III.
Revolución
Amaneció el 22 de diciembre de 2011. Guzmán de
Arteaga vio levantarse un sol enharinado, que bregaba con las brumas de la
recién estrenada estación invernal. Desde su balcón se escuchaban las bocinas
de los barcos pesqueros, que hacían su entrada en la bocana del puerto, al otro
lado de la colina donde se asienta el barrio de Cimavilla. Eran hermosas las
auroras invernales de Gijón.
Por
el paseo marítimo caminaba una persona entre los bullones de niebla. Guzmán de
Arteaga afinó la vista. La boca se le abrió involuntariamente. Creía saber
quién era esa presencia solitaria en la incierta hora de la amanecida. ¡Que le
asparan si no se trataba de Irene Vegas! Su alumna predilecta, aun cuando se
negara a admitirlo. Leves jirones de niebla mixtificaban el halo de las
farolas, que no tardarían en ser apagadas (había que ahorrar; por algo
estábamos en crisis). El rostro de la joven no era apreciado por sus ojos con
la nitidez apetecida. Pero no cabía duda: se trataba de Irene; el corazón se lo
afirmaba con más vehemencia que la imagen captada por su retina. Irene…
La
aparición frenó su paso, justo a la altura del balcón de Guzmán de Arteaga. Un
descomunal glóbulo de niebla, densa y fría, recorría en ese instante el paseo
marítimo, y lo impreciso se tornó más evidente para el corazón del viejo
inventor. Se dijo que de haber podido olvidar a Ederita y conseguir abrir su
alma a un nuevo amor, no hubiera vacilado en consagrar su vida y sus
pensamientos a esa chica tan sencilla que paseaba entre la bruma del amanecer…
Sin duda la vería dentro de unas horas en el colegio. Las actividades lectivas
de ese día iban a ser suplidas por una gran chocolatada y una dilatada serie de
propuestas de carácter lúdico y cultural; por ejemplo, el profesor Guzmán de
Arteaga abriría las puertas de su laboratorio para ofrecer experimentos de
ciencia recreativa.
Sin
apenas ganas de desayunar, se colocó sus ropas de calle, tomó una rosquilla y
puso rumbo al colegio. La niebla se iba alzando y se percibían suaves reflejos
malvas y rosados sobre el cielo de Cimavilla. Guzmán de Arteaga amaba las
mañanas de Gijón, cuando el aire tenía aspecto de agua jabonosa, y ahora le
seducía la posibilidad de reencontrarse de ahí a pocos minutos con la amable
presencia de Irene… Ederita, perdóname; ni siquiera tus brazos tienen la
consistencia de los de la niebla del mar, la cual me es permitido tocar y
saborear. ¿Me dejarás volver a amar algo que tenga cuerpo y espíritu?... La
soledad produce poetas en las ocasiones más insospechadas. Guzmán de Arteaga
era profesor, inventor, un ser solitario… y esa mañana había descubierto que
también era poeta.
El
colegio aún estaría cerrado; Benedicto, el conserje, no abriría las puertas
hasta que el reloj del campanario de la cercana iglesia de San Pedro Apóstol no
diera las ocho de la mañana. Guzmán de Arteaga pasó por la tranquila Plaza
Mayor, en el arranque de Cimavilla. Allí se congregaban, justo en el centro,
los nostálgicos que habían quedado del “Movimiento 15 de Mayo”, apenas una
docena de los cientos que llegaron a reunirse en la época de las grandes
movilizaciones. Ya casi nadie les prestaba atención, y mucho menos la
corporación del inmediato ayuntamiento. Sentado en una banqueta y arrebujado en
una manta de lana a cuadros rojos y grises, estaba Jerónimo Ortega. Bien podía
decirse que este último era el cabecilla de la célula del “Movimiento 15 de
mayo” en Gijón. Se trataba de un hippie de los 70, ya cargado de años y
cabellos blancos, con su sempiterna melena recogida en cola de caballo y con
barbas rastrojeras. Ahora era la viva imagen de la soledad y la derrota, el
líder de aquello que pudo ser y que acabó agonizando a los primeros calores del
estío.
-Buenos
días –saludó Guzmán de Arteaga.
La
concurrencia le respondió desganadamente. Estaban ateridos de frío.
-Buenos
días, profesor –dijo Jerónimo Ortega, echando un trago a una petaca de
aguardiente para entrar en calor. Acto seguido añadió-: Muy temprano amanece
usted.
-El
sol se levanta aún más temprano.
-
Tengo café en ese termo. ¿Le apetece?
-Gracias,
Jerónimo. Pero parece que me he despertado con el estómago cerrado. Me acabo de
comer una rosquilla, y se me está repitiendo.
-¿Adónde
va?
-Al
colegio, ¿adónde si no?
-Que
tenga suerte en este día de la lotería.
-Hace
años que no juego ningún décimo.
-Yo
me tengo por raro y peculiar, profesor. ¡Pero anda que usted!
-“Ninguna
flor es igual a otra”, lo dijo Saint- Exupéry en “El principito”.
Jerónimo
Ortega sonrió complacido; “El principito” era su libro preferido.
-Que
tenga un buen día, profesor.
-Igualmente.
Siguió
caminando, y, tras romántico callejeo, remontó la cuesta que lo conduciría a la
portada del colegio de La Salle. En su corazón palpitaba un gozo peregrino.
Irene en cualquier rincón de esas calles que pausadamente se iban desperezando
en la etérea alborada invernal.
