Me
veo en la obligación de advertir que no es una lectura apropiada para menores
de 18 años.
La
paz lo requería; no tenía ánimos para emprender una lucha sin cuartel contra
una de las personas más corruptas que había tenido la desgracia de conocer.
Acostarse con un cerdo para asegurarse la tranquilidad; si bien triste, no se
perfilaba mal negocio. Sin embargo, no tenía garantía de que Jimmy, tras este trabajito, la fuera a dejar en paz
definitivamente. Quería aferrarse a la vaga esperanza de que esto pudiera realizarse,
permitiéndole seguir con la vida descafeinada, aunque tranquila, que había
llevado hasta hacía muy poco.
Se
encontraba en la suite de un lujoso hotel, enclavado en las alturas de uno de
esos edificios acristalados de Los Ángeles. Las cortinas estaban corridas, del
techo partía una luz crepuscular, similar a la que prestaría un candelero. A su
frente se situaba una interminable cama de colchón de agua, encima de la cual
estaba tendido un hombre obeso, peludo y escamoso, un adefesio que sólo tenía
valor por el dinero que decía poseer. Se estaba acariciando el pene, fláccido,
diminuto y sepultado por espesa pelambre, teniendo a la vista la desnudez de
ella. La idea era pajearse hasta casi soltar su birrioso chorrito de lefa,
momento que aprovecharía para tener el coito en el chocho de ella. Ella había de
estar atenta a cuando le avisara, tenderse en la cama entonces y tratar de
encajar su vulva en semejante micropene, tristemente erecto por efectos del
masaje que le estaba administrando ese fulano, cuyo nombre no le era conocido a
ella; Jimmy tan sólo le había dicho que era un político muy influyente que
deseaba conservar su anonimato a todo trance. Un cerdo cuyas perversiones
habían de ser satisfechas en las sombras y como si de una transacción comercial
se tratara.
Mientras
llegaba el momento temido, ella orientaba su memoria a otros tiempos más
felices, aunque no por tal motivo menos duros. Un amor y el fruto de ese amor.
Muchas noches en vela y con desasosiego por haber perdido lo que jamás hubiera
imaginado perder, aunque la obligación moral se lo impusiese. Sus ojos estaban
secos, y no habría que pensar en el recurso de las lágrimas para que su
amargura fuera parcialmente aliviada.
–Acércate,
que te quiero sobar.
Ella
arrugó los labios como si le hubiera penetrado una corriente eléctrica. Muy en
contra de su voluntad, debía obedecer, so pena de que su vida se transformase
en un infierno a partir de ese momento. Accionó los pies de un modo maquinal y
desganado, y, guardándose las lágrimas, se encaminó a la cama. Su olfato fue
asaltado por un vapor fétido de cigarro habano fumado un rato antes. Sus
rodillas tocaron el colchón de agua. El hombre seguía manipulando
frenéticamente su miembro, como si le diera a la palanca de una bomba de agua;
los pliegues de grasa de su barriga marcaban una danza gelatinosa. Pelos en el
pecho, en los hombros y en las espaldas, verrugas en el rostro, repugnantes
hebras canosas asomándole por los agujeros de la nariz y las orejas. Ella se
vio forzada a cerrar los ojos para sofocar una arcada precursora de vómito.
¿Cómo podía sentirse tan desgraciada?
–Acércate
más, zorrita.
Con
un dolor que no es para descrito, se deslizó sobre sus rodillas hacia esa mole
de sebosa humanidad. Y fue entonces como si un escorpión le estuviera hurgando
en las entrañas. Los dedos de la mano libre del hombre se habían colado por el
orificio de su vagina, tanteando el suave vello y tratando de detectar
alguna humedad estimulante; pero, a este
respecto, imperaba una sequedad tan acusada como el mismo desprecio que ella
tributaba a esa perversión hecha hombre.
–¡Serás
puta!
Sintió
el filo de unas uñas de alimaña rozándole el higo, y se estremeció con un
horror que le fue imposible contener. Acto seguido el hombre sacó los dedos,
escupió sobre su mano y extendió la saliva por toda la vagina.
–¡Puta,
qué poco lubricada estás!
Luego,
con la rapidez de una centella, mandó la mano a las tetas de ella, le pellizcó
los pezones sin delicadeza, con toda la rabia contenida en su impotente cuerpo.
Ella pugnaba por sobreponerse al espanto, intentando alejar su mente de la
hediondez que se respiraba en esa suite. Cerró a este fin los ojos, pero el
tacto y el olfato le renovaban la miseria de la situación que estaba viviendo.
¿Para esto merecía la pena haber venido al mundo?
Sintió
un dolor cruento que se propagó por sus genitales; una uña de ese indeseable le
había arañado el higo. Al muy hijo de puta no le importaba el dolor de su
víctima, pues así era como ella se consideraba a esas alturas. Gimió y abrió
los ojos en un mismo acto. El pene de ese cerdo, tras el frenético masaje, empezaba
a segregar un repugnante hilillo de espuma, a todas luces insuficiente para
lubricar el coño de su víctima. Ella se aferraba a la esperanza de que no sería
posible que ese degenerado la acabara penetrando. Pero tal vez esto provocase
en él un arranque de frustración que podría llevarle a golpearla; tal era, por
lo general, la pauta de comportamiento seguida por los impotentes que compraban
los servicios de prostitutas, agrediéndolas y culpándolas de sus incapacidades
para quedarse empalmados.
