Para empezar el 2015, y antes de publicar un Cuento Urbano que probablemente modifique el concepto que mis lectores puedan tener de mi moralidad, deseo rescatar del pasado esta historia que, según me dijeron, despertó muchas emociones en quienes la leyeron en el Programa de Festejos de Aldea del Rey, correspondiente al año 1999. Está basada en dos hechos reales: el martirio del padre Maximilian Kolbe (1894-1941), declarado santo por la Iglesia Católica desde el 10 de octubre de 1982, y la existencia de un refugiado nazi que mi padre tuvo ocasión de conocer en sus años de servicio como guardia civil. Mi imaginación estableció el nexo de unión entre los dos hechos.
Por el cuadrado
de la ventana penetraba el grave e incesante estridular de los grillos y el río
de plata proveniente de la luna en todo su apogeo. En la pared de enfrente, en
un rincón en sombraluz, se distinguía un almanaque con la fecha en curso: 26 de
agosto de 1952. Era una apacible noche estival allá en los Baños de Fuensanta,
pertenecientes por aquel entonces al Auxilio Social del régimen franquista.
Durante los casi siete años que Herbert Fritsch
llevaba refugiado allí, no se puede decir que hubiera pasado una noche en un
solo sueño: dormía tres o cuatro horas a lo sumo, y luego oía el canto del
gallo y los primeros gruñidos de la piara de cerdos cuyo cuidado tenía
asignado. Y por último asistía al fastuoso despliegue del amanecer sobre los
cerros orientales. Era una vida tranquila y monótona la que allí llevaba, pero
siempre sería mejor que ser condenado como criminal de guerra.
Cuando el sueño
huía definitivamente de sus párpados, tomaba de un escondrijo en la pared una
vacía caja de habanos y sacaba de la misma el objeto que era para él un auténtico
artículo de devoción: la Cruz de Hierro[1]
de segunda clase que le fuera concedida en marzo de 1942 por su antisemitismo
declarado. Ahora, aun en la distancia de los años, seguía manifestando para su
fuero íntimo orgullo por tal distinción. Apoyaba sus dos pulgares sobre los
lados horizontales de la Cruz, y los presionaba con todas sus fuerzas; así
encontraba un alivio peregrino a sus tensiones internas. Y, mientras se entregaba
a esta especie de ritual nocturno, su mente divagaba lejos en la distancia y en
el tiempo: el campo de exterminio de Auschwitz, donde desempeñara con eficacia su cargo de Obersturmführer[2]
y donde fueron masacrados nada menos que tres millones de los hijos de Israel.
Pensaba, con evidente complacencia, que en ningún momento de esos años de
genocidio su Lugger[3] había permanecido ociosa. Por su
imaginación desfilaban los miles de rostros que le miraron con temor, rostros
cuya luz fue borrada merced a no despreciable cantidad de cajas de munición
para su Lugger. Recordaba los hombres
que había descuartizado con sus propias manos, las jóvenes que había violado y
las ancianas que había arrastrado sin miramientos por el fango sangriento de
Auschwitz. Y, mientras pensaba en todo esto, sus pulgares seguían ejerciendo
presión sobre los lados horizontales de la Cruz de Hierro.
Después de la
orgía antisemita vino el declive, la huida y el socorro en España. El Caudillo
no había olvidado la ayuda que Alemania le prestara durante los años de la
Contienda Civil. A Herbert Fritsch le fue concedido el asilo político en la
península, y los de Auxilio Social le destinaron a los Baños de Fuensanta, en
la provincia de Ciudad Real, para que cuidara de una piara de cerdos y
mantuviera vigilado el austero caserón. El arrogante oficial de otro tiempo
quedó automáticamente degradado a la categoría de porquerizo. Pero tenía que
conformarse con su suerte: siempre sería preferible a comparecer ante los
tribunales de Nuremberg y ser condenado por crímenes contra la humanidad...
Tenía la firme intención de negarles a los indignados judíos semejante satisfacción. Aquí, en los Baños
de Fuensanta, llevando una existencia gris y anodina, nadie podría reconocer al
exaltado criminal de otra época.
Sus pulgares
apenas si albergaban riego sanguíneo después de un buen rato de oprimir con
ellos los lados horizontales de su condecoración. A través de la abierta
ventana llegaba a su olfato ese olor telúrico y melifluo que es heraldo de los
amaneceres de verano. Su mente no cesaba de retroceder en el tiempo; y por
mediación de la misma volvió a revivir los días de finales de julio de 1941, en
el campo de concentración de Auschwitz.
Recordaba que
una de esas trágicas mañanas, cuando despertó de su sueño nocturno, su
ordenanza le trajo al dormitorio una noticia que hizo que la sangre le hirviera
de furor: al efectuar el recuento de los prisioneros se había echado a faltar
uno del barracón nº 14..., barracón del cual Fritsch era responsable.
