sábado, 3 de enero de 2015

El refugiado


Para empezar el 2015, y antes de publicar un Cuento Urbano que probablemente modifique el concepto que mis lectores puedan tener de mi moralidad, deseo rescatar del pasado esta historia que, según me dijeron, despertó muchas emociones en quienes la leyeron en el Programa de Festejos de Aldea del Rey, correspondiente al año 1999. Está basada en dos hechos reales: el martirio del padre Maximilian Kolbe (1894-1941), declarado santo por la Iglesia Católica desde el 10 de octubre de 1982, y la existencia de un refugiado nazi que mi padre tuvo ocasión de conocer en sus años de servicio como guardia civil. Mi imaginación estableció el nexo de unión entre los dos hechos.

Por el cuadrado de la ventana penetraba el grave e incesante estridular de los grillos y el río de plata proveniente de la luna en todo su apogeo. En la pared de enfrente, en un rincón en sombraluz, se distinguía un almanaque con la fecha en curso: 26 de agosto de 1952. Era una apacible noche estival allá en los Baños de Fuensanta, pertenecientes por aquel entonces al Auxilio Social del régimen franquista.

Durante los casi siete años que Herbert Fritsch llevaba refugiado allí, no se puede decir que hubiera pasado una noche en un solo sueño: dormía tres o cuatro horas a lo sumo, y luego oía el canto del gallo y los primeros gruñidos de la piara de cerdos cuyo cuidado tenía asignado. Y por último asistía al fastuoso despliegue del amanecer sobre los cerros orientales. Era una vida tranquila y monótona la que allí llevaba, pero siempre sería mejor que ser condenado como criminal de guerra.

Cuando el sueño huía definitivamente de sus párpados, tomaba de un escondrijo en la pared una vacía caja de habanos y sacaba de la misma el objeto que era para él un auténtico artículo de devoción: la Cruz de Hierro[1] de segunda clase que le fuera concedida en marzo de 1942 por su antisemitismo declarado. Ahora, aun en la distancia de los años, seguía manifestando para su fuero íntimo orgullo por tal distinción. Apoyaba sus dos pulgares sobre los lados horizontales de la Cruz, y los presionaba con todas sus fuerzas; así encontraba un alivio peregrino a sus tensiones internas. Y, mientras se entregaba a esta especie de ritual nocturno, su mente divagaba lejos en la distancia y en el tiempo: el campo de exterminio de Auschwitz, donde desempeñara con eficacia su cargo de Obersturmführer[2] y donde fueron masacrados nada menos que tres millones de los hijos de Israel. Pensaba, con evidente complacencia, que en ningún momento de esos años de genocidio su Lugger[3] había permanecido ociosa. Por su imaginación desfilaban los miles de rostros que le miraron con temor, rostros cuya luz fue borrada merced a no despreciable cantidad de cajas de munición para su Lugger. Recordaba los hombres que había descuartizado con sus propias manos, las jóvenes que había violado y las ancianas que había arrastrado sin miramientos por el fango sangriento de Auschwitz. Y, mientras pensaba en todo esto, sus pulgares seguían ejerciendo presión sobre los lados horizontales de la Cruz de Hierro. 

Después de la orgía antisemita vino el declive, la huida y el socorro en España. El Caudillo no había olvidado la ayuda que Alemania le prestara durante los años de la Contienda Civil. A Herbert Fritsch le fue concedido el asilo político en la península, y los de Auxilio Social le destinaron a los Baños de Fuensanta, en la provincia de Ciudad Real, para que cuidara de una piara de cerdos y mantuviera vigilado el austero caserón. El arrogante oficial de otro tiempo quedó automáticamente degradado a la categoría de porquerizo. Pero tenía que conformarse con su suerte: siempre sería preferible a comparecer ante los tribunales de Nuremberg y ser condenado por crímenes contra la humanidad... Tenía la firme intención de negarles a los indignados judíos semejante satisfacción. Aquí, en los Baños de Fuensanta, llevando una existencia gris y anodina, nadie podría reconocer al exaltado criminal de otra época.

Sus pulgares apenas si albergaban riego sanguíneo después de un buen rato de oprimir con ellos los lados horizontales de su condecoración. A través de la abierta ventana llegaba a su olfato ese olor telúrico y melifluo que es heraldo de los amaneceres de verano. Su mente no cesaba de retroceder en el tiempo; y por mediación de la misma volvió a revivir los días de finales de julio de 1941, en el campo de concentración de Auschwitz. 

