Por
lo ordinario, Jem no necesitaba despertador para ponerse en pie a primeras
horas de la madrugada, el mejor momento para salir a faenar. Estaba echado en
la cama. Sentía que sus miembros estaban tensos y pesados como mástiles de
navío, la cabeza le divagaba entre brumas de cansancio. Era como si estuviera bajo
los efectos de una droga, y resultaba raro; no recordaba haber bebido vino
anoche, si bien había notado un gusto extraño en el té de flores que Rebeca le solía
preparar antes de irse a dormir; quizá ella no lo había azucarado lo
suficiente.
Entreabrió
los ojos, miró hacia el cuadrado de la ventana y experimentó una sacudida de
pánico. Ya era pleno día, en el cielo no aparecían nubes, se escuchaba el
llanto de la pequeña Melody.
–¡Rebeca!
Se
incorporó trabajosamente de la cama. Su mano derecha notó sobre el colchón la
presencia de un papel. Un amargo presentimiento nubló su mente. La niña seguía
llorando en la habitación contigua. El papel tenía palabras; así lo pudo
apreciar en cuanto los ojos se le aclararon lo suficiente. La niña dejó de
emitir sollozos; ahora soltaba rabiosos berridos.
–¡Rebeca!
–repitió Jem, pero sabía que su llamamiento era en balde.
Sin
soltar el papel de la mano y sin calzarse sus cómodas zapatillas de estar en
casa, se abocó al encuentro de la niña. Al lado de la cuna había un biberón de
cereales preparado.
–¿Tienes
hambre, mi niña?
Jem
la tomó en brazos, agarró con la misma mano del papel el biberón y asentó sus
posaderas sobre la inmediata mecedora. La niña buscó la tetina y la apretó
entre sus labios, tras lo cual dejó escapar un murmullo de deleite. Entonces
Jem halló la ocasión para leer lo escrito en el papel que aún sostenía en su
mano, que venía concebido en los siguientes términos:
Debo dejaros, no porque no me
importéis, sino precisamente por todo lo contrario. A todo sitio que voy, llevo
conmigo la desgracia, y es mejor que me aleje de todas las personas que me
importan. Debo alejarme de ti, e incluso de mi propia hija. Llevo conmigo el
dolor y las lágrimas, de los que no me desharé el resto de mi vida. Por favor,
cuida de Melody y enséñale a seguir una vida en la que no tenga que lamentar
errores fatales. Estoy segura de que podrás hacerlo porque tú eres bueno, y
quiero que mi hija llegue a ser tan buena como tú. No me busques, no sabes
adónde voy, no podrás encontrarme. Perdóname, y cuando Melody crezca, pídele
que me perdone también. Os quiero. Rebeca”.
A
poco se le cae a Jem la niña de los brazos. No sabe a qué punto dirigir la
mirada. Hay rabia y desesperación que le suben a la garganta. Quiere gritar,
pero su cordura se impone: sabe que no debe hacerlo mientras tiene a un bebé en
brazos. No considera que sea de valientes llorar, pero no puede evitarlo. La
niña sigue tomando feliz el contenido del biberón.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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