salvas honoríficas, las dificultades de los humildes y la ostentación de los soberbios.
-Tenemos que irnos –me dijeron, y yo me levanté como si me hubieran arrebatado de un dulce sueño.
-Tenemos que irnos para Castro Urdiales –matizaron acto seguido.
Yo asentí y al momento nos pusimos a deshacer el camino. La prisa por llegar a la mencionada localidad nos llevó a obviar el paseo por la villa vieja de Laredo y su correspondiente arrabal. Ya lo habíamos visitado en otra ocasión, y me vino a la memoria el recuerdo de calles pinas y fachadas medievales; y la iglesia de Santa María de la Asunción, que se me figuraba una excelsa nave varada en una playa concurrida.
Se nos echaba encima el mediodía, y ya se apreciaban nuevos tropeles de bañistas en el arenal de La Salvé. Recordé mi juventud ausente de jornadas playeras, y no pude por menos de envidiar a los chicos y chicas que sabían sacar partido a las vacaciones y a las maravillas que les rodeaban. Aunque en cierto sentido el amor a los libros tiene mucho de rebeldía, siempre queda el regusto de no haber sabido aprovechar el tiempo de la vida. No es sencillo volver la vista atrás, pero los sueños han de avanzar antes que retroceder. Y añorar la juventud es el impulso que permite seguir caminando por tierras de sueños inexplorados. Tras la melancolía del principio, sentí que mis labios diseñaban la resignada sonrisa de la satisfacción por lo que ya queda hecho.
CONTINUARÁ…
Próximo capítulo: Los músicos de Castro Urdiales.
Fotografías del autor.
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
Que deleite leer de este viaje aunque ya pasó se quedó aqui el recuerdo plazmado en estas letras que me permiten viajar tambien y conocer las hermosuras que narras. Un beso Jardi amigo...............................
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