–Me
está haciendo daño –se atrevió a sugerir ella, en vista de que la uña seguía
causándole dolor.
–Te
callas, puta.
–Pero
es que duele mucho.
–Y
más te va a doler si no cierras el pico.
En
las sienes de ella brotaron dos regueros de un sudor tan gélido como el mismo
pánico. El hilillo de mucus de la polla de ese miserable apenas si había
engrosado de tamaño; ya casi era una certeza la imposibilidad de que la
erección pudiera llevarse a cabo. El hombre soltó un alarido de hiena, y dejó
de darle al nabo.
–Chúpamela
–dijo con una voz de dientes torcidos.
El
sudor alcanzó el cuello de ella.
–¿Qué
dice?
–Que
me la chupes, pedazo de zorra.
–Eso
no era lo que habíamos acordado.
–Yo
no he acordado nada contigo.
El
sudor se unió a un caudal de lágrimas de rabia y asco.
–¿Por
qué lloras? Se te está corriendo el puto rímel.
Era
cierto. El rímel humedecido dejaba en sus mejillas sendos surcos de suciedad.
La humillación de tener que chuparle la polla a ese cerdo peludo era tan
rotunda, que provocó que su cuerpo fuera asediado por temblores inoportunos. ¿Y
si arrancara a soltar alaridos? Estaban en la suite de uno de los hoteles más
prestigiosos de Los Ángeles, seguro que la oirían y vendrían los de seguridad a
ver qué pasaba. Pero, en el entretanto, ¿no sería demasiado tarde para ella?
Ese cerdo tenía las suficientes energías para estrangularla en un arrebato de
desesperación. ¿Qué hacer, Dios mío?
–¡Ya
está bien! –exclamó el energúmeno–. ¡Me la vas a chupar, pedazo de puta!
La
agarró de la nuca y, tirando de sus cabellos, la atrajo hasta su entrepierna.
El pene como un globito desinflado, la birriosa espumilla del mucus. El asco,
el miedo, el horror, el espanto.
–¡Socorro!
El
grito prorrumpido por ella, de tan agudo, atravesó como una puñalada sus
cuerdas vocales. El seboso cuerpo del hombre se agitó en un remedo de ausente
flexibilidad; la saliva brotó de su boca, en mayor cantidad que el mucus que su
polla segregó tras una eternidad de manipulaciones. Soltó, como acto reflejo,
los cabellos de ella. ¡El grito! Su reputación en entredicho.
–¡Cállate,
zorra!
Ella
volvió a gritar sin dudarlo, ya sin temores, al saberse libre de la mano que la
aprisionaba. Ahora estaba dispuesta a pelear, que se fueran al diablo su tienda
y la tranquilidad de su existencia. Nadie volvería a humillarla a cambio de
algo. Tornó a gritar por tercera vez. Se encontraban en un hotel, pronto la
pesadilla acabaría.
–¡Te
voy a matar, puta!
Ella,
apelando a todo su aplomo y agilidad, se había situado fuera de la cama. El
sudor frío que antes la asediara, se reunió con un sudor caliente, de furia
desatada. Apretó los dientes, y, por un momento, sintió escrúpulos de salir
desnuda al pasillo; pero ahí radicaba su salvación.
Nunca
tuvo alcance su imaginación para poder comprender lo que ocurrió acto seguido.
El hombre se incorporó de la cama como lo haría un muñeco relleno de balines,
y, en menos de lo que dura un suspiro, arrinconó a su víctima contra la
inmediata pared. Ella, aún tomada por la rabia, flexionó sus rodillas con la
pretensión de acertar con cualquiera de las dos en el escroto aborrecido. Pero
el hombre la envolvió en un abrazo de oso (aunque sin asomo de cariño),
inmovilizándola en consecuencia.
–Me
has arruinado la vida –murmuró–, pero yo te voy a quitar la tuya.
Ella
sintió que empezaban a nublársele los pensamientos. Estaba necesitada de
auxilio, y sólo pudo hacer una única rememoración, no acerca de la protección
que pudiera brindarle la policía, sino acerca de algo francamente inesperado…
Unos brazos de la robustez del acero, acostumbrados a tensar redes de pesca y
aparejos de los barcos. Un pecho ancho y fornido como una barrera de
acantilados trazada a pico.
Empezaba
a sentir los síntomas fatales de la asfixia. La rememoración había impedido que
pudiera emprender alguna acción en su defensa. Un hombre del mar, lo único que
podía invocar en ese instante aciago. Cerró voluntariamente los ojos. La
garganta le dolía a rabiar. Había llegado el momento en que ya todo daba lo
mismo.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban
Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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