La
vida se hizo difícil. Sin la presencia de Rebeca, criar a la niña se tornó una
labor en extremo complicada. Jem no encontró en San Juan Capistrano ninguna
mujer que quisiera echarle una mano, ni tan siquiera a cambio de una discreta
remuneración económica. Por espacio de un mes tuvo que suspender sus faenas en
el mar, lo cual era preocupante, ya que constituía su única fuente de ingresos.
Entretanto,
Hugh empacaba sus pertenencias para mudarse a Iowa, donde vivía su hermano. No
se le había pasado por las mientes poner en venta el diner; presumía que nadie
iba a querer comprárselo, y, por otra parte, no quería venderlo a ninguno de
los que hubiera procurado su ostracismo y el de sus amigos Jem y Rebeca.
La
víspera de su marcha fue a despedirse de Jem, quien iba a todas partes
empujando el cochecito de su hija, la cual, pese a todas las dificultades de su
crianza, ganaba peso y exhibía en todo momento las típicas expresiones joviales
que tanto embellecen los rostros de los bebés. Hugh los encontró en un banco
situado en las cercanías del espigón.
–Jem,
amigo, ¿cómo lo llevas?
–Me
falta Rebeca –respondió sucintamente y con claridad meridiana.
–Lo
comprendo.
–He
intentado dar con ella, pero no hay manera. No contesta a las llamadas al celular,
no ha vuelto a escribir desde su nota de despedida.
En
ese instante, Melody rompió en sollozos. Jem la tomó del cochecito y la acunó
en sus brazos. Se puso a tararear una tonada que enseguida restauró la
expresión serena en la linda carita de la niña.
–Eres
un buen padre –dijo Hugh, conmovido por la escena que se desarrollaba ante sus
ojos.
–Y
Rebeca es una madre maravillosa –sostuvo Jem, la mirada perdida en el
horizonte.
–Pero
os ha abandonado.
–Se
ha ido porque piensa que de esta forma nos va a perjudicar menos. Pero sabe el
cielo que está equivocada.
–¿Tú
la disculpas?
–Solamente
la amo con todo mi corazón, aunque suene cursi, y con más razón al haberme dado
este fruto de mi ser. Espero que allá donde esté pueda recapacitar y regrese
con nosotros, que somos su familia después de todo. Necesitamos su regreso… Yo
necesito que vuelva.
La
niña se durmió apaciblemente en brazos de su padre. El viento arreció, y por el
lado del espigón se levantó furioso oleaje. Por el este avanzaba un banco de
nubes que, a cuenta de su fúnebre aspecto, preludiaba tiempo tormentoso. Jem
depositó a la niña en el cochecito, reclinó el respaldo y cubrió a aquélla con
una toquilla de lana suave.
Hugh
también se puso en pie.
–¿Podréis
salir adelante? –preguntó a su amigo.
–Lo
único que tengo seguro es que la niña no se apartará de mi lado… en ningún
momento.
–Pero
tú tienes que trabajar –objetó Hugh.
–Aun
así, no la apartaré de mi proximidad.
–¿Te
alcanza el dinero todavía?
–Sí,
todavía me alcanza. Cuando necesite más, ya veré qué hago.
–Yo
me tengo que ir a Iowa.
–¿Cuándo
te vas?
–Mañana
mismo.
–Te
echaré de menos, Hugh. Eres mi único amigo aquí.
–Yo
también te echaré de menos, condenado pescador. A ella también la echo de menos.
Sin
mediar otra palabra, se fundieron en un abrazo con gran derroche de emoción.
No fueron capaces de decirse nada más. Hugh se
aproximó al cochecito y depositó un beso sobre la frente de Melody, que dormía
con aspecto angelical. Luego tomó el picaporte de la puerta y se fue rumiando
melancolías.
Al
sentirse solo frente a un futuro imprevisible, Jem pensó que acaso debiera
rezar algún tipo de oración; acordarse, en definitiva, de que tal vez en los
cielos morara alguna divinidad protectora, posiblemente la misma que invocaban
aquellos que habían dejado en la estacada a él y al amor de su vida.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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