Recordaba que una de esas trágicas mañanas, cuando despertó de su sueño nocturno, su ordenanza le trajo al dormitorio una noticia que hizo que la sangre le hirviera de furor: al efectuar el recuento de los prisioneros se había echado a faltar uno del barracón nº 14..., barracón del cual Fritsch era responsable.

–¡Que formen inmediatamente en la explanada! –ordenó refiriéndose a los prisioneros. 

Y allí los vio a todos congregados, al término de su meticuloso aseo matinal: rostros demacrados, convulsionados por un terror pánico que no es para descrito; cabellos rapados al cero; andrajosos uniformes de prisionero, que sólo encontraban pellejo y huesos en los que asentarse; y silencio..., un silencio lleno de pesadumbre y desamparo. Todos sabían de las crueldades del oficial Fritsch, y ninguno tenía la imaginación lo suficientemente negra como para prever los derroteros por los cuales podían materializarse sus impulsos de violencia antisemita. 

–Nadie me toma el pelo, piojosos kikes[4] –dijo con la voz convertida en trueno–. Si para la noche no encontramos al que se ha fugado, en su lugar, diez de vosotros morirán de hambre en el calabozo.

Sobrevino un sordo murmullo de consternación entre las desordenadas filas de prisioneros. Sin más añadir, Fritsch les dio las espaldas, y concentró sus empeños en tratar de olvidar el nauseabundo olor que arrojaban a la atmósfera las altas chimeneas de los hornos crematorios, donde se consumían los cuerpos de los indefensos judíos, una vez asesinados en las cámaras de gas. 

Se presentó la mañana del día siguiente sin noticias del evadido. Aún no había terminado de despuntar el sol veraniego. Fritsch, fiel a sus amenazas, hizo formar nuevamente a los presos del barracón nº 14 en la explanada, y les dijo con tono lapidario:

–Que el número diez de cada fila dé un paso al frente.

El murmullo de espanto que la víspera pusiera corolario a la locución de Fritsch, adquirió calidad de grito colectivo en las bocas de los condenados a muerte. Uno de ellos, un judío alemán llamado Moses Klineberg, sólo podía pensar en su mujer y en sus numerosos hijos pequeños, diseminados por los otros barracones: ¿Qué sería de ellos si él les faltaba?... Tan horrible perspectiva hizo que los gritos menudearan de su boca con más vehemencia si cabe que los de sus otros compañeros de infortunio.

–¡Mi mujer, mis hijos! –profería con quejumbroso diapasón–. ¿Quién va a cuidar de ellos? ¡Oh, Dios mío!... ¿Por qué tanto sufrimiento, por qué tanta injusticia?... ¿Por qué nos has abandonado?

Se  diría que su voz pasaba desapercibida entre tanto clamor de angustia. Pero, por motivo de ella, unos pasos tardos e inseguros rompieron la uniformidad de la alborotada formación: de las últimas filas se destacó la figura de un preso, escuálido como el que más, que llevaba unos polvorientos quevedos[5] delante de sus ojos almendrados y una de cuyas piernas había de ser arrastrada en la operación del movimiento... Antes de que sus guardianes pudieran advertir su maniobra, ya contemplaba desde su baja estatura la cara de luna de Herbert Fritsch.

–Quiero morir en lugar de uno de esos condenados –pronunció sin las menores muestras de alteración.

El corpulento oficial le dirigió una mirada atónita. 

–¿En lugar de quién quieres morir, kike

El prisionero señaló a Moses Klineberg con un cansino movimiento de su brazo izquierdo. 

  –En lugar de aquél, que tiene mujer e hijos. 

  Fritsch aún no había salido de su asombro. 

  –¿Y quién eres tú?

El prisionero respondió con su característica indolencia: 

  –Soy un sacerdote católico... Soy el padre Kolbe.

¿Qué hacía un católico entre tanto judío? Simplemente seguir los dictados de su conciencia... El padre Kolbe había sido párroco en una pedanía pobre de Cracovia. Cuando las tropas nazis empezaron a perseguir a los judíos, él escondía en su iglesia a muchas atemorizadas familias de los mismos, hasta tanto se les presentara la ocasión propicia para emprender la huida a otras regiones de Polonia menos peligrosas. Pero a los alemanes les llegó el husmillo de lo que estaba haciendo el padre Kolbe, y una tarde entraron en tromba dentro del recinto de la iglesia para efectuar un registro minucioso. En el confesionario se halló a un matrimonio de ancianos judíos. Esto le valió al padre Kolbe el compartir el destino de los que no creían en Cristo, al decir  hipócrita de los nazis... Y ahora estaba allí, en Auschwitz, encarando el semblante burlón de Herbert Fritsch.

–No debes andar muy cuerdo cuando estimas menos tu vida que la de uno de estos podridos kikes.