En
el colegio aún no estaban encendidas todas las luces. Benedicto, el conserje,
ajustaba en su chiscón el dial de su primitiva radio de galena; quería
sintonizar el sorteo navideño de lotería, justo en sus inicios.
-Buenos
días, Benedicto.
-Buenos
días, profesor. Hace una hermosa mañana.
-Si
usted lo dice…
-Ya
verá que sí. Hoy nos cambiará la vida a todos.
Guzmán
de Arteaga emitió un callado suspiro. Esa misma sensación albergaba en su
pecho… Hoy iba a iniciarse algo nuevo.
Se
encaminó a la sala de profesores. Una ventana somnolienta le mostró cómo poco a
poco la sombra del mar se iba animando con un ligero azul turquí. ¿Acaso el
color de la desdicha?
Irene,
Irene. ¿Eras tú la que vi en la niebla?... Deseaba quedarse a solas todo el
día, pero sabía que eso era una absurda querencia. Hoy sería un día de mucho
esfuerzo social para él; reinaría por doquier un ambiente festivo y tal vez la
alegría de las ilusiones cumplidas… Todo se vería de ahí a poco. Acababa de
comenzar el sorteo de lotería. El aire transportaba las melosas entonaciones de
los niños del Colegio de San Ildefonso, procedentes de la radio de galena de
Benedicto.
Guzmán
de Arteaga abominaba todo aquello que tuviera que ver con celebraciones
multitudinarias, de ahí que las presentes jornadas navideñas le sugirieran un
fastidio y una repulsión instintiva.
La
mañana fue avanzando, y el colegio se pobló de alumnos y de no escasa afluencia
de padres y demás allegados. Los niños de San Ildefonso cantaron el gordo a eso
de las 9:57, cuya fortuna recayó en Grañén, un remoto pueblo de la provincia de
Huesca. El número agraciado era el 58268, muy distante del que se había jugado
en el Colegio “La Salle”, esto es, el 23672. Cundió la decepción porque
semejante reparto de millones no hubiera cogido más cercano… Este asunto
también le resultaba harto indiferente a Guzmán de Arteaga. Siempre había
pensado que el dinero trae aparejados más dolores que placeres. Con tener lo
suficiente para cubrir sus necesidades básicas, se daba por conforme.
Su
laboratorio no estaba siendo visitado. Cuando imperan el jolgorio y la alegría,
los que lucen aura de extrañeza tienden a verse desplazados de los festejos
colectivos. Guzmán de Arteaga no se molestó siquiera en disponer las prácticas
de ciencia recreativa; si acaso, dejó preparado el montaje para llevar a cabo
una destilación. Pero nadie vino. Permitió que su mirada vagara fuera del
ventanal. Hacía una mañana fajada en niebla dorada, el mar semejaba en la
distancia una lámina de plomo derretido. La belleza de la soledad, únicamente
aprehensible a los ojos que han escapado de los tejemanejes mundanos. Fuera de
la puerta del laboratorio, la jovial alharaca de los jóvenes que tenían en sus
bocas el paladar de la chocolatada y el dulce regusto de las vacaciones que
estaban prontos a iniciar. ¿Ederita en algún rincón del aula-laboratorio?
Guzmán de Arteaga apetecía ahora la soledad completa para rememorar la imagen
con que había comenzado la mañana… Irene en el seno de la niebla.
Precisamente,
estaba programada una exhibición de ballet a cargo de la misma Irene. Guzmán de
Arteaga decidió ir a verla, pese a que este gesto echara por tierra su fama de
misántropo y enemigo de los espectáculos colectivos. En vista de que nadie
acudía a su laboratorio, optó por cerrarlo y encaminarse a pie enjuto al salón
de actos para asistir a la actuación de su alumna.
Una
vez allí, se topó de manos a boca con el padre Ampelio López, el director del
colegio.
-Profesor
de Arteaga, ¿han ido muchos alumnos a sus demostraciones de ciencia recreativa?
-No
ha ido ninguno.
-¿Y
ello a qué se debe?
Guzmán
de Arteaga se encogió de hombros, enarcando las cejas al mismo tiempo.
-Supongo
que no les caigo simpático a los alumnos.
-Eso
no se lo cree ni usted, profesor de Arteaga.
La
función estaba a punto de empezar. Por los altavoces del salón comenzaron a
desgranarse los conocidos acordes del ballet de “El lago de los cisnes”, de
Tchaikovski. Las luces se apagaron, y un solo foco iluminó a una grácil Irene
moviéndose por el escenario. Guzmán de Arteaga no pudo reprimir una maravillada
exhalación. La bailarina aparecía tan bella como la luna en una noche de
verano. Hasta los alumnos, por lo ordinario tan inquietos y habladores,
guardaron silencio mientras su compañera los deleitaba con una exquisita
demostración de su arte. Guzmán de Arteaga, de puro deslumbramiento, se veía
obligado a fruncir los párpados a cada instante. El sentimiento que albergaba
pugnaba por ganar más profundidad en su alma, y él trataba de cegarlo, trayendo
repetidas veces a la memoria el recuerdo de Ederita.
En
ese momento, Irene culminó su actuación ejecutando un panchê impecable: su brazo derecho extendido tocó el suelo, al
tiempo que su pierna izquierda se elevaba a lo alto hasta ofrecer una
alineación perfecta. Los aplausos hicieron retumbar el salón de actos… Pero la
ovación no duró demasiado.
Sin
motivo aparente, se encendieron todas las luces del salón y se apagaron las del
escenario.
-¡Ha
ocurrido algo! –exclamaron algunas voces alarmadas.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).