–¡Que formen
inmediatamente en la explanada! –ordenó refiriéndose a los prisioneros.
Y allí los vio a
todos congregados, al término de su meticuloso aseo matinal: rostros
demacrados, convulsionados por un terror pánico que no es para descrito;
cabellos rapados al cero; andrajosos uniformes de prisionero, que sólo
encontraban pellejo y huesos en los que asentarse; y silencio..., un silencio
lleno de pesadumbre y desamparo. Todos sabían de las crueldades del oficial
Fritsch, y ninguno tenía la imaginación lo suficientemente negra como para
prever los derroteros por los cuales podían materializarse sus impulsos de
violencia antisemita.
–Nadie me toma
el pelo, piojosos kikes[4]
–dijo con la voz convertida en trueno–. Si para la noche no encontramos al que
se ha fugado, en su lugar, diez de vosotros morirán de hambre en el calabozo.
Sobrevino un
sordo murmullo de consternación entre las desordenadas filas de prisioneros.
Sin más añadir, Fritsch les dio las espaldas, y concentró sus empeños en tratar
de olvidar el nauseabundo olor que arrojaban a la atmósfera las altas chimeneas
de los hornos crematorios, donde se consumían los cuerpos de los indefensos
judíos, una vez asesinados en las cámaras de gas.
Se presentó la
mañana del día siguiente sin noticias del evadido. Aún no había terminado de
despuntar el sol veraniego. Fritsch, fiel a sus amenazas, hizo formar nuevamente
a los presos del barracón nº 14 en la explanada, y les dijo con tono lapidario:
–Que el número
diez de cada fila dé un paso al frente.
El murmullo de
espanto que la víspera pusiera corolario a la locución de Fritsch, adquirió
calidad de grito colectivo en las bocas de los condenados a muerte. Uno de
ellos, un judío alemán llamado Moses Klineberg, sólo podía pensar en su mujer y
en sus numerosos hijos pequeños, diseminados por los otros barracones: ¿Qué
sería de ellos si él les faltaba?... Tan horrible perspectiva hizo que los
gritos menudearan de su boca con más vehemencia si cabe que los de sus otros
compañeros de infortunio.
–¡Mi mujer, mis
hijos! –profería con quejumbroso diapasón–. ¿Quién va a cuidar de ellos? ¡Oh,
Dios mío!... ¿Por qué tanto sufrimiento, por qué tanta injusticia?... ¿Por qué
nos has abandonado?
Se diría que su voz pasaba desapercibida entre
tanto clamor de angustia. Pero, por motivo de ella, unos pasos tardos e
inseguros rompieron la uniformidad de la alborotada formación: de las últimas
filas se destacó la figura de un preso, escuálido como el que más, que llevaba
unos polvorientos quevedos[5]
delante de sus ojos almendrados y una de cuyas piernas había de ser arrastrada
en la operación del movimiento... Antes de que sus guardianes pudieran advertir
su maniobra, ya contemplaba desde su baja estatura la cara de luna de Herbert
Fritsch.
–Quiero morir en
lugar de uno de esos condenados –pronunció sin las menores muestras de alteración.
El corpulento
oficial le dirigió una mirada atónita.
–¿En lugar de
quién quieres morir, kike?
El prisionero
señaló a Moses Klineberg con un cansino movimiento de su brazo izquierdo.
–En lugar de aquél, que tiene mujer e
hijos.
Fritsch aún no había salido de su
asombro.
–¿Y quién eres tú?
El prisionero
respondió con su característica indolencia:
–Soy un sacerdote católico... Soy el padre
Kolbe.
¿Qué hacía un
católico entre tanto judío? Simplemente seguir los dictados de su conciencia...
El padre Kolbe había sido párroco en una pedanía pobre de Cracovia. Cuando las
tropas nazis empezaron a perseguir a los judíos, él escondía en su iglesia a
muchas atemorizadas familias de los mismos, hasta tanto se les presentara la
ocasión propicia para emprender la huida a otras regiones de Polonia menos
peligrosas. Pero a los alemanes les llegó el husmillo de lo que estaba haciendo
el padre Kolbe, y una tarde entraron en tromba dentro del recinto de la iglesia
para efectuar un registro minucioso. En el confesionario se halló a un
matrimonio de ancianos judíos. Esto le valió al padre Kolbe el compartir el
destino de los que no creían en Cristo,
al decir hipócrita de los nazis... Y
ahora estaba allí, en Auschwitz, encarando el semblante burlón de Herbert
Fritsch.
–No debes andar
muy cuerdo cuando estimas menos tu vida que la de uno de estos podridos kikes.
