No pude asistir a la sesión del taller de escritura creativa, correspondiente al 11 de marzo del actual. Estuvieron trabajando la creación de personajes, y enviaron de trabajo un relato donde apareciera "el hombre de rosa", y a este fin se ofrecían las imágenes que aparecen más abajo para llamar a la inspiración.
Últimamente, el ánimo no me acompaña, de ahí que haya tardado más de lo que acostumbro en escribir el relato. Quizá me haya salido una cursilería, quizá yo sea así en el fondo... Pero la escritura es mi pasión.
-EN
BUSCA DEL ARREBOL DE LAS NUBES-
Hizo de su palacio un invernadero de cristal. Se
obsesionó con el arrebol de las nubes y la tierna fragancia de los rosales. Se
hizo llamar el príncipe Pinker, y dijo adiós a los lujos de la vida palaciega.
Se fue al Valle Escondido, donde mandó levantar su invernadero, y pasó los días
de su juventud tratando de lograr una rosa que tuviera en su corola el tierno
arrebol de las nubes. Ensayó todas las mezclas de tierra, practicó en los
rosales los más aventurados injertos, rezaba cada día mirando al sol del
atardecer. Pero el príncipe Pinker no lograba lo que quería. En el reino ya le
daban por desaparecido, y si alguna vez lo mencionaban era con el apodo de el hombre de rosa. El príncipe miraba el
rocío de las flores, y se decía que era el mismo que de vez en cuando caía de
sus ojos. Como no lograba lo que quería, en sus últimas oraciones venía
diciéndole a Dios: "¡Qué fácil dudar de tu existencia, pero qué difícil
dejar de amarte!".
Acabó enloqueciendo. Daba en pasearse con un simple
taparrabos entre los rosales de su invernadero. Abandonó los experimentos. Lo
único que le apaciguaba eran los colores vivos de las nubes con los rayos del
sol poniente. Perdió la esperanza de lograr una rosa que tuviera una tonalidad
parecida.
Un día oyó un golpe en la puerta del invernadero. Acudió
a abrir, y se topó con una joven cuyos cabellos eran semejantes a las rosas
amarillas y sus ojos a los jacintos que bordean las orillas de un lago.
–¿Qué quieres? –preguntó el príncipe.
–Hombre de rosa, soy Sigfrid, tu hermana pequeña – dijo
ella con una voz tan dulce y argentina como el tañido de una campana en una
ermita del mar.
–¿Qué quieres? –insistió el príncipe, poniéndose
nervioso.
–Nuestro padre ya no está. Quieren coronarte rey.
–No quiero ser rey.
–¿Ni siquiera si yo te lo pido? –inquirió Sigfrid con un
brillo suplicante en la mirada.
–Pídeme otra cosa.
–Dame una de tus rosas, pues. La que más te guste.
–Ninguna de ellas es mi preferida. Coge la que tú
quieras.
Sigfrid tomó la primera que le vino a mano: una rosa de
pétalos de nieve. Echó una última mirada a su hermano, y le descorazonó leer el
mensaje que alentaba en el fondo de sus ojos.
–Adiós, hermano. Adiós, hombre de rosa.
–Adiós, Sigfrid. El reino te necesita.
Ella montó en su corcel, y se perdió más allá de las
cumbres del Valle Escondido. El principe Pinker trató de reanudar sus tareas.
Ni un asomo de emoción palpitaba en su interior.
Pasaron así muchos años. Todos se olvidaron en el reino
de el hombre de rosa. Ya no trabajaba
con la ilusión de antes. Su barba se había confundido con sus cabellos, y la
tenía teñida de color siena debido al contacto con los jugos de las rosas. Los
temporales habían abierto infinidad de agujeros en los cristales del
invernadero, pero el desánimo del príncipe no permitió repararlos. Cada noche
miraba a la lejanía del valle; por allí se esfumaba el hermoso arrebol de las
nubes, su ilusión frustrada.
–Debo volver con mi familia –se dijo uno de esos
atardeceres sagrados.
Y lo hizo. Caminó hasta la ciudad donde la reina Sigfrid
tenía su corte. Allí todo era prosperidad y esplendor, la gente llevaba alegría
en el rostro. Las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos del anterior
rey.
Una onda de amor y nostalgia hizo trepidar el cuerpo del
príncipe Pinker. Se apoyó en un guardacantón cercano, y dirigió su mirada a las
nubes. Pensó en su hermana, tan cercana para todos, tan lejana para él. Presa
de una vergüenza absurda, se sentía incapaz de darse a conocer a ella. Él iba
vestido de harapos, y allí, el más humilde usaba trajes de terciopelo.
–Te quiero, hermanita –murmuró en medio de su tristeza–.
Pero ya no soy digno de ti. Es mejor que me vaya.
–Tú no te vas a ninguna parte –se oyó una voz a un lado
del guardacantón.
Al girar la mirada, el príncipe se llevó la sorpresa más
grande de su vida. Junto a él se encontraba su hermana, la reina Sigfrid, con
el rostro resplandeciente, los ojos más vivos que nunca y ataviada con un
vestido guarnecido de deslumbrantes pedrerías.
–Yo no debería estar aquí –dijo el príncipe con la
vergüenza ardiéndole en las orejas–. No soy digno.
De repente, como cosa de magia, apareció una rosa entre
los dedos de la reina Sigfrid. Tenía la corola tintada del arrebol de las
nubes. Los ojos del príncipe, salidos de sus órbitas, se quedaron helados de
estupefacción.
–¿Cómo lo has logrado? ¡Llevo toda la vida intentándolo!
La reina le dirigió una mirada cargada de dulzura.
–Vuelve a casa conmigo, hermano. Regresa al sitio que te
corresponde. Descubrirás cosas que no creerías saber.
Teniendo la rosa de arrebol de las nubes en las manos, el
príncipe se emocionó y no supo negarse a la petición de su hermana. Tomó la
mano que ella le ofrecía, y se dejó guiar.
Al cabo de un tiempo, volvió a ser el que una vez fuera.
Seguían llamándole el hombre de rosa,
pero sus hábitos habían cambiado por completo. Vivía sólo para ayudar a los
demás y honrar el buen nombre de su hermana, la reina Sigfrid. Había descubierto
que el amor no florece en los lugares solitarios y que la familia es el
verdadero regalo que nos otorga la vida.
Una tarde de estío, el príncipe Pinker se encontraba solo
en sus aposentos. El sol caía al horizonte, repartiendo sus colores en las panzas
de las nubes cercanas. El príncipe tenía una rosa blanca sujeta con sus manos.
Aspiró su aroma, cerró los ojos, pensó en el amor de que su vida estaba
bendecida, sus labios rozaron los pétalos... El amor consigue milagros, ahora
lo sabía.
Al abrir de nuevo los ojos, observó que la blancura de la
rosa se había cambiado por el hermoso arrebol de las nubes.
Ciudad
Real, 15-21 de marzo de 2014
Por
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)
3 comentarios:
quizá el amor no florezca en los lugares solitarios, pero de pronto y sin esperarlo nos llega y nos aferramos a el, y en ocaciones debemos dejar ir, por diferentes motivos. Tu escrito lo disfruto mucho. Un abrazo.
Bello relato!
Muchas gracias. No es un buen cuento, ni tampoco ha sido escrito de forma intencionada. Sólo lo he escrito para hacer el trabajo del taller literario. Pero como digo en el prólogo he tenido problemas estos días últimos que han hecho resentir mis ganas de lectura y escritura.
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