miércoles, 22 de julio de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XI) - Dos amigos despidiéndose


La vida se hizo difícil. Sin la presencia de Rebeca, criar a la niña se tornó una labor en extremo complicada. Jem no encontró en San Juan Capistrano ninguna mujer que quisiera echarle una mano, ni tan siquiera a cambio de una discreta remuneración económica. Por espacio de un mes tuvo que suspender sus faenas en el mar, lo cual era preocupante, ya que constituía su única fuente de ingresos.
Entretanto, Hugh empacaba sus pertenencias para mudarse a Iowa, donde vivía su hermano. No se le había pasado por las mientes poner en venta el diner; presumía que nadie iba a querer comprárselo, y, por otra parte, no quería venderlo a ninguno de los que hubiera procurado su ostracismo y el de sus amigos Jem y Rebeca.
La víspera de su marcha fue a despedirse de Jem, quien iba a todas partes empujando el cochecito de su hija, la cual, pese a todas las dificultades de su crianza, ganaba peso y exhibía en todo momento las típicas expresiones joviales que tanto embellecen los rostros de los bebés. Hugh los encontró en un banco situado en las cercanías del espigón.
–Jem, amigo, ¿cómo lo llevas?
–Me falta Rebeca –respondió sucintamente y con claridad meridiana.
–Lo comprendo.
–He intentado dar con ella, pero no hay manera. No contesta a las llamadas al celular, no ha vuelto a escribir desde su nota de despedida.
En ese instante, Melody rompió en sollozos. Jem la tomó del cochecito y la acunó en sus brazos. Se puso a tararear una tonada que enseguida restauró la expresión serena en la linda carita de la niña.
–Eres un buen padre –dijo Hugh, conmovido por la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
–Y Rebeca es una madre maravillosa –sostuvo Jem, la mirada perdida en el horizonte.
–Pero os ha abandonado.
–Se ha ido porque piensa que de esta forma nos va a perjudicar menos. Pero sabe el cielo que está equivocada.
–¿Tú la disculpas?
–Solamente la amo con todo mi corazón, aunque suene cursi, y con más razón al haberme dado este fruto de mi ser. Espero que allá donde esté pueda recapacitar y regrese con nosotros, que somos su familia después de todo. Necesitamos su regreso… Yo necesito que vuelva.
La niña se durmió apaciblemente en brazos de su padre. El viento arreció, y por el lado del espigón se levantó furioso oleaje. Por el este avanzaba un banco de nubes que, a cuenta de su fúnebre aspecto, preludiaba tiempo tormentoso. Jem depositó a la niña en el cochecito, reclinó el respaldo y cubrió a aquélla con una toquilla de lana suave.
Hugh también se puso en pie.
–¿Podréis salir adelante? –preguntó a su amigo.
–Lo único que tengo seguro es que la niña no se apartará de mi lado… en ningún momento.
–Pero tú tienes que trabajar –objetó Hugh.
–Aun así, no la apartaré de mi proximidad.
–¿Te alcanza el dinero todavía?
–Sí, todavía me alcanza. Cuando necesite más, ya veré qué hago.
–Yo me tengo que ir a Iowa.
–¿Cuándo te vas?
–Mañana mismo.
–Te echaré de menos, Hugh. Eres mi único amigo aquí.
–Yo también te echaré de menos, condenado pescador. A ella también la echo de menos.
Sin mediar otra palabra, se fundieron en un abrazo con gran derroche de emoción.
 No fueron capaces de decirse nada más. Hugh se aproximó al cochecito y depositó un beso sobre la frente de Melody, que dormía con aspecto angelical. Luego tomó el picaporte de la puerta y se fue rumiando melancolías.
Al sentirse solo frente a un futuro imprevisible, Jem pensó que acaso debiera rezar algún tipo de oración; acordarse, en definitiva, de que tal vez en los cielos morara alguna divinidad protectora, posiblemente la misma que invocaban aquellos que habían dejado en la estacada a él y al amor de su vida.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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