sábado, 21 de marzo de 2015

En busca del arrebol de las nubes



No pude asistir a la sesión del taller de escritura creativa, correspondiente al 11 de marzo del actual. Estuvieron trabajando la creación de personajes, y enviaron de trabajo un relato donde apareciera "el hombre de rosa", y a este fin se ofrecían las imágenes que aparecen más abajo para llamar a la inspiración.

Últimamente, el ánimo no me acompaña, de ahí que haya tardado más de lo que acostumbro en escribir el relato. Quizá me haya salido una cursilería, quizá yo sea así en el fondo... Pero la escritura es mi pasión.

-EN BUSCA DEL ARREBOL DE LAS NUBES-
Hizo de su palacio un invernadero de cristal. Se obsesionó con el arrebol de las nubes y la tierna fragancia de los rosales. Se hizo llamar el príncipe Pinker, y dijo adiós a los lujos de la vida palaciega. Se fue al Valle Escondido, donde mandó levantar su invernadero, y pasó los días de su juventud tratando de lograr una rosa que tuviera en su corola el tierno arrebol de las nubes. Ensayó todas las mezclas de tierra, practicó en los rosales los más aventurados injertos, rezaba cada día mirando al sol del atardecer. Pero el príncipe Pinker no lograba lo que quería. En el reino ya le daban por desaparecido, y si alguna vez lo mencionaban era con el apodo de el hombre de rosa. El príncipe miraba el rocío de las flores, y se decía que era el mismo que de vez en cuando caía de sus ojos. Como no lograba lo que quería, en sus últimas oraciones venía diciéndole a Dios: "¡Qué fácil dudar de tu existencia, pero qué difícil dejar de amarte!".
Acabó enloqueciendo. Daba en pasearse con un simple taparrabos entre los rosales de su invernadero. Abandonó los experimentos. Lo único que le apaciguaba eran los colores vivos de las nubes con los rayos del sol poniente. Perdió la esperanza de lograr una rosa que tuviera una tonalidad parecida.
Un día oyó un golpe en la puerta del invernadero. Acudió a abrir, y se topó con una joven cuyos cabellos eran semejantes a las rosas amarillas y sus ojos a los jacintos que bordean las orillas de un lago.
–¿Qué quieres? –preguntó el príncipe.
–Hombre de rosa, soy Sigfrid, tu hermana pequeña – dijo ella con una voz tan dulce y argentina como el tañido de una campana en una ermita del mar.
–¿Qué quieres? –insistió el príncipe, poniéndose nervioso.
–Nuestro padre ya no está. Quieren coronarte rey.
–No quiero ser rey.
–¿Ni siquiera si yo te lo pido? –inquirió Sigfrid con un brillo suplicante en la mirada.
–Pídeme otra cosa.
–Dame una de tus rosas, pues. La que más te guste.
–Ninguna de ellas es mi preferida. Coge la que tú quieras.
Sigfrid tomó la primera que le vino a mano: una rosa de pétalos de nieve. Echó una última mirada a su hermano, y le descorazonó leer el mensaje que alentaba en el fondo de sus ojos.
–Adiós, hermano. Adiós, hombre de rosa.
–Adiós, Sigfrid. El reino te necesita.
Ella montó en su corcel, y se perdió más allá de las cumbres del Valle Escondido. El principe Pinker trató de reanudar sus tareas. Ni un asomo de emoción palpitaba en su interior.
Pasaron así muchos años. Todos se olvidaron en el reino de el hombre de rosa. Ya no trabajaba con la ilusión de antes. Su barba se había confundido con sus cabellos, y la tenía teñida de color siena debido al contacto con los jugos de las rosas. Los temporales habían abierto infinidad de agujeros en los cristales del invernadero, pero el desánimo del príncipe no permitió repararlos. Cada noche miraba a la lejanía del valle; por allí se esfumaba el hermoso arrebol de las nubes, su ilusión frustrada.
–Debo volver con mi familia –se dijo uno de esos atardeceres sagrados.
Y lo hizo. Caminó hasta la ciudad donde la reina Sigfrid tenía su corte. Allí todo era prosperidad y esplendor, la gente llevaba alegría en el rostro. Las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos del anterior rey.
Una onda de amor y nostalgia hizo trepidar el cuerpo del príncipe Pinker. Se apoyó en un guardacantón cercano, y dirigió su mirada a las nubes. Pensó en su hermana, tan cercana para todos, tan lejana para él. Presa de una vergüenza absurda, se sentía incapaz de darse a conocer a ella. Él iba vestido de harapos, y allí, el más humilde usaba trajes de terciopelo.
–Te quiero, hermanita –murmuró en medio de su tristeza–. Pero ya no soy digno de ti. Es mejor que me vaya.
–Tú no te vas a ninguna parte –se oyó una voz a un lado del guardacantón.
Al girar la mirada, el príncipe se llevó la sorpresa más grande de su vida. Junto a él se encontraba su hermana, la reina Sigfrid, con el rostro resplandeciente, los ojos más vivos que nunca y ataviada con un vestido guarnecido de deslumbrantes pedrerías.
–Yo no debería estar aquí –dijo el príncipe con la vergüenza ardiéndole en las orejas–. No soy digno.
De repente, como cosa de magia, apareció una rosa entre los dedos de la reina Sigfrid. Tenía la corola tintada del arrebol de las nubes. Los ojos del príncipe, salidos de sus órbitas, se quedaron helados de estupefacción.
–¿Cómo lo has logrado? ¡Llevo toda la vida intentándolo!
La reina le dirigió una mirada cargada de dulzura.
–Vuelve a casa conmigo, hermano. Regresa al sitio que te corresponde. Descubrirás cosas que no creerías saber.
Teniendo la rosa de arrebol de las nubes en las manos, el príncipe se emocionó y no supo negarse a la petición de su hermana. Tomó la mano que ella le ofrecía, y se dejó guiar.
Al cabo de un tiempo, volvió a ser el que una vez fuera. Seguían llamándole el hombre de rosa, pero sus hábitos habían cambiado por completo. Vivía sólo para ayudar a los demás y honrar el buen nombre de su hermana, la reina Sigfrid. Había descubierto que el amor no florece en los lugares solitarios y que la familia es el verdadero regalo que nos otorga la vida.
Una tarde de estío, el príncipe Pinker se encontraba solo en sus aposentos. El sol caía al horizonte, repartiendo sus colores en las panzas de las nubes cercanas. El príncipe tenía una rosa blanca sujeta con sus manos. Aspiró su aroma, cerró los ojos, pensó en el amor de que su vida estaba bendecida, sus labios rozaron los pétalos... El amor consigue milagros, ahora lo sabía.
Al abrir de nuevo los ojos, observó que la blancura de la rosa se había cambiado por el hermoso arrebol de las nubes.

Ciudad Real, 15-21 de marzo de 2014

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)



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3 comentarios:

Anónimo dijo...

quizá el amor no florezca en los lugares solitarios, pero de pronto y sin esperarlo nos llega y nos aferramos a el, y en ocaciones debemos dejar ir, por diferentes motivos. Tu escrito lo disfruto mucho. Un abrazo.

nana dijo...

Bello relato!

El jardinero de las nubes dijo...

Muchas gracias. No es un buen cuento, ni tampoco ha sido escrito de forma intencionada. Sólo lo he escrito para hacer el trabajo del taller literario. Pero como digo en el prólogo he tenido problemas estos días últimos que han hecho resentir mis ganas de lectura y escritura.