–Jesucristo
murió por todos nosotros –repuso calmoso el padre Kolbe–. ¿Dónde quedaría mi
dignidad si no estuviera dispuesto a dar mi vida por salvar la de otro ser humano?
–De acuerdo,
será como tú quieres... ¡Eh! –gritó el oficial a sus subordinados–. ¡Éste va a
morir por el reo de la quinta fila!
Mientras
conducían al padre Kolbe al calabozo, su mirada se cruzó con la de Moses
Klineberg. Respondió con una leve sonrisa a la expresión de inmensa gratitud
que dejaban entrever los ojos del judío. «Nadie tiene mayor amor que el que da
su vida por sus amigos», musitó el sacerdote, evocando un pasaje del Evangelio[6].
No podía darse cuenta de que uno de sus guardianes, con el oído muy fino, había
escuchado estas palabras de su boca, que le consolaban anticipadamente de las
desdichas de su inminente y particular calvario.
Junto al enorme
portón que daba acceso a los calabozos, crecía un roble que, por ser verano,
estaba en la plenitud de las hojas. El padre Kolbe lo contempló a sabiendas de
que ésta iba a ser la última visión hermosa de su vida. Antes de penetrar
definitivamente en la lobreguez de los calabozos, dejó sus quevedos prendidos
entre las frondosas ramas del árbol.... Luego una apestosa oscuridad engulló su
frágil cuerpo y su alma gigantesca. Las puertas del calabozo se cerraron con
estrépito a sus espaldas. La vida y la muerte serían desde ahora una misma cosa.
Fritsch, que en
ningún momento perdiera de vista al padre Kolbe, se acercó al roble y rescató
de entre sus ramas los quevedos del sacerdote. No pudo evitar echarse a
reír..., fuerte, escandalosamente. Luego dejó caer los quevedos al suelo, y los
machacó con la pisada de su bien lustrada bota militar, hasta hacer de ellos un
heterogéneo revoltijo de vidrio pulverizado y fragmentos de concha de tortuga.
Sin agua y sin comida, no hubo que esperar
demasiado a que el calabozo de los presos del barracón nº 14 quedara vacante.
Los cadáveres fueron sacados de allí y llevados a los hornos crematorios...
Moses Klineberg, al conocer esta última circunstancia, pensó que las cenizas
del padre Kolbe volarían libremente lejos de Auschwitz..., y de allí a la
eternidad tan duramente ganada.
Las nubes del recuerdo se
disiparon en la imaginación de Herbet Fritsch. Se encontraba de nuevo en el
momento presente, en los Baños de Fuensanta. La Cruz de Hierro había terminado
por ceder bajo la presión continuada de sus pulgares. Con ella había burlado
todos sus insomnios durante esos años de exilio, y, presionándola, se había
congratulado reviviendo todas sus atrocidades pasadas, dando pábulo a sus
delirios de grandeza. Necesitaba de la Cruz de Hierro..., y ahora estaba rota, del mismo modo que los quevedos
del padre Kolbe, que él, Herbert Fritsch, aplastara tan alegremente bajo la
suela de su bota.
Sin la Cruz de
Hierro, sólo le quedaba noche y pesadillas interminables. Era muy malo para él
que aquélla se hubiera roto. Tan dramática era su situación, que para
enfrentarse a la misma se vio forzado a soltar el trapo a reír de forma
histérica.
Después, cuando
ya estaba amaneciendo fuera de la ventana, la risa se le transformó en llanto. *
Aldea del Rey, 11-12 de abril de 1999
Por Julián EstebaZapatan Maestre (el jardinero de las nubes)
[1] Máxima condecoración
concedida por el ejército alemán.
[2] Grado militar equivalente
a teniente.
[3] Arma reglamentaria de las
SS.
[4] Apelativo despectivo que
los nazis aplicaban a los judíos.
[5] Gafas redondas y de
gruesos lentes, con la montura negra.
[6] San Juan 15:13, en la
traducción de la Biblia de Jerusalén.
*
Esta historia es una amalgama entre lo ficticio y lo real. Es cierto que hubo
un ex oficial nazi refugiado en los Baños de Fuensanta, por la época que se
indica en el relato; estaba al cuidado de una piara de cerdos. También es
cierto que existió el padre Kolbe y que dio su vida en Auschwitz por salvar la
de un compañero, en los mismos términos que se refieren en el relato. El padre
Kolbe ha sido canonizado bajo el pontificado de su compatriota Juan Pablo II.
2 comentarios:
Me estremeci leyendo los horrores de este nazi nada arrepentido y jamas juzgado por sus horrendos y barbaros actos
Efectivamente, Marga, el nazismo creo una profunda herida que ni los siglos serán capaces de cerrar. Un abrazo y mi gratitud.
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