–Jesucristo murió por todos nosotros –repuso calmoso el padre Kolbe–. ¿Dónde quedaría mi dignidad si no estuviera dispuesto a dar mi vida por salvar la de otro ser humano?

–De acuerdo, será como tú quieres... ¡Eh! –gritó el oficial a sus subordinados–. ¡Éste va a morir por el reo de la quinta fila!

Mientras conducían al padre Kolbe al calabozo, su mirada se cruzó con la de Moses Klineberg. Respondió con una leve sonrisa a la expresión de inmensa gratitud que dejaban entrever los ojos del judío. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos», musitó el sacerdote, evocando un pasaje del Evangelio[6]. No podía darse cuenta de que uno de sus guardianes, con el oído muy fino, había escuchado estas palabras de su boca, que le consolaban anticipadamente de las desdichas de su inminente y particular calvario.

Junto al enorme portón que daba acceso a los calabozos, crecía un roble que, por ser verano, estaba en la plenitud de las hojas. El padre Kolbe lo contempló a sabiendas de que ésta iba a ser la última visión hermosa de su vida. Antes de penetrar definitivamente en la lobreguez de los calabozos, dejó sus quevedos prendidos entre las frondosas ramas del árbol.... Luego una apestosa oscuridad engulló su frágil cuerpo y su alma gigantesca. Las puertas del calabozo se cerraron con estrépito a sus espaldas. La vida y la muerte serían desde ahora una misma cosa.

Fritsch, que en ningún momento perdiera de vista al padre Kolbe, se acercó al roble y rescató de entre sus ramas los quevedos del sacerdote. No pudo evitar echarse a reír..., fuerte, escandalosamente. Luego dejó caer los quevedos al suelo, y los machacó con la pisada de su bien lustrada bota militar, hasta hacer de ellos un heterogéneo revoltijo de vidrio pulverizado y fragmentos de concha de tortuga.

Sin agua y sin comida, no hubo que esperar demasiado a que el calabozo de los presos del barracón nº 14 quedara vacante. Los cadáveres fueron sacados de allí y llevados a los hornos crematorios... Moses Klineberg, al conocer esta última circunstancia, pensó que las cenizas del padre Kolbe volarían libremente lejos de Auschwitz..., y de allí a la eternidad tan duramente ganada.

Las nubes del recuerdo se disiparon en la imaginación de Herbet Fritsch. Se encontraba de nuevo en el momento presente, en los Baños de Fuensanta. La Cruz de Hierro había terminado por ceder bajo la presión continuada de sus pulgares. Con ella había burlado todos sus insomnios durante esos años de exilio, y, presionándola, se había congratulado reviviendo todas sus atrocidades pasadas, dando pábulo a sus delirios de grandeza. Necesitaba de la Cruz de Hierro..., y ahora estaba rota, del mismo modo que los quevedos del padre Kolbe, que él, Herbert Fritsch, aplastara tan alegremente bajo la suela de su bota.

Sin la Cruz de Hierro, sólo le quedaba noche y pesadillas interminables. Era muy malo para él que aquélla se hubiera roto. Tan dramática era su situación, que para enfrentarse a la misma se vio forzado a soltar el trapo a reír de forma histérica.

Después, cuando ya estaba amaneciendo fuera de la ventana, la risa se le transformó en llanto. *

Aldea del Rey, 11-12 de abril de 1999

Por Julián EstebaZapatan Maestre (el jardinero de las nubes)


[1] Máxima condecoración concedida por el ejército alemán.
[2] Grado militar equivalente a teniente.
[3] Arma reglamentaria de las SS.
[4] Apelativo despectivo que los nazis aplicaban a los judíos.
[5] Gafas redondas y de gruesos lentes, con la montura negra.
[6] San Juan 15:13, en la traducción de la Biblia de Jerusalén.




* Esta historia es una amalgama entre lo ficticio y lo real. Es cierto que hubo un ex oficial nazi refugiado en los Baños de Fuensanta, por la época que se indica en el relato; estaba al cuidado de una piara de cerdos. También es cierto que existió el padre Kolbe y que dio su vida en Auschwitz por salvar la de un compañero, en los mismos términos que se refieren en el relato. El padre Kolbe ha sido canonizado bajo el pontificado de su compatriota Juan Pablo II.


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2 comentarios:

marga dijo...

Me estremeci leyendo los horrores de este nazi nada arrepentido y jamas juzgado por sus horrendos y barbaros actos

El jardinero de las nubes dijo...

Efectivamente, Marga, el nazismo creo una profunda herida que ni los siglos serán capaces de cerrar. Un abrazo y mi gratitud.