domingo, 13 de noviembre de 2011

Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (IV) - Arlene en busca de su hermano


Los años fueron distanciando el dolor por la pérdida de Lautaro. Sus padres, ya aupados en la riqueza, acabaron por ponerle en el olvido; sus hermanos también, salvo la hermosa Arlene, que era quien más unida estaba a la abuela Nila.

-Arlene, escúchame con atención… ¡Lautaro no ha muerto! –se empecinaba la anciana con exaltada vehemencia-. Me lo asegura este viejo corazón que tantas desdichas ha padecido. Lautaro sigue donde lo dejamos, aunque nadie en esta casa me quiera hacer caso.

-Yo sí que te hago caso, abuela Nila.

La familia había prosperado bastante desde su regreso a Concepción. Sus negocios se habían multiplicado, y ahora eran poseedores de una de las mayores fortunas del país. Cuando se vive en la opulencia, los sentimientos propios de los años humildes se van atenuando sin saber cómo.

Arlene siguió estudios de ciencias forestales en la Universidad de Concepción. Cuando logró vida independiente, se llevó consigo a la abuela Nila, cuya cabeza ya parecía un nimbo de nieve; por su parte, Arlene se había transformado en una mujer bonita, esbelta como un junco de ribera, con un cutis fresco y sonrosado y unos ojos cuyo verdor resultaba cautivador.

Cada día que pasaba, la abuela Nila tenía más presente en el pensamiento a su nieto desaparecido, y lo exteriorizaba con su boca, produciendo el hastío en quienes la escuchaban, excepción hecha de la complaciente Arlene. Se puede comprender su sorpresa, cuando su solícita nieta le comunicó un buen día, de buenas a primeras:

-Con la excusa de un estudio forestal, voy a ir adonde teníamos la cabaña. Me ha dado como una corazonada. Cuento con la ayuda de tres estudiantes de la universidad.

La abuela Nila dibujó una bella sonrisa con sus encías desdentadas.

-Estaré viva cuando regreséis.

El resto de la familia calificó de locura el proyecto de Arlene, y le reprocharon que prestara oído a los incesantes quejidos de la abuela Nila. Lautaro formaba parte del pasado; a tenor de los informes del destacamento de soldados que marchara en su busca, había fallecido durante el terremoto. Lautaro había sido muy querido por toda la familia, pero al final no quedaba más remedio que plegarse a la evidencia y dejar descansar en paz a los difuntos.

Ninguno de los argumentos que le presentaron, logró disuadir de su propósito a la valerosa Arlene… Emprendió su viaje en la época más apacible del verano. La acompañaban, como dijera a la abuela Nila, tres estudiantes del último año de la carrera de ciencias forestales, interesados en hacer un estudio de campo de los efectos de un terremoto en una zona tan tupida de vegetación.

Ciertamente, Arlene apreció que los bosques de antaño habían acusado una transformación radical tras el seísmo en que desapareciera su hermano Lautaro; así se lo hizo notar a sus compañeros de expedición. Se apreciaban colinas que se habían desplazado de su ubicación originaria y multitud de árboles que habían perdido su asiento en tierra, y ahora se veían derribados y deslustrados por las sucias huellas del tiempo.

-Señora Arlene –la interpeló Alfredo, uno de los estudiantes-, ¿es posible que estos parajes solitarios hayan sido habitados alguna vez?

-A mi hermano Lautaro le cautivaban –dijo con un cierto poso de melancolía en su mirada.

La noche les sorprendió en mitad de esos despoblados. Como era verano y había mucho pasto seco, se cuidaron de encender fuego. El bosque estaba repleto de sonidos tenues e inidentificables en muchos casos. Arlene estuvo contemplando el fastuoso manto de estrellas, sumida en dulces evocaciones, hasta que el cansancio pesó en sus párpados y se entregó a un agradabilísimo reposo.

A la mañana siguiente, localizaron la cabaña de antaño. Arlene sintió que se deshacía el nudo de sus emociones. El estado de abandono era muy acusado allí; los maderos se habían desunido en varias partes, y la maleza lo invadía todo.

-Aquí es imposible que habite nadie –sentenció Héctor, otro de los estudiantes de la expedición.

-Lautaro paraba muy poco rato por la cabaña –rememoró Arlene-; se lo pasaba casi siempre en los bosques.

-¿Y no tendría un lugar preferido al que acudir? –sugirió Rubén, el tercero de los estudiantes. 

-Me parece recordar que le gustaba ir a las inmediaciones del lago que había cerca de aquí. Según informaron los soldados que vinieron en busca de mi hermano, el lago desapareció tragado por la tierra.

-Podríamos acercarnos a echar un vistazo –propuso Alfredo.

-Tal era mi intención –matizó Arlene con gesto sonriente.

Donde antes hubiera un lago, ahora no quedaba más que una cenagosa lengua de agua. Las vertientes del cajón formaban pendientes abruptas, tapizadas de todo género de arbustos leñosos.

-El bosque trata de hacerse con el espacio que antaño el lago le robara –comentó Arlene, repasando con su experta mirada los detalles del relieve geológico de en derredor. 

-Es impresionante –alabó Rubén.

-Me gustaría examinar más de cerca el cauce del río.

-Bajar ahí es punto menos que imposible –advirtió Héctor.

-Nada hay imposible –repuso Arlene-. Simplemente hay que saber buscar la ruta más practicable.

Nadie vencía a Arlene en cuanto a tenacidad. Organizaron, pues, la bajada por el escarpado desfiladero, valiéndose de cuerdas de fibra de vidrio y otros útiles de escalada. Ella quería ser la primera en ganar el álveo del río. Pero la espesura de la capa de matorral hacía del descenso un ejercicio penoso y extenuante. Los tres estudiantes atendían desde arriba a la tensión de la cuerda, cuidando que su compañera se descolgara en las más óptimas condiciones.

Estaría a la mitad del descenso, cuando de pronto uno de los ganchos que la aseguraban a la cuerda cedió y le hizo perder el equilibrio.

-¡Socorro! –gritó presa del pánico.

-¡Arlene, sujétate a la cuerda! –le advertían sus compañeros desde el mismo filo del abismo.

Pero ella sintió que con su caída el roce de la cuerda le abrasaba las manos, y el instinto le hizo soltarla. Entonces atravesó una leve capa de matorral, y se vio cayendo por un foso al que, en mitad de su pánico, no le estimó un final inmediato.

Fue afortunada al perder el sentido antes de que su cuerpo colisionara con el fondo.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



1 comentario:

Marisa dijo...

Sigo disfrutando de tu precioso cuento, Julián, repleto de impactantes imágenes que me transportan a ese romanticismo novelesco del siglo XIX.

Un abrazo.